Sigmund Freud se
acerca a la doctrina católica al sostener que la sodomía y el onanismo son
perversiones e impudicias que menoscaban la cualidad personal del cuerpo humano
en la relación sexual. Los nombres de esas conductas antinaturales proceden de
la Biblia.
El 24 de agosto de 2016, EL DÍA publicó una nota mía que dio mucho que
hablar; su título era «La fornicación». La extrañeza era
comprensible: la predicación omite el tema desde hace tiempo, y los católicos
que asisten a misa no oyen decir nada acerca de los diez Mandamientos; menos
todavía del sexto: nada de nada. En un matutino porteño, un periodista
especializado en cuestiones religiosas encabezó así su comentario: «Molestia en la Iglesia por las expresiones de Mons.
Aguer». Había consultado, según aseguraba él mismo, a «un obispo del
conurbano», «otro obispo» y «sectores eclesiásticos». Ellos eran «la Iglesia». Por mi parte, recibí cerca de cien
mensajes de aprobación y gratitud. El argumento de todos era: «por fin un obispo habla». Evoco aquel caso porque
al artículo que ahora presento podría estamparle como subtítulo «La fornicación II.
En aquella publicación me
ocupaba del hecho «según la naturaleza», es
decir, como define el DRA: «tener ayuntamiento o
cópula carnal fuera del matrimonio» (se sobreentiende: entre varón y mujer). Habría que vivir en la luna
para no reconocer que esa violación del sexto precepto del decálogo de la Torá
hebrea, tal como lo entiende la Iglesia Católica, se ha convertido en una
costumbre muy extendida; ¿exagero si digo
prácticamente general? Los adolescentes, que apuran cada vez más su
iniciación sexual, no bien se ponen de novios (lo que se entiende actualmente
por noviazgo) se ejercitan en la fornicación. Descarto ahora los abominables
casos de violación y abuso; me refiero a lo que se practica libremente. Me
consta que hay muchachos y chicas, buenos cristianos, que con la gracia de Dios
excluyen ese comportamiento generalizado que se ha hecho «cultura» y viven castamente; tienen valor y están
exentos de vergüenza por no hacer «lo que hacen
todos».
Hoy deseo exponer sobre lo que
podría llamarse fornicación «contra naturam», o
sea, el ejercicio de la relación homosexual. En el ámbito clásico y en el
griego del Nuevo Testamento, se dice «pornéia»; originalmente
el término significaba prostitución, pero extendió su sentido para abarcar toda
acción deshonesta por el uso ilegítimo de la potencia sexual. Las campañas de
promoción de la homosexualidad excluyen, obviamente, toda consideración ética;
se han convertido en una ola capaz de sumergir a la opinión contraria, la que
afirma la existencia de una naturaleza humana que exige determinados
comportamientos. El gobierno anterior ha introducido en el ordenamiento legal
argentino el «matrimonio igualitario»; el de
Cambiemos se ha convertido en un puntal de la propaganda gay, sobre todo el de
la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, declarada «gay
friendly» y que exhibe los multicolores característicos en el obelisco.
Antes de adentrarme en una
descripción crítica de la publicidad progay, debe quedar en claro mi respeto y
aprecio de todas las personas, también las que experimentan la inclinación
homosexual. El Catecismo de la Iglesia Católica establece una distinción entre
la tendencia y su ejercicio; aparece allí una explicación que no puede ofender
a nadie, y a la vez se recuerda que los actos homosexuales son intrínsecamente
desordenados, objetivamente pecados graves. Conviene recordar, además, que –
como dice el Catecismo- el origen de la tendencia no ha sido totalmente
esclarecido. Hasta hace pocos años los catálogos publicados por la autoridad
médica mundial, incluían a la homosexualidad entre las enfermedades mentales.
Sigmund Freud se acerca a la doctrina católica al sostener que la sodomía y el
onanismo son perversiones e impudicias que menoscaban la cualidad personal del
cuerpo humano en la relación sexual. Los nombres de esas conductas
antinaturales proceden de la Biblia. La sodomía era un vicio universal entre
los habitantes de Sodoma, según se indica en varios capítulos del libro del
Génesis. El episodio central ocurre cuando dos misteriosos visitantes llegan a
casa de Lot, el sobrino de Abraham. Dice el texto:
«Aún no se habían acostado, cuando los hombres de la ciudad, los hombres de
Sodoma…llamaron a Lot y le dijeron: ¿Dónde están esos hombres que vinieron a tu
casa esta noche? Tráelos afuera, para que nos acostemos con ellos» (Gén.
19, 5). Como es sabido, el castigo divino consistió en que Sodoma fue destruida
por el fuego. Según Génesis 38, Onán, incumpliendo la ley que obligaba a
suscitar descendencia a su hermano Er, ya muerto, cuando se unía a su cuñada
Tamar, a la que había tomado por esposa, «derramaba
el semen en la tierra. Su manera de proceder desagradó al Señor, que lo hizo
morir».
La propaganda gay es accesible
a todos, también a los niños, en internet. Varios usuarios de aplicaciones de
Google me han brindado estos datos. Los videos de diversa duración están
protagonizados por actores dedicados a la pornografía, aunque se exhiben
también filmaciones domésticas. Se rompe el estereotipo del homosexual
afeminado; es cosa de varones esbeltos y musculosos que practican el culto del
cuerpo, con una característica preponderante: el
tamaño enorme del miembro viril, al cual designan con diversos nombres de una
jeringonza propia de esos ámbitos reservados. No es éste un detalle
secundario, sino un dato fundamental en los numerosos videos sobre el tema.
Entre paréntesis: en su Nuevo Diccionario Lunfardo, José Gobello
registra no menos de diez términos nuestros, porteñísimos, para nombrarlo, que
no coinciden con aquellos esotéricos. El único que figura en el Diccionario
de la Real Academia es «verga», que en su primera acepción se define: «miembro genital de los mamíferos». Esta amplitud
sugiere simplemente la animalidad, no lo específicamente humano. En las escenas
divulgadas no aparece un amor auténtico entre las personas (no muestran eso los
actores), sino la búsqueda de placer, muchas veces en pulsión desesperada. Se
repiten la penetración bucal y la anal, y la masturbación que las acompaña.
Suele llamarse sexo oral a la felación, nombre que procede del latín clásico;
Plinio empleaba «fellator» para nombrar al
que mama o chupa. Según me refieren, en algunas filmaciones el onanismo llega a
extremos repugnantes. Esos límites no parecen comportamientos propiamente
humanos, y exhiben la inmoralidad de escindir la doble dimensión de la relación
sexual, que ha de ser, según la naturaleza humana, expresión física del amor y
apertura a la transmisión de la vida; lógicamente pues entre varón y mujer. Las
descripciones que acompañan a los videos son obscenas y banalizan la realidad
noble, bella y sagrada de la sexualidad humana. Se ofrecen también sugerencias
aberrantes: entre padre e hijo, entre hermanos, tío y sobrino, y otras
combinaciones igualmente perversas. Abundan, asimismo, los actores infantiles,
que actúan profesionalmente. ¿Y sus padres? Estarán
orgullosos y ganarán plata.
En su carta a los Filipenses,
el apóstol Pablo exhorta a los cristianos a ser fieles a su ciudadanía
celestial; ellos ya en su vida terrena anticipan el destino que les espera, el
cual incluye la transformación gloriosa del cuerpo a semejanza del cuerpo
glorioso de Cristo resucitado. De esta convicción se sigue que, como el mismo
Pablo escribe en otra de sus cartas: «el cuerpo no
es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor es para el cuerpo»
(1Cor. 6, 13). No nos resulta fácil gobernar las pasiones, contenerlas y
encauzarlas para que cumplan de modo plenamente humano su función natural;
siquiera para intentarlo es preciso conocer qué somos, quiénes somos y cuál es
el sentido de nuestra existencia en la tierra. La escritura apostólica
continúa: «yo les advertí frecuentemente y ahora
les repito llorando: hay muchos que se portan como enemigos de la cruz de
Cristo. Su fin es la perdición, su dios es el vientre, su gloria está en aquello
que debería avergonzarlos, y solo aprecian las cosas de la tierra» (Fil.
3, 18-19).
Algunos exégetas interpretan
«su dios es el vientre» como una referencia crítica a la glotonería. Otros, en
cambio, entienden el original griego «koilía» como
«el bajo vientre»; el pasaje sería entonces
una advertencia contra el desarreglo sexual. Así comprendida, la actualidad de
esta palabra bíblica es impresionante: para muchos sumergidos en la cultura
fornicaria – y aún progay- que se impone en nuestra sociedad, «su dios es el vientre». Digamos con mayor
precisión: su dios es el cuerpo, al que rinden
pleitesía, y mejor aún: su dios es el largo apéndice de los muchos nombres.
Quizá entre esos actores, y quienes les siguen para procurarse excitaciones,
haya personas bautizadas. No está de más recordar, como lo hacía el Apóstol en
el siglo I, que ellos han sido lavados en el bautismo y destinados a la
resurrección de sus cuerpos. La condición es que no se conviertan en «enemigos de la cruz de Cristo», y crean en el
Dios vivo y verdadero, del cual nadie se burla (Gál. 6, 7). Es difícil calibrar
el efecto de semejante reducción de la vida y el amor a esos vicios
atractivamente presentados, pero la curiosidad puede llevar a muchos incautos a
quedar atrapados en la aceptación de los comportamientos contra la naturaleza.
Sobre todo si por el contagio de la cultura vigente, piensan como postulaba
Jean-Paul Sartre: «si Dios no existe, todo está
permitido».
«Horresco
dicens»: me causa horror decir esto, pero es la verdad, y alguien tiene que
recordarla. Espero que nadie se moleste por mis expresiones.
+ Héctor Aguer, arzobispo emérito de La
Plata
Publicado
originalmente en El Día
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