Hoy
pensaba que no son, realmente, muchas las personas que tienen capacidad para hacernos
daño. La inmensa mayoría de individuos pueden decirnos lo que quieran, podemos
percibir sus malos sentimientos hacia nosotros, pero no pueden ir más allá.
Sin embargo,
todo ser humano, laico o sacerdote, tiene, en torno a sí, a un grupito muy pequeño
de cuatro o cinco sujetos que por parentesco,
amistad, vecindad o trabajo sí que albergan esa capacidad.
Que esa
capacidad de hacer daño se ponga en marcha o no depende de muchos factores.
Aquí es donde los creyentes estamos seguros de que interviene la Providencia.
Cuántos factores totalmente aleatorios intervienen para que el viento de estar
en contra pase a estar a favor, y viceversa.
Sin Dios nos
moveríamos en un tablero repleto de casillas con resultados trascendentales,
pero aleatorios. Sabiendo que existe Dios, teniendo confianza en Él, nos
abandonamos a sus planes.
Pero, en el
fondo, viento a favor o viento en contra… todo es indiferente. Lo único que importa es Dios. Poner la confianza en
cualquier otra cosa es una idolatría. La vida está compuesta de muchos
momentos con viento en popa y otros con viento en proa. De vez en cuando,
alguna tormenta, y de los fervores más altos pasamos a pensar que perecemos.
Para mí, lo
digo con todo el corazón, la misa es ese puerto seguro, ese lugar de consuelo
donde reparo mis fuerzas. La única pena que tengo es no poder celebrar todos
los días en una iglesia a la luz de las velas, de espaldas a la gente,
musitando las oraciones; prolongándome, durante hora y media, en esos augustos
ritos y en la contemplación del Corazón de esos ritos.
P. FORTEA
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