“¿Acaso leemos
alguna vez que se encontrara con una viejecilla que subía una cuesta llevando
una pesada carga y se ofreciera a llevársela? ¿Se tiró alguna vez al agua para
salvar una vida? ¿Hemos oído decir, por lo menos, que repartiera dinero a los
hambrientos? ¿Iba de un lado a otro consolando a los enfermos y animándolos?
No, no hay ningún indicio de nada de eso. No se tiró al agua, caminó sobre el
agua. Cuando la gente tenía hambre, no repartió dinero, repartió pan
multiplicado misteriosamente. No consoló a los enfermos, los curó”.
………………………….
Durante al menos un par de
siglos fuera de la Iglesia y aún hoy “dentro” de
ella entre los que han perdido la fe, ha estado de moda considerar a
Jesús como un gran hombre, un hombre bueno, quizá un revolucionario
al estilo del Che Guevara, un maestro moral como Confucio, o, para cubrir todas
las posibilidades, un revolucionario moral. De forma más ramplona, a veces se
le considera un filántropo o, simplemente, un progre avant la lettre. Si algo tienen en común estas ideas es su
carácter completamente inverosímil. Hace falta mucha más fe para creer en ellas que
para creer en la divinidad de Cristo.
Como señala Knox, es
suficiente leer los Evangelios para darse cuenta de que la Persona descrita en
ellos no es un hombre bueno en
el sentido común de la palabra. No hace ninguna de las buenas obras que uno
esperaría de un buen ser humano. Sus buenas obras son sobrenaturalmente buenas
y carecen de sentido desde un punto de vista meramente natural. Un hombre bueno
no pretende redimirnos ni hacer milagros, no nos concede generosamente dar la
vida por él ni nos ofrece a cambio la vida eterna.
Como revolucionario, también sería un fracaso absoluto, porque,
además de aconsejar pagar servilmente tributo al romano imperialista puñetero y
desalmado (como decía aquella canción), lo único que tiene que decir cuando
finalmente llega el enfrentamiento político es que su reino no es de este mundo
y que quien a hierro mata, a hierro muere. No cabe duda de que el Che lo habría
expulsado sin miramientos del Club de Revolucionarios Barbudos y Desgreñados.
Asimismo, ¿qué moralista humano diría cosas como “sin mí no podéis hacer nada” o
haría depender el destino final del hombre de su comportamiento ante Él? Cualquier moralista normal rechazaría esas
pretensiones en uno de sus colegas sin pensárselo un instante, aconsejando de
paso que el colega en cuestión fuera recluido lo antes posible en una celda de
paredes acolchadas. Por supuesto, si como revolucionario es malo y como
moralista es peor, como revolucionario moral ya sería un completo desastre.
Lo cierto es que todas esas
ideas secularizadas que mantienen una vaga admiración por Jesús tienen un mismo
fundamento: la tentación de aceptar lo que a uno le gusta
de la realidad y dejar a un lado lo demás. En lugar de
tomarse en serio la realidad de los Evangelios, los reducen a un cajón de
sastre de donde solo sacan lo que les parezca que puede adularles, aliviar sus
angustias, justificar sus debilidades o confirmar sus prejuicios. Pretender que
Cristo es uno más de los hombres buenos, revolucionarios idealistas, grandes moralistas
o incluso meros profetas de la historia, es, en realidad, crear una imagen
inventada de Jesús, un Jesús a la medida, que nada tiene que ver con lo que
aparece en el Evangelio y transmite la Iglesia.
Es decir, curiosamente, son
estas ideas sobre Jesús las que cumplen a la letra aquel
terrible dictamen de Feuerbach:
su dios no les creó a ellos, han sido ellos los que han creado a su dios. Y
como su imaginación es escasa y más bien prosaica, ese dios ni siquiera es un
dios, sino un mero hombre como ellos, hecho a su imagen y semejanza. El Jesús
de Renán, de Pagola, de Schweitzer, de Kasper, de Nancy Pelosi o de Masiá es, a
la postre, una copia borrosa de cada uno de ellos,
ligeramente mejorada en lo que permita la imaginación del propio interesado y
hábilmente diseñada de forma inconsciente para que nunca, nunca, nunca exija
una verdadera conversión. Creer en esos Jesus es equivale a reafirmarse en lo
que uno ya pensaba y, a la postre, es exactamente lo contrario de la fe.
En cambio, si uno se lo toma
en serio, resulta inmediatamente obvio que el Evangelio pide, o exige más bien,
apostar la vida entera a favor o en contra de su Personaje principal. Uno cae
al suelo, vencido por Él, y lo adora como a su Dios y Señor
o lo rechaza como a un loco peligroso y malvado. O el Evangelio es Palabra de Dios o un absurdo
sin sentido. Adoración y fe o rechazo y enemistad. No hay término medio si uno
quiere tomarse en serio la información que tiene ante sí. No podéis servir a dos señores.
Ronald Knox, El credo a cámara lenta
Bruno
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