La Santa Sede difundió este martes 26 de febrero el mensaje del Papa
Francisco para la Cuaresma de este 2019 titulado “La
creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios”,
en el que hace un llamado a la conversión mediante el ayuno, la oración y la
limosna.
“Que nuestra Cuaresma suponga recorrer ese mismo
camino, para llevar también la esperanza de Cristo a la creación, que ‘será
liberada de la esclavitud de la corrupción para entrar en la gloriosa libertad
de los hijos de Dios’. No dejemos transcurrir en vano este tiempo favorable.
Pidamos a Dios que nos ayude a emprender un camino de verdadera conversión.
Abandonemos el egoísmo, la mirada fija en nosotros mismos, y dirijámonos a la
Pascua de Jesús; hagámonos prójimos de nuestros hermanos y hermanas que pasan
dificultades, compartiendo con ellos nuestros bienes espirituales y materiales”.
A continuación, el texto completo del mensaje del
Papa Francisco:
“La creación, expectante, está aguardando la
manifestación de los hijos de Dios”
Cada año, a través de la Madre Iglesia, Dios «concede
a sus hijos anhelar, con el gozo de habernos purificado, la solemnidad de la
Pascua, para que […] por la celebración de los misterios que nos dieron nueva
vida, lleguemos a ser con plenitud hijos de Dios» (Prefacio I de
Cuaresma). De este modo podemos caminar, de Pascua en Pascua, hacia el
cumplimiento de aquella salvación que ya hemos recibido gracias al misterio
pascual de Cristo: «Pues hemos sido salvados en
esperanza» (Rm 8,24).
Este misterio de salvación, que ya obra en nosotros durante la vida
terrena, es un proceso dinámico que incluye también a la historia y a toda la
creación. San Pablo llega a decir: «La creación,
expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios» (Rm8,19).
Desde esta perspectiva querría sugerir algunos puntos de reflexión, que
acompañen nuestro camino de conversión en la próxima Cuaresma.
1. LA REDENCIÓN DE LA
CREACIÓN
La celebración del Triduo Pascual de la pasión, muerte y resurrección de
Cristo, culmen del año litúrgico, nos llama una y otra vez a vivir un
itinerario de preparación, conscientes de que ser conformes a Cristo (cf. Rm 8,29)
es un don inestimable de la misericordia de Dios.
Si el hombre vive como hijo de Dios, si vive como persona
redimida, que se deja llevar por el Espíritu Santo (cf. Rm 8,14),
y sabe reconocer y poner en práctica la ley de Dios, comenzando por la que está
inscrita en su corazón y en la naturaleza, beneficia
también a la creación, cooperando
en su redención.
Por esto, la creación —dice san Pablo— desea ardientemente que se
manifiesten los hijos de Dios, es decir, que cuantos gozan de la gracia del
misterio pascual de Jesús disfruten plenamente de sus frutos, destinados a
alcanzar su maduración completa en la redención del mismo cuerpo humano. Cuando
la caridad de Cristo transfigura la vida de los santos —espíritu, alma y
cuerpo—, estos alaban a Dios y, con la oración, la contemplación y el arte
hacen partícipes de ello también a las criaturas, como demuestra de forma
admirable el “Cántico del hermano sol” de
san Francisco de Asís (cf. Enc. Laudato si’, 87). Sin embargo, en
este mundo la armonía generada por la redención está amenazada, hoy y siempre,
por la fuerza negativa del pecado y de la muerte.
2. LA FUERZA
DESTRUCTIVA DEL PECADO
Efectivamente, cuando no vivimos como hijos de Dios, a menudo tenemos
comportamientos destructivos hacia el prójimo y las demás criaturas —y también
hacia nosotros mismos—, al considerar, más o menos conscientemente, que podemos
usarlos como nos plazca.
Entonces, domina la intemperancia y eso lleva a un estilo de vida que
viola los límites que nuestra condición humana y la naturaleza nos piden
respetar, y se siguen los deseos incontrolados que en el libro de la Sabiduría
se atribuyen a los impíos, o sea a quienes no tienen a Dios como punto de
referencia de sus acciones, ni una esperanza para el futuro (cf. 2,1-11). Si no
anhelamos continuamente la Pascua, si no vivimos en el horizonte de la
Resurrección, está claro que la lógica del todo
y ya, del tener cada vez más acaba
por imponerse.
Como sabemos, la causa de todo mal es el pecado, que desde su aparición
entre los hombres interrumpió la comunión con Dios, con los demás y con la
creación, a la cual estamos vinculados ante todo mediante nuestro cuerpo.
El hecho de que se haya roto la comunión con Dios, también ha dañado la
relación armoniosa de los seres humanos con el ambiente en el que están
llamados a vivir, de manera que el jardín se ha transformado en un desierto
(cf. Gn 3,17-18). Se trata del pecado que lleva al hombre a
considerarse el dios de la creación, a sentirse su dueño absoluto y a no usarla
para el fin deseado por el Creador, sino para su propio interés, en detrimento
de las criaturas y de los demás.
Cuando se abandona la ley de Dios, la ley del amor, acaba triunfando la
ley del más fuerte sobre el más débil. El pecado que anida en el corazón del hombre
(cf. Mc 7,20-23) —y se manifiesta como avidez, afán por un
bienestar desmedido, desinterés por el bien de los demás y a menudo también por
el propio— lleva a la explotación de la creación, de las personas y del medio
ambiente, según la codicia insaciable que considera todo deseo como un derecho
y que antes o después acabará por destruir incluso a quien vive bajo su
dominio.
3. LA FUERZA
REGENERADORA DEL ARREPENTIMIENTO Y DEL PERDÓN
Por esto, la creación tiene la irrefrenable necesidad de que se
manifiesten los hijos de Dios, aquellos que se han convertido en una “nueva creación”: «Si alguno está en Cristo, es una
criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo» (2 Co5,17).
En efecto, manifestándose, también la
creación puede “celebrar la Pascua”:
abrirse a los cielos nuevos y a la tierra nueva (cf. Ap 21,1).
Y el camino hacia la Pascua nos llama precisamente a restaurar nuestro
rostro y nuestro corazón de cristianos, mediante el arrepentimiento, la
conversión y el perdón, para poder vivir toda la riqueza de la gracia del
misterio pascual.
Esta “impaciencia”, esta expectación
de la creación encontrará cumplimiento cuando se manifiesten los hijos de Dios,
es decir cuando los cristianos y todos los hombres emprendan con decisión el “trabajo” que supone la conversión. Toda la
creación está llamada a salir, junto con nosotros, «de
la esclavitud de la corrupción para entrar en la gloriosa libertad de los hijos
de Dios» (Rm 8,21).
La Cuaresma es signo sacramental de esta conversión, es una llamada a
los cristianos a encarnar más intensa y concretamente el misterio pascual en su
vida personal, familiar y social, en particular, mediante el ayuno, la oración
y la limosna.
Ayunar, o sea aprender a cambiar nuestra
actitud con los demás y con las criaturas: de la
tentación de “devorarlo” todo, para saciar nuestra avidez, a la capacidad de
sufrir por amor, que puede colmar el vacío de nuestro corazón.
Orar para saber renunciar a la idolatría y a la autosuficiencia de nuestro
yo, y declararnos necesitados del Señor y de su misericordia.
Dar limosna para
salir de la necedad de vivir y acumularlo todo para nosotros mismos, creyendo
que así nos aseguramos un futuro que no nos pertenece. Y volver a encontrar así
la alegría del proyecto que Dios ha puesto en la creación y en nuestro corazón,
es decir amarle, amar a nuestros hermanos y al mundo entero, y encontrar en
este amor la verdadera felicidad.
Queridos hermanos y hermanas, la “Cuaresma” del
Hijo de Dios fue un entrar en el desierto de la creación para hacer que volviese a ser
aquel jardín de la comunión con Dios que era antes del
pecado original (cf. Mc 1,12-13; Is 51,3).
Que nuestra Cuaresma suponga recorrer ese mismo camino, para llevar
también la esperanza de Cristo a la creación, que «será
liberada de la esclavitud de la corrupción para entrar en la gloriosa libertad
de los hijos de Dios» (Rm 8,21). No dejemos transcurrir en
vano este tiempo favorable. Pidamos a Dios que nos ayude a emprender un camino
de verdadera conversión.
Abandonemos el egoísmo, la mirada fija en nosotros mismos, y dirijámonos
a la Pascua de Jesús; hagámonos prójimos de nuestros hermanos y hermanas que
pasan dificultades, compartiendo con ellos nuestros bienes espirituales y
materiales. Así, acogiendo en lo concreto de nuestra vida la victoria de Cristo
sobre el pecado y la muerte, atraeremos su fuerza transformadora también sobre
la creación.
Redacción ACI
Prensa
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