Cuando miramos la
Cruz del Señor, lo hacemos sabiendo que después vendrá la Resurrección. Pero
también vemos que Cristo resucitado lleva eternamente en su cuerpo las llagas
gloriosas de la Cruz.
El Domingo de Ramos da inicio
a la Semana Santa, haciéndonos participar del misterio de Cristo crucificado,
sepultado y resucitado, de modo que «si sufrimos con Él, también con Él seremos glorificados» (Rm 8,17). El recuerdo de la
solemne entrada del Señor en Jerusalén tiene que llevarnos a participar de su
Cruz, para así tener algún día parte en su Resurrección.
Cuando se nos bendigan los
ramos, se pedirá al Señor: «Dios todopoderoso y
eterno, santifica con tu bendición estos ramos, y, a cuantos vamos a acompañar
a Cristo aclamándolo con cantos, concédenos entrar en la Jerusalén del cielo,
por medio de Él». Nuestra participación en estos santos misterios
debe conducirnos a contemplar a Jesucristo dando su vida por nuestra salvación,
para que unidos a Él por la Palabra de Dios, la fe y los sacramentos recibamos
la gracia que nos conducirá a la gloria de su Resurrección.
La contemplación de Cristo en
los días de la Semana Santa nos hace ver que su Muerte en la Cruz y su
Resurrección van siempre unidas. Cuando miramos la Cruz del Señor, lo hacemos
sabiendo que después vendrá la Resurrección. Pero también vemos que Cristo
resucitado lleva eternamente en su cuerpo las llagas gloriosas de la Cruz.
A causa del pecado, nuestra
vida en la tierra está siempre marcada por el dolor y la muerte. Pero desde que
Cristo resucitó hemos sido asociados a su victoria, de modo que nuestro
sufrimiento unido al de Él lleva en sí la semilla de la esperanza, que en la
eternidad germinará en gloria y, al final de los tiempos, en Resurrección, «porque si hemos si hechos una
misma cosa con Él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por
una resurrección semejante» (Rm
6,5).
En Jesucristo está la eterna
vida divina y Él nos la comunica por medio de los Sacramentos, especialmente
por el Bautismo, que nos hace nacer de nuevo como hijos de Dios, y por la
Eucaristía, según la mismas palabras del Señor: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida
eterna, y yo le resucitaré el último día»
(Rm 6,54).
Por eso, el Domingo de
Ramos pierde su sentido si no se continúa participando en las otras
celebraciones de la Semana Santa, sobre todo la Misa Crismal del miércoles, la
Cena del Señor el jueves, la Pasión y, muy particularmente, la Solemne Vigilia
Pascual. Esto es así, porque en
el Domingo de Ramos se relata la Pasión y Muerte del Señor, pero para disponer
nuestros corazones al gozo del anuncio de su Resurrección. La Iglesia nos
invita a vivir estos días santos con la certeza de que el Señor derramará
abundantemente su gracia en nuestras almas, con sus frutos de salvación, de paz
y de alegría.
Mons. Francisco Javier Stegmeier
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