581. ––¿La bondad de la providencia divina garantiza
invariablemente la eficacia de la oración?
––La providencia de Dios es
infinitamente buena, pero advierte Santo Tomás que: «Esto
no impide, sin embargo, que algunas veces no admita Dios las peticiones de los
que oran». Se puede probar que ello es comprensible con el argumento
siguiente: «ya se ha demostrado que Dios cumple los deseos de la criatura
racional por la exclusiva razón de que ésta desea el bien. Y a veces sucede que
lo que se pide no es un bien verdadero, sino aparente y en realidad un mal. Por
tanto, Dios no puede escuchar semejante oración. De ahí que Santiago diga: «Pedís y no recibís, porque pedís mal» (San 4, 3)»[1].
También dice San Juan: «Ésta es la confianza que
tenemos con Él: que Él nos escucha si pedimos algo conforme a su voluntad»[2].
Cuando pedimos algo a Dios, que no nos conviene, su amor es el que hace que no
nos lo conceda.
Explica más adelante que: «A veces sucede que alguien niega por amistad a su amigo
lo que éste le pide, pues sabe que le es nocivo, o que lo contrario le librará
mejor; como cuando el médico no accede a la petición del enfermo, porque sabe
que no le facilitará la consecución de la salud corporal; de donde, habiéndose
demostrado ya que Dios cumple, por el amor que tiene a la criatura racional,
los deseos que ésta le propone mediante la oración, no hay que admirarse,
porque alguna vez no cumpla la petición de aquellos que principalmente ama,
porque obra así para cumplir lo que más conviene a la salvación de quien pide».
Todo ello también es
manifiesto en la Escritura. Así, por ejemplo: «cuando
Pablo le pidió por tres veces que le librase del aguijón de la carne, no se lo
quitó, pues sabía que le convenía para conservar la humildad»[3].
Además, el Señor le contestó: «Te basta mi gracia»[4].
Añade Santo Tomás: «A propósito dice el Señor a
algunos: «No sabéis lo que pedís» (Mt 20, 22). Y San Pablo: «Pues no sabemos lo que nos conviene pedir» (Rm 8,
26). Y, en conformidad con esto, dice San Agustín: «Bueno
es el Señor, que muchas veces no nos da lo que queremos, para concedernos lo
que más queremos» (Epíst. 31, 1)».
582. ––¿Se puede pedir mal en la oración sólo en
cuanto a lo pedido?
––También puede pedirse mal en
cuanto al modo de hacerlo. En un segundo argumento, advierte Santo Tomás que: «Se ha demostrado que Dios escucha por razón de amistad
los deseos de los piadosos. Luego quien se aparta de la amistad con Dios no es
digno de ser escuchado en su oración». El acercarse a Dios se hace con
el cumplimiento de estas tres condiciones: «por la
contemplación, la afección devota y la intención humilde».
Concluye, por ello, que: «En esto radica el que algunas veces no sea escuchado el
amigo de Dios cuando ruega por aquellos que no tienen amistad con Él, según se
dice en la Escritura: «Por eso tú no quieras rogar por este pueblo, ni hagas en
su nombre oraciones y alabanzas, ni te interpongas; porque no te escucharé» (Jer
7, 16).
583. ––En la oración ¿se cumple por igual la
providencia, tanto en el caso que conceda lo pedido como en el que sea
denegado?
––Después de exponer estos
argumentos, observa Santo Tomás que: «todo lo dicho
manifiesta que las oraciones y piadosos deseos son la causa de algunas cosas
que hace Dios, pues ya se expuso que la divina providencia no excluye a las
otras causas (III, c. 77), al contrario, ordénalas para imponer a las cosas el
orden por Él establecimiento; y así las causas segundas no se oponen a la
providencia, sino que más bien ejecutan sus efectos».
Algo parecido ocurre con la
oración. «Por tanto, las oraciones son eficaces
ante el Señor y no derogan el orden inmutable de la divina providencia, porque
el que se conceda una cosa a quien la pide está incluido en el orden de la
providencia divina. Luego decir que no debemos orar para conseguir algo de
Dios, porque el orden de su providencia es inmutable, equivaldría a decir que
no debemos andar para llegar a un lugar o que no debemos comer para nutrirnos,
lo cual es absurdo». La providencia divina ha establecido lo que
concederá a cada oración, que en este sentido es una causa segunda, o lo que no
atenderá, por los motivos indicados. Todo ello se encuentra en el orden del
plan establecido por la providencia divina.
584. ––La oración debe considerarse como una causa,
pero no extrínseca a la providencia divina, lo que es imposible, sino segunda
y, por ello, incluida en la misma. ¿Si la oración atendida es causa, aunque
segunda, no actúa sobre la voluntad de Dios, para que conceda lo pedido?
––La oración es causa no en
relación a la decisión divina, sino en cuanto al don concedido, porque Dios lo
ha supeditado al acto de orar. Es un don condicionado a la oración. De manera
que podría decirse que esta es una causa segunda condicionante, porque es la
condición para obtener un efecto, que es así condicional. Con la obtención del
mismo, por tanto, no se sale de la providencia ni del gobierno divino. Con esta
solución, quedan resueltos los errores sobre la oración.
585. ––¿Cuáles son los errores sobre la oración?
––Según Santo Tomás hay dos
antiguos errores acerca de la eficacia de la oración. Sobre el primero escribe:
«Dijeron algunos que el fruto de la oración es
nulo. Y lo afirmaban quienes negaron totalmente la divina providencia, como los
epicúreos y también quienes sustraían las cosas a la providencia divina, como
algunos aristotélicos (III, c. 75), e incluso quienes opinan que todo cuanto
está sometido a la providencia sucede necesariamente como los estoicos».
De estas doctrinas
helenísticas: «resulta que el fruto de la oración
es nulo y, por consiguiente, que todo culto a la divinidad es vano. Error que
consta palpablemente en la Escritura: «Dijisteis: vano es quien sirve a Dios. Y
¿qué provecho hemos sacado por guardar sus preceptos y andar tristes ante el
Señor de los ejércitos?» (Mal 3, 14)».
El segundo error es más
antiguo, porque: «otros, por el contrario, decían
que mediante las oraciones se puede cambiar la disposición divina, como los
egipcios, que afirmaban que el destino se cambiaba con oraciones y con ciertas
imágenes, con sahumerios o encantamientos».
Sorprendentemente a este
error, nota Santo Tomás, «parecen referirse a
primera vista ciertas afirmaciones de la Escritura. Pues se dice en Isaías,
que éste, por orden del Señor, dijo al rey Ezequías: «Esto dice el Señor:
Arregla tu casa, porque te morirás y no vivirás» (Is 38, 1-5); y que
después de la oración de Ezequías habló el Señor a Isaías y le dijo: «Ve y di a Ezequías: Escuché tu oración. He aquí que
añadiré quince años a tu vida». Además, en Jeremías dice el
Señor, en persona: «7A veces hablo Yo
contra una nación o un reino, para arrancarlo, para derribarlo y para
destruirlo; si aquella nación contra la cual he hablado se convierte de su
maldad, Yo también me arrepiento del mal que había pensado hacerle» (Jr
18, 7-8)»; y «convertíos al Señor Dios vuestro,
porque es benigno y misericordioso. ¿Quién sabe si Dios cambiará y perdonará?» (Joel
2, 13-14)».
Estos pasajes «entendidos superficialmente» llevan a los tres
«inconvenientes» siguientes: «primero, que la voluntad de Dios es mudable;
segundo, que a Dios le sobreviene algo temporalmente; y, por último, que
algunas cosas que existen temporalmente en las criaturas son causa de algo que
existe en Dios».
Advierte Santo Tomás que: «Todo lo cual es manifiestamente imposible, según consta
por lo ya dicho». Además, también: «es contrario a la autoridad de la Sagrada
Escritura, que es el depósito claro e infalible de la verdad. Pues se dice en
la misma: «No es Dios como el hombre, que sea capaz de mentir; ni como el hijo
del hombre, para que cambie. ¿Lo dijo y no lo hará? ¿Habló y no lo cumplirá?»
(Nm 23, 19); «El que triunfa en Israel no perdonará ni estará sujeto a
arrepentimiento, pues no es un hombre que tenga que arrepentirse» (1 S 15,
29-31); Y «Yo soy el Señor, y no cambio de parecer» (Mal 3, 6)».
586. ––¿Qué se puede responder a estos dos errores
acerca de la oración?
––Después de exponerlos,
afirma Santo Tomás que: «Pensando diligentemente
sobre lo dicho, descubrirá cualquiera que todo error acerca de estas cosas
proviene de no considerar la diferencia que hay entre el orden universal y el
particular».
El orden que establece la
providencia afecta a las criaturas y a todos sus actos, porque: «estando todos los efectos relacionados entre sí por
coincidir en una misma causa, es preciso que el orden sea tanto más común
cuanto más universal sea la causa; de donde el orden que proviene de la causa
universal, que es Dios, ha de abarcar necesariamente todas las cosas». En
este orden están incluidos los ordenes particulares, o las ordenaciones que
afectan a una o varias causas segundas. El orden universal incluye a todo orden
particular, y su causa universal, que es Dios, es causa también de las diversas
causas particulares y dispone de sus órdenes. «Por
tanto, nada impide que cierto orden particular se cambie por la oración o por
otra cosa, puesto, que fuera de él, hay algo que lo puede alterar», que
es Dios.
La distinción entre el orden
universal y el orden particular, nota Santo Tomás, permite comprender el
segundo error, ya que se fija en los órdenes particulares. De manera que: «no hay que extrañarse de que los egipcios, atribuyendo
el orden de las cosas humanas a los cuerpos celestes, sostuvieron que el
destino que proviene de los astros pudiese cambiarse mediante oraciones y
ritos, pues al margen de los astros, y sobre ellos, está Dios, que puede
impedir el efecto que se produciría en las cosas inferiores por influencia de
los cuerpos celestes». Creían, por consiguiente, que podía ser cambiado
cualquier orden particular.
También se explica el primero,
porque, en cambio, sólo se atiende al orden universal, que es inmutable. «Fuera del orden que comprende todas las cosas, nada
puede establecerse, que pueda subvertir el orden dependiente de la causa
universal. Por esto los estoicos, que reducían el orden de las cosas a Dios,
como a su causa universal, opinaban que dicho orden no puede cambiarse por
nada».
Además, de esta reducción: «se equivocaban en la consideración del orden universal,
al afirmar la inutilidad de la oración, juzgando, al parecer, que las
voliciones humanas y sus deseos, de los que proceden las oraciones, no estaban
comprendidos en dicho orden; porque cuando dicen que, recemos o no recemos, se
sigue, con todo, el mismo efecto del orden universal en las cosas, excluyen
evidentemente de dicho orden los deseos de quienes oran».
En cambio, replica Santo
Tomás: «si las oraciones se incluyen en el orden
universal, y así como por otras causas se siguen algunos efectos, también se
seguirán por ellas. Y entonces el excluir el efecto de la oración equivaldría a
excluir el efecto de todas las otras causas». Además: «si la inmutabilidad del
orden divino no priva a las demás causas de sus efectos, tampoco restará
eficacia a la oración». Por consiguiente: las
oraciones tienen valor, no porque cambien el orden de lo eternamente dispuesto,
sino porque están ya comprendidas en dicho orden».
Desde este argumento se
concluye finalmente, que: «no hay inconveniente en
que el orden particular de alguna causa inferior se cambie por la eficacia de
las oraciones, si lo permite Dios, que está sobre todas las cosas». Por
su trascendencia sobre los órdenes particulares, se explica que Dios: «no está sujeto necesariamente al orden de una causa
particular, sino que, al contrario, tiene bajo sí toda necesidad del orden de
las causas inferiores, como establecido por Él mismo».
587. ––¿Con la oración efectiva qué es lo que
cambia?
––Según lo explicado: «cuando en el orden de las causas inferiores establecido
por Dios se cambia algo por las oraciones de los fieles, dícese que Dios «se
arrepiente» o que «se convierte», no porque cambie su eterna disposición, sino
porque cambia alguno de sus efectos. Por eso dice San Gregorio que «Dios no
cambia su juicio, aunque cambie alguna vez la sentencia» (Moral,
XVI), es decir, no la que expresa su eterna disposición, sino aquella sentencia
que expresa el orden de las causas inferiores, según el cual, por ejemplo,
Ezequías había de morir o tal pueblo había de ser destruido por sus pecados. Y
tal cambio de sentencia se llama, en sentido traslaticio, «arrepentimiento divino», en cuanto que Dios se
asemeja al penitente, que cambia su conducta. Y de igual modo se dice
metafóricamente «que se aíra», porque, la castigar, hace como quien está airado»[5].
588. ––¿Si la oración es una gracia, para que sea
eficaz se debe estar en gracia de Dios?
––Sostiene Santo Tomás, en la Suma
teológica, que los efectos generales de la oración son tres: «El primero común a todos los actos imperados por la
caridad, es el mérito (…) El segundo efecto es propio de la oración. Y consiste
en impetrar (…) El tercer efecto de la oración es el que se produce en el acto
de orar, es decir, una cierta perfección espiritual del alma»[6].
Los dos primeros están referidos al futuro y el último incluye varios efectos
ya examinados.
En cuanto al mérito: «lo tiene la oración, al igual que los demás actos
virtuosos, eficacia de mérito por radicar en la caridad, cuyo objeto propio es
el bien eterno que gozaremos por nuestros méritos», obtenidos por la
gracia de Dios. También: «la eficacia de impetración la tiene por la gracia de
Dios, a quien oramos y por quien somos inducidos a orar. Por ello, dice San
Agustín: «Él no nos encarecería el orar si no fuese
porque quiere darnos» (Serm. 105, c. 1). Y San Juan Crisóstomo: «No niega sus beneficios al que ora quien precisamente
nos empuja con su misericordia para que no cesemos de orar» (Cf. Cadena
Áurea, en Lc, c. 18)»[7].
La oración sirve para merecer,
porque se basa en la virtud sobrenatural infusa de la caridad, pero «se sustenta en la fe (…) en lo que tiene de eficacia
impetratoria.. Por la fe conocemos la omnipotencia y misericordia divinas, que
no permite obtener lo que pedimos»[8]
o imploramos. La oración, para los dos efectos, necesita la gracia de Dios.
Para el efecto meritorio se requiere la gracia santificante, porque: «al igual que los demás actos virtuosos, la oración sin
la gracia santificante no es meritoria». Sin embargo, «la misma oración con que se impetra la gracia
santificante procede de una cierta gracia como de don gratuito, pues incluso el
mismo orar es «don de Dios», como dice San Agustín (Sobre la
perseverancia, c. 23)»[9].
El que ora lo hace porque ha
recibido una gracia actual que le inspira a orar, y, para la eficacia de su
oración, no es preciso que posea la gracia santificante, o que esté en gracia
de Dios. Sin embargo, su oración, aunque no esté en condiciones de merecer,
puede ser eficaz, por ser impetratoria o suplicante.
Por esto, la oración de los
pecadores puede ser escuchada. «El pecador no puede
orar con piedad en el sentido de que su oración sea informada por un hábito
virtuosos. Puede, sin embargo, ser piadosa su oración si pide algo
perteneciente a la piedad, del mismo modo que el que no tiene la virtud de la
justicia puede desear una cosa justa. Así, aunque su oración no es meritoria,
es, no obstante, impetratoria pues el mérito se funda en la justicia, mientras
que la impetración en la gracia»[10].
589. ––¿Los pecadores siempre consiguen lo que piden
en la oración?
––En este mismo lugar, explica
Santo Tomás que al pecador: «Dios le escucha, no
por justicia, pues no se lo merece el pecador, sino por su infinita
misericordia, con tal de que se salven esas cuatro condiciones (…) que ore por
sí mismo, que pida lo necesario para la salvación y que lo haga con piedad y
perseverancia»[11].
En la cuestión anterior,
incluso advierte que incluso la oración que puede ser meritoria no siempre lo
es, porque: «el mérito se ordena principalmente a
la bienaventuranza, y no es esto lo que nosotros siempre pedimos. Por tanto, si
esas otras cosas que alguien pide para sí no le van a ser útiles para conseguir
la bienaventuranza, no sólo no las merece, sino que, a veces, por el mero hecho
de pedirlas y desearlas, pierde el mérito: como en el caso de pedir a Dios el
cumplimiento del deseo de pecar, modo de orar que nada tiene de piadoso».
Hay todavía otra posibilidad,
que no quita el mérito de la oración, pero impide su fin, porque: «Otras veces
lo que se pide no es necesario para la salvación eterna ni manifiestamente
contrario a la misma. En este caso, aunque el orante puede merecer con su oración
la vida eterna, no merece, sin embargo, la obtención de lo que pide. De ahí las
palabras de San Agustín: «A quien pide a Dios con
fe verse libre de las necesidades de esta vida, no menor misericordia es
desoírle que escucharle. Lo que conviene al enfermo, mejor que él lo sabe el
médico» (Sentencia de Próspero de Aquitania,66)». Comenta seguidamente Santo Tomás que: «Por esta razón precisamente, porque no le convenía, no
fue escuchado San Pablo cuando pidió verse libre del aguijón de la carne».
Queda todavía un tercer caso: «si lo que se pide es útil para la bienaventuranza del
hombre, como conducente a su salvación, se lo merece en este caso no sólo con
la oración, sino también con las demás obras buenas. Recibe por eso, sin la menor
duda, lo que pide; pero a su debido tiempo. A este propósito escribe San
Agustín: «Algunas cosas no se las niega, sino que se las aplaza, para darlas en
el momento oportuno» (Trat. Evang de San Juan,102, s. 16, 23)».
Precisa que, en este caso en
que no se niega lo pedido por la oración: «aun esto
puede frustrarse si no se pide con perseverancia. Es por lo que dice San
Basilio: «La razón por la que a veces pides y no recibes es porque pides de
mala manera, o sin fe, o con ligereza, o lo que no te conviene, o sin
perseverancia» (Cons. Monast., c. 1)».
Recuerda, además, que: «puesto que un hombre no puede merecer con mérito de
condigno (o de justicia) la vida eterna para otro, tampoco, lógicamente, puede
merecer en algún caso para otros con mérito de condigno lo que a ella conduce»[12].
Ya había dicho que: «con mérito de condigno nadie
puede merecer para otro la primera gracia, a no ser Cristo. Porque cada uno de
nosotros es movido por Dios mediante el don de la gracia», que no se ha
dado como debida, sino gratuitamente.
En cambio: «con merito «congruo» (conveniencia de amistad) puede uno
merecer para otro la primera gracia, porque, cumpliendo la voluntad de Dios el
hombre que está en gracia, es conveniente, por cierta proporción de amistad,
que Dios cumpla la voluntad del hombre en la salvación de otro, aunque a veces
puede haber impedimento por parte de aquel cuya justificación desea el justo»[13].
Queda así explicado que: «no siempre es
escuchado quien ruega por otro»[14].
Concluye, por ello, Santo
Tomás: «Siempre, por consiguiente, se consigue lo
que se pide, con tal que se den cuatro condiciones juntas, a saber: pedir por
sí mismo, pedir cosas necesarias para la salvación, hacerlo con piedad y con
perseverancia»[15].
590. ––¿Qué quiere decir Santo Tomás con estas
cuatro condiciones?
––El conocido tomista Antonio
Royo Marín, al comentar la infalibilidad de la oración, hecha con las
condiciones indicadas por Santo Tomás, –«orar por
sí mismo», «pedir lo necesario para la salvación», «orar con piedad» y «orar con perseverancia»– explica en relación a la
primera: «La razón es porque la concesión de una
gracia divina exige siempre un sujeto dispuesto convenientemente a
recibirla, y el prójimo puede no estarlo. En cambio, el que ora para sí
mismo, ya se dispone de algún modo por el hecho de humillarse ante Dios».
Hay una segunda razón: «Cuando alguien pide una gracia para sí, es evidente que
quiere recibir esa gracia. En cambio, no podemos estar ciertos de que el
prójimo querrá recibir la gracia que estamos pidiendo para él. Dios respeta la
libertad del hombre y no suele conceder sus gracias a quien no quiere
recibirlas». Si Dios quiere puede cambiar la elección negativa del
hombre, sin que pierda su libertad, pero no tenemos la seguridad de que Dios
conceda siempre esta gracia infrustrable, ni que la conceda por nuestra
oración.
También precisa Royo Marín
que: «Lo cual no quiere decir que no pueda
alcanzarse nada para el prójimo –lo que sería falsísimo–, sino que no podemos
tener la seguridad infalible de alcanzarlo, ya que no nos consta si el
prójimo está convenientemente dispuesto ante Dios para recibir esta gracia» Siempre:
«Podemos, ciertamente, pedir a Dios que le disponga
por un efecto de su misericordia infinita. Pero si el prójimo se empeña
obstinadamente en rechazar esa gracia, se quedará sin ella», salvo que
Dios cambie su decisión. Si no es así: «Dios
utilizará nuestra oración para concedernos a nosotros o a otra persona la
gracia que aquel insensato rechazó. Por eso la oración nunca jamás resulta
inútil, en una forma o en otra»[16].
591. ––¿Qué significa «lo necesario de la
salvación»
Respecto a la segunda
condición de la infalibilidad de la oración, pedir cosas necesarias para la salvación:
«se comprende sin esfuerzo que tiene que ser así.
Sería una desgracia y un verdadero castigo de Dios obtener de Él alguna cosa
que pudiera ser obstáculo a nuestra salvación eterna, por muy halagüeña que de
momento pudiera resultarnos en esta vida (por ejemplo, la salud corporal,
riqueza, bienestar, etc.). Por donde se ve la insensatez de muchas oraciones
que recaen exclusivamente sobre estas cosas temporales, sobre todo cuando se
piden a Dios con demasiada insistencia y poca conformidad con su voluntad
divina. El mayor castigo que podría caer sobre el que ora de manera tan
inconveniente sería el que Dios escuchase su oración concediéndole lo que pide»[17].
Sobre esta condición de segura
eficacia, concreta el teólogo dominico, en otra obra: «Todo
cuanto de alguna manera sea necesario o conveniente para nuestra salvación, cae
bajo el objeto impetratorio infalible de la oración. En este sentido, podemos
impetrar por vía de oración el desarrollo o incremento de las virtudes infusas,
de los dones del Espíritu Santo (que pueden ser también objeto del mérito) e
incluso aquellas cosas que no pueden ser merecidas de ningún modo Tales
son, por ejemplo, las gracias actuales eficaces para no caer en pecado
grave o para cualquier otro acto saludable y el don soberano de la perseverancia
final, o sea la muerte en gracia de Dios, conectada infaliblemente con la
salvación eterna. La santa Iglesia, guiada y conducida por el Espíritu Santo,
pide continuamente en su liturgia estas gracias soberanas, que nadie puede
estrictamente merecer»[18].
592. ––¿Qué incluye la condición de «piadosamente»?
––Nota Royo Marín que: «esta condición puede desdoblarse en varios elementos
integrantes. Y así, para que la oración sea verdaderamente piadosa, es preciso
que se haga con humildad (nada le podemos exigir a Dios), con atención
(¿cómo queremos que Dios nos escuche si ni siquiera nos escuchamos nosotros
cuando estamos voluntariamente distraídos?), con firme confianza, como
nos enseña el Evangelio y el apóstol Santiago (Sant 1, 6), y en nombre de nuestro
Señor Jesucristo, como El nos lo mandó y hace siempre la Iglesia en todas
sus oraciones litúrgicas»[19].
Estos cinco requisitos que: «en esa sola palabra incluye y resume Santo Tomás todas
las condiciones que se requieren por parte del sujeto que ora»,
se encuentran en la Escritura. «a) Humildad: «Dios resiste a los soberbios, y a los humildes da la gracia» (St
4,6). b) Firme confianza: «Pero pida con fe,
sin dudar en nada» (St 1,6). c) En nombre de Cristo: «El Padre os dará todo lo que cuanto pidiereis en mi
nombre» (Jn 16, 23). d) Atención: la
distracción voluntaria es una irreverencia que se compagina mal con la petición
de una limosna. ¿Cómo queremos que Dios nos escuche si ni siquiera nos
escuchamos nosotros mismos?»[20].
A diferencia de otros autores,
sostiene el conocido tomista que: «no se requiere,
necesariamente, el estado de gracia en el que ora. Una cosa es el mérito sobrenatural
de una obra (que requiere siempre el estado de gracia como condición
indispensable) y otra muy distinta la impetración o demanda de una
limosna. Esta última puede conseguirla también el pecador, ya que se funda en
la pura liberalidad y misericordia de Dios y no en una exigencia de justicia,
como el mérito sobrenatural. Si bien, es cosa clara, el estado de gracia es
convenientísimo para obtener de Dios lo que pedimos en la oración»[21].
Esta misma cuestión la plantea
Santo Tomás en la siguiente objeción: «Los pecadores
no pueden merecer nada, por faltarles tanto la gracia como la caridad» que
es «lo esencial de la piedad», según dice la Glosa»[22].
Reconoce en la respuesta, que
la resuelve, que: «El pecador no puede orar
piadosamente en el sentido de que su oración esté informada por un hábito
virtuoso», por una virtud sobrenatural de la que carece por no estar en
gracia de Dios en absoluto. Afirma que, sin embargo: «puede
ser piadosa su oración si pide algo perteneciente a la piedad; del mismo modo
que el que no tiene el hábito de la justicia puede, sin embargo, querer alguna
cosa justa. Así, aunque su oración no sea meritoria, puede, sin embargo,
ser impetratoria, porque el mérito se apoya en la justicia, mientras que
la impetración en la gracia»[23],
que es liberalidad o generosidad.
Por ello, concluye Royo Marín
que: «aunque indudablemente el estado de gracia sea
convenientísimo para la eficacia infalible de la oración, no es absolutamente
necesario. Una cosa es exigir un jornal debido en justicia y otra muy distinta
pedir una limosna; para esto último no hacen falta otros títulos que la
necesidad y miseria. Lo que siempre es necesario es el previo empuje de la
gracia actual, que puede darse y se da de hecho en los mismos pecadores»[24].
593. ––¿Por qué hay que orar con perseverancia?
–– La razón de esta cuarta
condición para obtener infaliblemente lo que se pide en la oración, la da
también Royo Marín al decir que: «Lo inculcó
repetidamente el Señor en el Evangelio. Recuérdense las parábolas del amigo
importuno, que pide tres panes (Lc 11, 5-13); la del juez inicuo, que hace
justicia a la vida importuna (Lc 18, 1-5); el episodio emocionante de la
cananea que insiste a pesar de la aparente repulsa (Mt 15, 21-28); etc., y,
sobre todo, el ejemplo sublime del mismo Cristo: «estuvo toda la noche orando a
Dios» (Lc 6, 12); y en Getsemaní: «Lleno de angustia oraba con mayor
insistencia» (Lc 22, 44)»[25].
En la Suma contra gentiles, en este capítulo
dedicado a la falibilidad e infalibilidad de la oración recuerda Santo Tomás,
por ser una gracia, como se ha explicado en el capítulo anterior, por la
oración: «Dios mueve a desear que cumpla los
deseos», pero tales deseos no deben impedirse o no secundarse para que lleguen
a su «debido efecto». Por consiguiente, «si el movimiento del deseo no se prolonga
por la ración insistente»[26]
la oración no es infalible.
Comenta Royo Marín que: «No sabemos cuántas veces querrá Dios que repitamos
nuestra oración para obtener lo que pedimos. En todo caso, la dilación más o
menos prolongada se ordena a nuestro mayor bien: para redoblar nuestra
confianza en Él, nuestra fe, nuestra perseverancia, etc., etc. Pero tengamos la
seguridad absoluta que, si nuestra oración reúne las condiciones que acabamos
de señalar, obtendrá infaliblemente más pronto más tarde, lo que en ella
pedimos a Dios»[27].
Precisa Santo Tomás, en la Suma Teológica, que la oración: «considerada en si misma, no puede ser continua, pues
otras obligaciones nos reclaman». No, en cambio, si se considerada en
sus causas, porque: «La causa de la oración es el
deseo de caridad, del cual procede la oración. Este deseo debe ser continuo en
nosotros, actual o virtualmente, pues la virtud de este deseo permanece en
todas las obras hechas por caridad y al decir San Pablo: «todo hay que hacerlo
para gloria de Dios» (1 Co 10, 31). En este sentido, la oración debe ser
continua, y así dice San Agustín: «En la fe,
esperanza y caridad, el deseo incesante nos hace orar continuamente» (Epist.
130, c.9)»[28].
Además, debe tenerse en
cuenta, como explica Royo Marín, que: «De hecho, en
la práctica obtenemos muchísimas cosas de Dios sin reunir todas estas
condiciones, por un efecto sobreabundante de la misericordia divina. Pero,
reuniendo esas condiciones obtendríamos siempre, infaliblemente –por la promesa
divina y fidelidad de Dios a sus palabra-, incluso aquellas gracias que, como
la perseverancia final, nadie absolutamente puede merecer, sino solamente
impetrar»[29].
Con ello, Royo Marín, prueba
su tesis: «La oración, revestida de las debidas
condiciones, obtiene infaliblemente lo que pide en virtud de las promesas de
Dios». Afirma incluso que: «Esta tesis parece de fe por la claridad con que se
nos manifiesta en la Sagrada Escritura la promesa divina»[30].
Cita los siguientes textos de
la misma: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis;
llamad y se os abrirá; Porque quien pide, recibe; quien busca; halla; y a quien
llama se le abre» (Mt 7, 7-8); «Y todo cuanto pidiereis con fe en la oración lo
recibiréis» (Mt 21, 22); «Y lo que pidiereis en mi nombre, eso haré, para que
el Padre sea glorificado en el Hijo; si me pidiereis alguna cosa en mi nombre,
yo lo haré» (Jn 14, 13-14); «Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en
vosotros, pedid lo que quisiereis y se os dará» (Jn 15, 7); «… para que cuanto
pidiereis al Padre en mi nombre os lo dé» (Jn 15, 16); «En verdad, en verdad os
digo: Cuanto pidiereis al Padre os lo dará en mi nombre. Hasta ahora no habéis
pedido nada en mi nombre; pedid y recibiréis, para que sea cumplido vuestro
gozo» (Jn 16, 23-24); «Y la confianza que tenemos en Él es que, si le pedimos
alguna cosa conforme con su voluntad, Él nos oye. Y si sabemos que nos oye en
cuanto le pedimos, sabemos que obtenemos las peticiones que le hemos hecho»
(1 Jn 5, 14-15)»[31].
594. ––San Alfonso María de Ligorio escribía: «Quien
ora se salva ciertamente, y quien no reza ciertamente se condena»[32].
¿Con la oración, realizada con las cuatro condiciones, se puede obtener la
perseverancia final o salvación?
––Como conclusión a su
exposición de la doctrina de Santo Tomás sostiene Royo Marín que: «Es moralmente imposible que deje de obtener de Dios el
gran don de la perseverancia final quien se lo pida ferviente y diariamente por
intercesión de María»[33].
Concreta seguidamente el teólogo dominico: «Es
moralmente imposible que deje de obtener de Dios por intercesión de María, el
gran don de la perseverancia final todo aquel que rece diaria y piadosamente el
santo rosario con esta finalidad».
Queda probada esta segunda
afirmación, por la siguiente razón: «El rosario
mariano, recitado diaria y piadosamente (…) reúne en grado superlativo
todas las condiciones para la eficacia infalible de la oración, añadiendo, por
si algo faltara, la intercesión omnipotente de María».
El rezo del rosario: «cumple en absoluto todas las condiciones para la
eficacia infalible de la oración (…): 1.ª Se pide algo para sí mismo: la propia
perseverancia final o muerte en gracia de Dios. 2.ª Algo necesario o
conveniente para la salvación; sin la perseverancia final es absolutamente
imposible salvarse. 3ª. Piadosamente, es decir, con fe (nos dirigimos a Dios,
nuestro Padre, y a María, nuestra Madre), con humildad («perdónanos nuestras
deudas…, ruega por nosotros, pecadores…») en nombre de nuestro señor Jesucristo
(cuya oración –el Padre nuestro– recitamos al frente de cada uno de los
misterios) y por intercesión de María (a la que va dedicado el rosario entero)»[34].
Por último: «4ª. Con
perseverancia: ¡Cincuenta veces diarias pidiendo a María que ruegue por
nosotros en la hora de nuestra muerte! ¿Puede pedirse mayor insistencia y
perseverancia en la oración de súplica? (…) ¿Puede concebirse acaso que María
deje de asistir efectiva y eficazmente a la hora de la muerte a quien se lo
pidió durante toda su vida cincuenta o ciento cincuenta veces cada día? La
imposibilidad moral se hace tan grande que casi puede hablarse de imposibilidad
prácticamente metafísica. Como se ve, afirmar que el rezo piadoso y diario del
santo rosario es una señal grandísima de predestinación y una especie de
«seguro infalible de salvación» no es una afirmación gratuita e irresponsable,
sino una conclusión rigurosamente teológica, que resiste el examen de la
crítica más severa»[35].
Eudaldo Forment
[19] ÍDEM, La
oración del cristiano, op. cit., p. 14. Debe pedirse: «con fe, sin vacilar
» (St, 1, 6) o sin dudar, creyendo firmemente que Dios nos va a conceder lo
pedido por su bondad.
[23] Ibíd.,
II-II, q. 83, a. 16, ad 2. De manera que: «el valor meritorio e impetratorio
de la oración obedece a distintas causas. Pues el mérito consiste en cierta
adecuación entre el acto y el fin a que se ordena, el cual se le da como
premio; por el contrario, la impetración se apoya en la liberalidad de la
persona a quien se ruega; pues en ocasiones impetra uno lo que no merece, fiado
en la liberalidad de aquel a quien suplica» (Ibíd., Supl., q. 72, a. 3, ad 4..
[32] S. Alfonso
María de Ligorio. De la importancia de la oración para alcanzar de
Dios todas las gracias y la salud eterna, trad. Joaquín Roca y Cornet,
Barcelona, Pons y Cia, Editores Católicos, 1869, I, c. 1, p. 16.
[35] Íbíd., p. 425.
Refiere el filósofo tomista Ignacio Mª Azcoaga, amigo y discípulo de Fray
Antonio Royo Marín, que el fraile dominico, en 1985, en su predicación,
el día de la Virgen del Rosario en el convento de las Dominicas de San
Sebastián afirmó: «En nombre de Dios os lo aseguro, si rezáis bien el Rosario
os habéis de salvar infaliblemente» (Ignacio Mª Azcoaga Bengoechea, El
Corazón de Jesús en el tercer milenio. Al servicio de la «civilización del amor»,
San Sebastián, Antza, 2018, 1ª ed. 2 vols., vol. I , «El Rosario y la salvación
eterna», pp. 317-323, p. 317).
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