Los hechos más sorprendentes resultan ser
los más creíbles.
Jean Sévillia explica que los hechos más
humanamente incomprensibles sobre la Virgen María, como su virginidad perpetua
o su Ascensión, han llegado hasta nosotros de una forma que ratifica su
credibilidad.
Historiador
y periodista, padre de seis hijos y abuelo de quince nietos, Jean
Sévillia es colaborador habitual de diversas publicaciones
católicas francesas y de las páginas culturales de Le
Figaro, donde, con motivo de las
fiestas navideñas, escribió un artículo que recoge todo lo que
sabemos fehacientemente sobre su segunda gran protagonista: la Madre de Dios. Cari
Filii News tradujo y recogió este
artículo.
¿QUIÉN
FUE VERDADERAMENTE LA VIRGEN?
El
nacimiento de Jesús, que se celebra a partir del siglo III el 25 de diciembre y
que representa a Jesús en el pesebre, rodeado de José y María, es uno de los
temas más representados en el arte religioso occidental. Sin embargo,
paradójicamente, la Natividad es, por
parte de los evangelistas, un relato escueto. Mateo se limita a decir
que sucedió «en Belén de Judea en tiempos del rey
Herodes» y que, convocados por este, los magos fueron al lugar donde
estaba «el niño con María, su madre» y,
cayendo de rodillas, le adoraron (Mt 2, 1-12). Lucas, un poco más explícito,
relata que el Niño vino al mundo durante un viaje que hizo José para
empadronarse; al no encontrar alojamiento en Belén, María tuvo que dar a luz en
condiciones precarias y recostar al niño «en un
pesebre» (Lc 2, 1-7).
Miles de
pinturas, dibujos y esculturas retratan, desde hace al menos dieciséis siglos,
a María con su Hijo. Sin embargo, ignoramos el verdadero rostro de esta mujer,
a pesar de que una tradición sostiene
que el apóstol San Lucas pintó un icono de la Madre de Dios
que, después, habría entregado a su discípulo Teófilo, y que la emperatriz
Eudocia, viuda de Teodosio el Joven, en el siglo V, habría recuperado en
Palestina: una copia de este icono se
encuentra en la Basílica de Santa María la Mayor.
Sin
embargo, María no es un personaje de ficción: en el momento en que se demostró la existencia de Jesús, por definición,
se demostró también la de su madre. Los hechos los conocemos por los
Evangelios. Jesús nació en tiempos del rey Herodes el Grande, que murió en
el 4 a.C. Dionisio El Exiguo (siglo V) fijó el inicio de nuestra era con un
error de unos cuantos años con respecto a la cronología romana, por lo que la
venida al mundo de Cristo tuvo lugar antes de esta fecha. Ocho días después de
su nacimiento se le impuso el nombre de Jesús y fue circuncidado,
conforme a la ley judía. Después, José y María, para escapar a la persecución
de Herodes, que había ordenado matar a todos los niños de menos de dos años de
Belén, huyeron a Egipto antes de volver a Galilea después de la muerte del rey.
SABEMOS
POCO SOBRE LA INFANCIA DE JESÚS
De la
infancia de Jesús, recordada sólo por Mateo y Lucas, no sabemos casi nada. Los cuatro Evangelios, en cambio, hablan sobre
Juan Bautista, predicador popular que, instalado a orillas del Jordán en el año
27 de nuestra era, anuncia la llegada inminente del reino de Dios y da por
signo el bautismo por inmersión en el río. Jesús es bautizado por Juan, que le
reconoce como el mesías anunciado por los profetas y esperado por los judíos.
Hacia el
año 28, al final de su estancia en el desierto, Jesús empieza su ministerio
predicando en Galilea y en Judea, multiplicando los milagros. Su primer viaje a
Jerusalén puede fecharse en la Pascua del año 28 (expulsión de los mercaderes
del Templo). La multiplicación de los panes, según los exegetas, tuvo lugar un
año más tarde, en el transcurso de la Pascua del año 29. En ese momento, la
multitud quiere proclamarle rey de Israel y desencadenar la revuelta contras
los romanos, que ocupan el país. Ante esta petición, Jesús responde que su
reino «no es de este mundo». En compañía de sus discípulos, sube otras cuatro
veces a Jerusalén. Los historiadores
están de acuerdo en el hecho de que fue arrestado, juzgado y condenado a muerte
en Jerusalén, durante la Pascua del año 30, bajo el reinado del
emperador Tiberio y la administración romana del prefecto Poncio Pilato. La
vida pública de Jesús duró tres años.
«SOY
LA ESCLAVA DEL SEÑOR, HÁGASE EN MÍ SEGÚN TU PALABRA»
Respecto
a María, en cambio, los Evangelios son de una gran discreción. Lucas cita doce veces su nombre, Mateo cinco y
Marcos una sola vez. Juan, por su parte, la llama la «madre
de Jesús». María -Myriam en hebreo o en arameo, Mariam o Maria en griego- aparece también en los Hechos de
los Apóstoles, un libro del Nuevo Testamento atribuido generalmente a
Lucas, como también en los apócrifos, escritos al inicio de la evangelización y
a los que la Iglesia no les reconoce el estatuto canónico y cuyos autores no
son reconocidos o realmente identificados, pero cuya antigüedad y autenticidad
no son puestos en duda, lo que les da un valor histórico.
El Protoevangelio
de Santiago, que data del siglo II, retoma relatos populares que no pueden ser
descartados, procedentes de una sociedad en la que el conocimiento se
transmitía de manera oral. Este texto relata que María nació de dos padres
ancianos, Ana y Joaquín. Jean-Christian Petitfils recuerda que estos pertenecían al mismo clan davídico de José, el carpintero de Nazaret,
considerado el heredero directo de la dinastía y al que dieron a su hija en
matrimonio. En esa época, entre los judíos, el compromiso tenía
carácter definitivo y obligaba a la fidelidad: la cohabitación sólo se permitía
al cabo de un año, después del matrimonio. Ahora bien, María, una joven de 14 ó
15 años, había hecho, por razones religiosas, un voto de virginidad perpetua, y
no sabemos si este voto era secreto.
En la
escena de la Anunciación, Lucas
describe la llamada que María, ya comprometida, recibe en Nazaret. El ángel
Gabriel le anuncia el nacimiento de Jesús: «Será
grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David,
su padre». María se asombra, puesto que es virgen; el ángel responde: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti [...] El Santo que va
a nacer será llamado Hijo de Dios». María, entonces, asiente: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu
palabra» (Lc 1, 26-38). Más tarde, cuando va a visitar a su prima
Isabel, embarazada del profeta Juan Bautista, su alegría estalla, en el
episodio de la Visitación, en el canto del Magnificat: «Proclama
mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador,
porque ha mirado la humildad de su esclava» (Lc 1, 39-56).
José,
mientras tanto, se entera del estado de su futura esposa, embarazada «antes de vivir juntos». Según el evangelista
Mateo, este hombre «justo, que no quería difamarla,
decidió repudiarla en privado». Sin embargo, José recibió la visita del
ángel del Señor: «José, hijo de David, no temas
acoger a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu
Santo» (Mt 1, 18-20). El humilde carpintero comprende así que el plan de Dios era que María tuviera un
marido protector, y su hijo un padre que le alimentara.
Lucas
cuenta lo que sucede a continuación: el nacimiento de Juan Bautista, seguido,
seis meses después, por el de Jesús y la llegada de los pastores, la
circuncisión del niño en el octavo día, su presentación en el Templo cuarenta
días después del parto y la profecía
del anciano Simeón a María: «Este ha sido
puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de
contradicción -y a ti misma una espada te traspasará el alma-, para que se
pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones» (Lc 2, 1-35).
MARÍA
Y JESÚS EN LAS BODAS DE CANÁ
En el
silencio de Nazaret, María «conservaba todo esto en
su corazón», escribe San Lucas (2, 51). Sólo de manera progresiva ella
se dará cuenta del sentido de lo que custodiaba y meditaba, hasta llegar al
Calvario, al que Simeón había aludido. Cuando Jesús crece, María comparte su vida con Él en Nazaret, en
el taller de José. Cuando Él empieza su predicación, ella le acompaña en
sus dos primeras subidas a Jerusalén. La invitan con Él a las bodas de Caná y es ella la que sugiere su primer signo,
transformar el agua en vino. Ella está con Él en Jerusalén, durante la
Pascua del año 30. Y está a los pies de la Cruz cuando su Hijo, antes de morir, la confía a su discípulo Juan
(Jn 19, 26-27). En Pentecostés,
María está en la habitación de arriba, donde los discípulos, que forman la
Iglesia naciente, reciben la efusión del Espíritu. El Nuevo Testamento no
precisa cuándo ni cómo ella abandona este mundo, pero la tradición relata que vive el resto de su vida con el apóstol Juan, en
Éfeso (actual Turquía), según ciertas fuentes que contradicen los datos
arqueológicos, o lo más seguramente en Jerusalén.
El único
título que María se da a sí misma dos veces (Lc 1, 38 y 48) es el de «esclava» o «sierva». Con
humildad y sencillez, esta mujer pobre aceptó su misión: dar una existencia humana al hijo de Dios. Pero la Iglesia primitiva no le rendía culto.
Según René Laurentin,
las razones son la exclusividad del culto dado a Cristo, los prejuicios del
ambiente que limitaban la actitud renovadora del cristianismo que, por medio
del bautismo, iguala a los hombres y las mujeres, y la voluntad de no equiparar
a la Virgen con las diosas paganas.
Fue, por
lo tanto, a través de un largo trabajo de estructuración teológica, efectuado a
partir de las Escrituras y de la Tradición, que la madre de Cristo ocupará su
lugar en la religión cristiana. Venerada desde el siglo II, María es denominada, a partir del siglo III, la Theotokos,
del griego theos, «dios», y tokos,
«concepción»: la que ha concebido a Dios. Pero en el año 428, Nestorio, el patriarca de
Constantinopla, se opone a este nombre con el pretexto de separar en Jesús la
persona divina de la persona humana: María, a partir de entonces, sólo puede
ser madre de la persona humana. En el
431, el concilio de Éfeso condena la doctrina de Nestorio -el nestorianismo- y
confirma el título de Theotokos de
María. En el año 451, el concilio de Calcedonia define la doble
naturaleza de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, engendrado por el
Padre en virtud de su naturaleza divina y engendrado por María Theotokos en virtud de su naturaleza
humana.
PARA
LA IGLESIA CATÓLICA, MARÍA HA NACIDO SIN PECADO ORIGINAL
A partir
del siglo XI, con el apelativo de «Nuestra Señora»,
la figura de María se impone en la Iglesia de Occidente. La mariología,
disciplina teológica de pleno derecho, llena las bibliotecas con tratados
llenos de sabiduría. En 1854, el Papa
Pío IX proclama el dogma de la Inmaculada Concepción. Este,
contrariamente al error que se comete habitualmente, no tiene nada que ver con
el nacimiento de Jesús, sino que afirma que la Virgen, por una gracia única, ha
sido preservada del pecado original. Madre de Cristo, Virgen y Santa, María,
por medio de su fiat, signo espontáneo de obediencia a Dios, ejerce un
papel en la economía de la salvación, porque es por medio de ella que el
Salvador vino a estar entre los hombres. Los escritos de los Padres de la
Iglesia, los textos litúrgicos, los documentos pontificios o la devoción
popular le atribuyen cientos de títulos
y dignidades: Templo de Dios y Puerta del Cielo, Arca que ha llevado a
Dios en ella, Hija de Sión, Reina de los apóstoles,
Reina de los cielos, Reina de prodigios, Nueva Eva, Madre de Dios, Santa Madre,
etc.
Según la
Iglesia, María, madre de Cristo, permaneció virgen en razón de la dignidad de
su misión y de su lugar cerca de su Hijo en la obra de la Redención. ¿Cómo habría podido tener otros hijos? Los «hermanos de
Jesús» nombrados por el Evangelio son, en realidad, primos, parientes cuyas madres no se confunden, por cierto, con María de
Nazaret. Los primeros cristianos, en consecuencia, nunca dudaron que María de
Nazaret fuera la madre de Dios, y tampoco dudaron de su virginidad. Siguiendo
su ejemplo, la Iglesia nunca ha dejado de afirmar que María era virgen antes y después del nacimiento de Cristo, porque
esta mujer «muy santa y muy pura carnal y espiritualmente, fue concebida por
Dios para que diera a luz a un solo hijo, el suyo», observa Jean-Christian
Petitfils, hablando aquí como cristiano. Pero, hablando como
historiador, subraya que no sólo «la concepción
virginal era tan poco creíble ayer como hoy», sino que además «iba contracorriente con el contexto cultural del Antiguo
Testamento, en el que la virginidad era percibida de manera negativa». Y
Petitfils añade: «Mateo y Lucas, lejos de haber
inventado la idea de la concepción original, la heredaron de relatos
anteriores, orales o escritos», lo que
demuestra la fuerza de esta versión de los hechos, «más bochornosa que alentadora en el contexto judío del
momento».
La
concepción virginal de Jesús, ¿mito o verdad
histórica? Respondiendo a esta pregunta, Joseph Ratzinger observa que el parto de la Virgen y la resurrección de
Jesús son ambos «un escándalo para el espíritu
moderno» porque se le permite
a Dios actuar «en las ideas y los pensamientos, en la esfera espiritual, pero
no en la materia». Ahora bien, añade el Papa teólogo, «si
Dios no tiene poder también sobre la materia, entonces no es Dios», observación
que le permite concluir que «la concepción y el nacimiento de Jesús de la
Virgen María son un elemento fundamental de nuestra fe» (La infancia de Jesús,
págs. 62-63).
LA
MUERTE DE MARÍA ES UN MISTERIO
Otro
misterio para el espíritu moderno: no sabemos nada del final de María, que pudo
ser enterrada en Getsemaní, en el valle de Cedrón, en Jerusalén. Para recordar
su final glorioso y su paso a la vida celeste los católicos hablan de Asunción, los ortodoxos de Dormición. Ambas fórmulas tienen
significados teológicos cercanos, que implican que el cuerpo de María,
preservado de la corrupción, fue elevado al cielo. Citada desde el siglo II,
erigida en dogma por Pío XII en 1950, la tradición de la Asunción se vincula a
este hecho histórico: en ningún momento, ni siquiera en la Edad Media cristiana, que produjo miles de falsas
reliquias, se ha venerado una reliquia corporal de María.
Sin duda
alguna, la madre de Jesús suscitó pronto un fervor y unos excesos que llevaron
a un discernimiento crítico. En reacción a estos excesos, el protestantismo tuvo un enfoque más
reservado hacia María, aunque tanto Lutero como Calvino reconocen en ella «la que engendró a Dios». En el siglo XX el
teólogo Karl Barth se esforzó en rehabilitar a María en el contexto de la
Reforma. En el islam, en cambio,
la veneración hacia María no es hacia la madre de Dios, sino hacia la madre de
Issa (Jesús), que es un simple profeta.
De las
2400 apariciones de la Virgen documentadas por los historiadores, sólo una pequeñísima parte ha
sido oficialmente reconocida por la Iglesia. Entre ella, destacan
Guadalupe en México, Lourdes en Francia, Fátima en Portugal, Zeitoun en Egipto
o Kibeho en Ruanda. Las apariciones marianas no son un dogma de fe -ningún
cristiano está obligado a creer en ellas-, pero alimentan de hecho una piedad
popular que atraviesa los siglos y las fronteras.
La
atracción de María es tal que está
presente no sólo en la oración de los cristianos, sino a veces en la de quienes
han perdido la fe, como nos recuerda el poeta, muerto hace cien años, Guillaume Apollinaire (1880-1918,
"Prière", en Le Guetteur mélancolique):
Cuando era un niño pequeño mi madre solo me vestía de azul y blanco. Oh,
Santa Virgen, ¿me amas todavía? Yo estoy seguro de que te amaré hasta la
muerte. Pero ahora todo ha acabado. No creo ni en el cielo ni en el infierno. Ya
no creo, ya no creo. El marinero que se salvó por no haberse olvidado nunca de
decir cada día un Avemaría se parecía a mí, se parecía a mí.
Traducción de Elena Faccia Serrano.
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