Hace unos días tuve
que dar una charla sobre el sacramento de la Penitencia. Pero me pareció que,
antes que nada, hay que decir unos puntos previos.
Es indudable que, para un
cristiano, la base doctrinal de este sacramento está en el Credo, cuando afirmamos que creemos en el perdón de los pecados. Que el pecado y el mal
existen, pienso que es una evidencia, aunque hoy las doctrinas relativistas
intenten negar la existencia de una Verdad objetiva y que el Bien y el Mal sean
claramente diferentes. Hay que tener muchas tragaderas para defender ante un
campo de concentración nazi que no hay verdades objetivas, que todo es opinable
y que depende del punto de vista del que se mire, y que ni siquiera los valores
esenciales como la vida, la libertad, el amor, la justicia y la paz son
objetivos e inamovibles.
Entendemos por pecado la
negativa voluntaria y libre, actual o habitual, a realizar lo que Dios pide y
espera del hombre, expresado en su oferta de amor y amistad que encuentra por
nuestra parte una oposición y un no querer amar y abrirnos hacia Dios y hacia
el prójimo. O como dice el Catecismo de la Iglesia Católica pecado «es faltar al amor verdadero
para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos
bienes» (CEC 1849). O aún
más breve pecado es no amar.
Pero si existe el pecado, el
objeto de nuestra fe no es él directamente, sino su perdón. Se trata de la reconciliación del cristiano pecador con
Dios y su Iglesia. El sacramento de la Penitencia tiene su origen por una parte
en la experiencia de la realidad del pecado, y por otra en el convencimiento
que el pecado del cristiano puede ser superado, si hay una verdadera
conversión, por el poder del perdón de Dios transmitido a la Iglesia por medio
de Jesús, como nos señala el propio Salvador en su primera aparición a los
discípulos reunidos después de su resurrección (cfr. Jn 20,23).
En consecuencia el camino del
cristiano para superar el pecado va a ser el de la fe y esperanza, pues el
cristiano no puede hablar de pecado y culpa, sin hablar también de perdón y
reconciliación, que es lo que hace que el Evangelio sea la Buena Noticia y no
una amenaza. Experimentamos con dolor que no respondemos a lo que Cristo espera
de nosotros, y que en lugar de dejarnos llevar por el espíritu de Cristo, una y
otra vez seguimos el «espíritu de este mundo». Pero
la misericordia de Dios es más grande que nuestras infidelidades, ya que a los
que después del Bautismo han caído en pecado, Dios les ofrece nuevas
posibilidades de conversión con el sacramento de la penitencia.
Jesús nos recuerda que el
mandamiento principal de la Ley es «Amarás al Señor tu Dios con todo tu
corazón, con toda tu alma, con toda tu mente» (Mt 22,37), y por ello pecado es
no amar. Pero hay un problema por el que mucha gente se pregunta: ¿nos es posible amar a Dios así? Recuerdo que hace
algún tiempo me planteé la cuestión de hasta qué punto amaba yo a Dios, para
llegar a la conclusión que más bien le quería poco, por lo que le hice dos
peticiones: que me concediese la gracia de quererle
y, sobre todo, la de aprovechar la gracia anterior para que no fuese peor el
remedio que la enfermedad.
Ahora bien, nuestro amor a
Dios no es un amor puramente incorpóreo y espiritual, porque tenemos cuerpo y
alma, y como nos advierte San Juan: «Si alguno dice:
‘Amo a Dios’, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su
hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve» (1 Jn 4,20).
No nos desanimemos porque no logremos amar a Dios con todas nuestras fuerzas,
porque Dios nos conoce perfectamente, ya que nos ha creado y conoce nuestras
debilidades, pero pidámosle que seamos conscientes que nuestra fuerza reside en
la gracia de Dios, y no en nosotros mismos.
Pedro Trevijano Etcheverria
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