En
1973, yo era provincial de mi Congregación, Misioneros del Sagrado Corazón, en
la Republica Dominicana. Había trabajado demasiado, abusando de mi salud en los
16 años que tenía como misionero en el país. Pasé mucho tiempo en actividades
materiales, construyendo iglesias, edificando seminarios, centros de promoción
humana, de catequesis, etc. Siempre estaba buscando dinero para edificar casas
y para dar alimento a nuestros seminaristas.
El Señor me permitió vivir todo ese activismo y, por el exceso de
trabajo, caí enfermo. El 14 de junio de ese año en una asamblea del Movimiento
Familiar Cristiano me sentí mal, muy mal. Tuvieron que llevarme inmediatamente
al Centro Médico Nacional. Estaba tan grave que pensaba que no podría pasar la
noche. Creí realmente que me iba a morir pronto. Muchas veces había meditado
sobre la muerte y predicado sobre ella, pero nunca había hecho el ensayo de
morirme, y esto no me gusto.
Los médicos me hicieron análisis muy detenidos, detectándome
tuberculosis pulmonar aguda. Al ver que estaba tan enfermo pensé en volver a mi
país, Quebec, Canadá donde nací y vive mi familia. Pero estaba tan delicado que
no podía hacerlo entonces. Tuve que esperar quince días bajo tratamientos con
reconstituyentes, para realizar el viaje.
En Canadá me internaron en un centro médico especializado donde los,
médicos me volvieron a examinar, pues querían estar bien seguros de cual era mi
enfermedad. El mes de julio se lo pasaron haciendo análisis, biopsia,
radiografías, etc. Después de todos estos estudios, confirmaron de manera
científica que la tuberculosis pulmonar aguda había lesionado gravemente los
dos pulmones. Para reanimarme un poco me dijeron que después de un ano de
tratamiento y reposo podría volver a mi casa.
Un día recibí dos visitas muy peculiares. Primero llego el sacerdote
director de RND – Revista Notre Dame – quien me pidió permiso para tomarme una
fotografía para el articulo: “Como vivir con su
enfermedad”.
Aun él no se despedía cuando entraron cinco seglares de un grupo de
oración de la Renovación Carismática. En República Dominicana me había burlado
mucho de la Renovación Carismática, afirmando que América Latina no necesitaba
don de lenguas sino promoción humana, y ahora ellos venían a orar desinteresadamente
por mí.
Estas visitas tenían dos enfoques totalmente diferentes: el primero para
aceptar la enfermedad. El segundo para recuperar la salud.
Como sacerdote misionero pensé que no era edificante rechazar la
oración. Pero, sinceramente, la acepte más por educación que por convicción. No
creía que una simple oración pudiera conseguirme la salud.
Ellos me dijeron muy convencidos:
- Vamos a hacer lo que dice el Evangelio: Impondrán
las manos sobre los enfermos y estos quedaran sanos. Sí que oraremos y el Señor
te va a sanar.
Acto seguido se acercaron todos a la mecedora donde yo estaba sentado y
me impusieron las manos. Yo nunca había visto algo semejante y no me gustó Me
sentí ridículo debajo de sus manos y me daba pena con la gente que pasaba
afuera y se asomaba por la puerta que se había quedado abierta.
Entonces interrumpí la oración y les propuse:
-Si quieren, vamos a cerrar la puerta…
- Si, padre, como no – respondieron
Cerraron
la puerta, pero ya Jesús había entrado.
Durante la oración sentí un fuerte calor en mis pulmones. Pensé que era
otro ataque de tuberculosis y me iba a morir. Pero era el calor del amor de
Jesús que me estaba tocando y sanando mis pulmones enfermos. Durante la oración
hubo una profecía. El Señor me decía:
“Yo haré de ti un testigo de mi amor”. Jesús vivo estaba dando vida, no solo a mis pulmones sino a mi
sacerdocio y a todo mi ser.
A los tres o cuatro días me sentía perfectamente bien. Tenía apetito,
dormía bien y no había dolor alguno.
Los médicos estaban preparados para comenzar inmediatamente el
tratamiento. Sin embargo, ningún medicamento les respondía de acuerdo a mi
supuesta enfermedad. Entonces mandaron traer una s inyecciones para gente cuyo
organismo no es normal, pero tampoco hubo reacción alguna.
Yo me sentía bien y quería regresar a casa, pero ellos me obligaron a
pasar todo el mes de agosto en el hospital buscando por todos lados la
tuberculosis que se les había escapado y no podían encontrar.
Al fin del mes, después de muchos experimentos el médico responsable me
dijo:
- Padre, vuelva a su casa. Usted está perfectamente,
pero esto va en contra de todas nuestras teorías médicas. No sabemos lo que ha
pasado.
Luego, encogiendo los hombros, añadió:
- Padre, ust6ed es un caso único en
este hospital.
- En mi congregación también – le respondí riendo.
Salí del hospital sin recetas, medicinas ni cuidados especiales. Me fui
a casa pesando solo 110 libras – 50 kilos. El hospital que me iba a curar de
tuberculosis me estaba matando de hambre.
Quince días después apareció el número 8 de la Revista “Notre Dame”. En la página cinco estaba mi fotografía del hospital: sentado en la
célebre mecedora, con sondas, cara triste y mirada pensativa. Debajo de la
fotografía decía: “El enfermo debe
aprender a vivir con su enfermedad, acostumbrarse a las alusiones veladas a las
preguntas indiscretas… y a los amigos que no volverán a mirarlo de la misma
manera”.
El Señor me había sanado. Mi fe era muy pequeña, tal vez del tamaño de
un grano de mostaza, pero que Dios era tan grande que no había dependido de mi
pequenes. Así es nuestro Dios. Si estuviera condicionado a nosotros, no sería
Dios.
Si yo recibí en carne propia la primera y fundamental enseñanza para el
ministerio de curación. El Señor nos sana con la fe que tenemos. No nos pide
más, sólo eso.
P. Emiliano Tardif
Fuente: JESÚS ESTA VIVO.
Publicado por: José Miguel Pajares Clausen
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