La tristeza, cosa nefasta.
Por: Estanislao Martín Rincón | Fuente: Catholic.net
A poco que uno entre en contacto con la Pascua, aparece como rasgo
distintivo, como santo y seña de este tiempo, la cuestión de la alegría. Y
aparece también, por contraste, su contrario, la tristeza, a la cual me ha
parecido conveniente dedicar alguna reflexión.
Recuerdo que hace ya muchos años llamó mucho mi atención un artículo del
sacerdote y escritor José Luis Martín Descalzo titulado “El pecado de la tristeza” y recuerdo también que la primera
reacción fue una cierta sensación de incomodidad ante el título, una mezcla de
extrañeza y enfado a la vez. Me sentí molesto solo con el título porque a mi
parecer la expresión por sí sola encerraba injusticia.
- “Pues es lo que le falta a quien está triste, que
encima le digan que está pecando -pensé-. Como si no tuviera bastante con su
propia aflicción”.
Tras el desconcierto inicial del título, la lectura del artículo iba
despejando dudas a medida que el autor se explicaba con su claridad y sensatez
acostumbradas. Traigo a colación esta cuestión de la tristeza porque me parece
que conviene volver sobre ella una y otra vez, me parece que es de lo más
actual y considero muy útil hablar de ello. He llegado al convencimiento de que
tenemos en la tristeza un tóxico generalizado y escurridizo, un enemigo oscuro
y sórdido que corroe, de manera taimada, lo mejor que hay en el hombre; una
especie de carcoma del corazón y a la vez, un elemento de disgregación social.
Así habla de ella la Vulgata: “Como la polilla al
vestido y la carcoma a la madera, así la tristeza daña el corazón del hombre” (Prov
25, 20).
Aunque la tristeza es un fenómeno tan común y tan corriente que no
necesitamos definirlo, sí me ha parecido oportuno ponerlo al lado de su
contrario, la alegría, para entenderlo en sus verdaderas dimensiones. En
nuestra mejor tradición se define a la alegría como “la
complacencia en el bien poseído o esperado”. La idea de alegría está
necesariamente unida al bien. La alegría no es otra cosa que la respuesta
global de la persona humana ante un bien. No hay alegría, ni posibilidad de
ella, si el bien no entra en escena. Esta es la cuestión: el bien. Aquí está la clave para encarar el
problema de la tristeza.
Es evidente que el mal está muy extendido. El mal es amplio, abundante y
campa a sus anchas, ciertamente. Y me atrevería a decir más: el mal es mucho
más abundante y está mucho más extendido de lo que podemos llegar a captar. Yo
barrunto que no tenemos capacidad para hacernos una idea cabal de la extensión
del mal que hay en el mundo. Ni de su extensión ni de su “intensión” (perdónese el neologismo). Aunque
tengamos noticia de muchas manifestaciones del mal, al mal no lo vemos, lo que
vemos son sus expresiones concretas. Si son muchas las que nos llegan es porque
hay muchas más. Cada noticiario no es sino una apretada dosis de las más
llamativas desgracias y perversidades acaecidas en cualquier lugar del mundo
cada día. Si de manera tan resumida es mucho el mal del que se nos informa, eso
significa que hay mucho más todavía. Todo esto es cierto, pero no es casual, no
es así por azar porque en los grandes medios de comunicación nada ocurre al
azar, nada hay fuera de control. Cabe concluir, por tanto, que la divulgación
de la maldad humana responde a una estrategia diseñada y puesta en práctica con
toda intención. Y cabe concluir también que detrás de la propagación del mal no
puede estar de manera interesada sino el propio mal.
Pues bien: no podemos hacer el juego a esta estrategia. No podemos tener
ojos solo para el mal. No podemos poner el acento, solo ni preferiblemente, en
lo mal que está todo porque cada vez que lo hacemos nos convertimos en peones y
colaboradores de esa estrategia perversa. Quien ve mal por todas partes no
tiene ninguna posibilidad de complacerse en nada. La cosa tiene más gravedad de
lo que pudiera parecer, porque es un asunto que nos atañe no solo de manera
individual, y aunque tiene un componente afectivo importante, no es
principalmente una cuestión afectiva. El mal engendra tristeza, la tristeza
conduce al odio y el odio recae siempre sobre los demás. El odio, como el amor,
necesita siempre de otro; el odio como el amor, exige siempre alteridad porque
nadie se odia a sí mismo. Uno puede reconocer cosas que le gustan de sí mismo,
pero no puede odiarse porque nadie de carne y hueso puede odiarse a sí mismo. “Nadie odia su propia carne” (Ef 5, 29). Cuando
esta cadena maléfica (mal-tristeza-odio) echa raíces en el alma, el hombre
entra en una espiral de opacidad y de negrura más que peligrosa. Lo diré con
mayor claridad y contundencia: La tristeza puede prender en el alma, pero quien
no la afronta con decisión para erradicarla, se deja deslizar por una rampa que
acaba en el infierno. Quizá ahora podamos entender el mandato bíblico que
escribió San Pablo: “Estad siempre alegres en el
Señor; os lo repito, estad alegres” (Flp 4,4). Y quizá ahora podamos
entender por qué los autores espirituales han hablado de la tristeza como
pecado.
¿Qué clase de pecado? Una variante de la pereza que
consiste en la modorra y el torpor para salir de la oscuridad de uno mismo.
Porque este es uno de los grandes efectos demoledores de la tristeza: que mete
al hombre en sí mismo y lo incapacita para salir de sus angustias. Lo encierra
en sí mismo, lo ofusca y lo va asfixiando cada vez más, lo recuece en su propio
jugo y lo paraliza; impide ver las necesidades ajenas (bastante tiene con las
propias) y obstaculiza la apertura a los demás.
Pensando en ti, lector querido, se me ocurre que tal vez me hagas la
siguiente objeción: todo lo dicho está muy bien,
pero solemos ver el mal concreto como en un tablero de ajedrez, vemos sus
causas y sus consecuencias, sus agentes y sus responsables y vemos también qué
se podría hacer para evitarlo. Dicho de otro modo, tenemos razón. Pues
bien, este es el segundo rasgo hacia el que deseo fijar tu atención: el hecho
de tener razón. ¡Cuánto nos gusta y de qué poco
sirve! ¡Tenemos tantas razones para abonar la tristeza, tantas para instalarnos
en ella! Este es el gran problema, que nadamos en aguas de tristeza y de
abatimiento cargados de razón. Le llamo problema porque lo es. Tener razón es
quizá el mayor ejercicio de inmanencia al que estamos acostumbrados porque
tener razón es algo que no trasciende, no escapa de nosotros mismos ya que
surge en nuestro interior y en nuestro interior se queda. Y por eso precisamente
nos vuelve hacia nosotros, nos enroca metiéndonos en nosotros mismos, nos
empuja a dar vueltas a nuestro propio yo una y otra vez. Si te das cuenta,
lector, esto es justamente lo contrario de lo que hace en nosotros el amor, que
es sacarnos de nuestras fronteras acercándonos a los demás, hacer que nos
preocupemos de cómo les van las cosas a los otros, volcarnos hacia afuera.
El tener razón nos ensimisma, el amar nos lleva a dedicarnos a los
problemas del prójimo. Lo primero nos constriñe, lo segundo nos dilata; aquello
nos empequeñece, esto otro nos hace grandes; la tristeza generada por la
búsqueda de tener razón nos “egoistiza”, la
alegría que procede del amor nos lleva a darnos. ¿Ves
por qué no se nos ha dicho que busquemos tener razón y en cambio sí se nos ha
mandado -como único precepto- amar a los demás?
Por ser enemiga del bien, mala es la tristeza, y peor aún si se ayunta
con el tener razón. Cosa bien distinta es el dolor. También conviene dejarlo
claro, porque el dolor sí es compatible con el bien. Y no solo compatible, sino
fuente de él.
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