jueves, 9 de mayo de 2019

JESÚS NO FUE UN HOMBRE BUENO


“¿Acaso leemos alguna vez que se encontrara con una viejecilla que subía una cuesta llevando una pesada carga y se ofreciera a llevársela? ¿Se tiró alguna vez al agua para salvar una vida? ¿Hemos oído decir, por lo menos, que repartiera dinero a los hambrientos? ¿Iba de un lado a otro consolando a los enfermos y animándolos? No, no hay ningún indicio de nada de eso. No se tiró al agua, caminó sobre el agua. Cuando la gente tenía hambre, no repartió dinero, repartió pan multiplicado misteriosamente. No consoló a los enfermos, los curó”.
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Durante al menos un par de siglos fuera de la Iglesia y aún hoy “dentro” de ella entre los que han perdido la fe, ha estado de moda considerar a Jesús como un gran hombre, un hombre bueno, quizá un revolucionario al estilo del Che Guevara, un maestro moral como Confucio, o, para cubrir todas las posibilidades, un revolucionario moral. De forma más ramplona, a veces se le considera un filántropo o, simplemente, un progre avant la lettre. Si algo tienen en común estas ideas es su carácter completamente inverosímil. Hace falta mucha más fe para creer en ellas que para creer en la divinidad de Cristo.
Como señala Knox, es suficiente leer los Evangelios para darse cuenta de que la Persona descrita en ellos no es un hombre bueno en el sentido común de la palabra. No hace ninguna de las buenas obras que uno esperaría de un buen ser humano. Sus buenas obras son sobrenaturalmente buenas y carecen de sentido desde un punto de vista meramente natural. Un hombre bueno no pretende redimirnos ni hacer milagros, no nos concede generosamente dar la vida por él ni nos ofrece a cambio la vida eterna.
Como revolucionario, también sería un fracaso absoluto, porque, además de aconsejar pagar servilmente tributo al romano imperialista puñetero y desalmado (como decía aquella canción), lo único que tiene que decir cuando finalmente llega el enfrentamiento político es que su reino no es de este mundo y que quien a hierro mata, a hierro muere. No cabe duda de que el Che lo habría expulsado sin miramientos del Club de Revolucionarios Barbudos y Desgreñados.
Asimismo, ¿qué moralista humano diría cosas como “sin mí no podéis hacer nada” o haría depender el destino final del hombre de su comportamiento ante Él? Cualquier moralista normal rechazaría esas pretensiones en uno de sus colegas sin pensárselo un instante, aconsejando de paso que el colega en cuestión fuera recluido lo antes posible en una celda de paredes acolchadas. Por supuesto, si como revolucionario es malo y como moralista es peor, como revolucionario moral ya sería un completo desastre.
Lo cierto es que todas esas ideas secularizadas que mantienen una vaga admiración por Jesús tienen un mismo fundamento: la tentación de aceptar lo que a uno le gusta de la realidad y dejar a un lado lo demás. En lugar de tomarse en serio la realidad de los Evangelios, los reducen a un cajón de sastre de donde solo sacan lo que les parezca que puede adularles, aliviar sus angustias, justificar sus debilidades o confirmar sus prejuicios. Pretender que Cristo es uno más de los hombres buenos, revolucionarios idealistas, grandes moralistas o incluso meros profetas de la historia, es, en realidad, crear una imagen inventada de Jesús, un Jesús a la medida, que nada tiene que ver con lo que aparece en el Evangelio y transmite la Iglesia.
Es decir, curiosamente, son estas ideas sobre Jesús las que cumplen a la letra aquel terrible dictamen de Feuerbach: su dios no les creó a ellos, han sido ellos los que han creado a su dios. Y como su imaginación es escasa y más bien prosaica, ese dios ni siquiera es un dios, sino un mero hombre como ellos, hecho a su imagen y semejanza. El Jesús de Renán, de Pagola, de Schweitzer, de Kasper, de Nancy Pelosi o de Masiá es, a la postre, una copia borrosa de cada uno de ellos, ligeramente mejorada en lo que permita la imaginación del propio interesado y hábilmente diseñada de forma inconsciente para que nunca, nunca, nunca exija una verdadera conversión. Creer en esos Jesus es equivale a reafirmarse en lo que uno ya pensaba y, a la postre, es exactamente lo contrario de la fe.
En cambio, si uno se lo toma en serio, resulta inmediatamente obvio que el Evangelio pide, o exige más bien, apostar la vida entera a favor o en contra de su Personaje principal. Uno cae al suelo, vencido por Él, y lo adora como a su Dios y Señor o lo rechaza como a un loco peligroso y malvado. O el Evangelio es Palabra de Dios o un absurdo sin sentido. Adoración y fe o rechazo y enemistad. No hay término medio si uno quiere tomarse en serio la información que tiene ante sí. No podéis servir a dos señores.
Bruno

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