Con motivo de la 53 Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, que
se celebrará el domingo 2 de junio, el Vaticano hizo público este jueves 24 de
enero un Mensaje del Papa Francisco en el que advierte del riesgo de que
internet y las redes sociales, en vez de ser “ser
una ventana abierta al mundo”, se conviertan “en
un escaparate en el que exhibir el propio narcisismo”.
“La red constituye una ocasión para favorecer el
encuentro con los demás, pero puede también potenciar nuestro autoaislamiento,
como una telaraña que atrapa. Los jóvenes son los más expuestos a la ilusión de
pensar que las redes sociales satisfacen completamente en el plano relacional;
se llega así al peligroso fenómeno de los jóvenes que se convierten en
‘ermitaños sociales’, con el consiguiente riesgo de apartarse completamente de
la sociedad”.
A continuación, el texto completo del Mensaje del
Papa Francisco:
Queridos hermanos y hermanas:
Desde que internet ha estado disponible, la Iglesia siempre ha intentado
promover su uso al servicio del encuentro entre las personas y de la
solidaridad entre todos. Con este Mensaje, quisiera invitarles una vez más a
reflexionar sobre el fundamento y la importancia de nuestro estar-enrelación; y
a redescubrir, en la vastedad de los desafíos del contexto comunicativo actual,
el deseo del hombre que no quiere permanecer en su propia soledad.
LAS METÁFORAS DE LA “RED”
Y DE LA “COMUNIDAD”
El ambiente mediático es hoy tan omnipresente que resulta muy difícil
distinguirlo de la esfera de la vida cotidiana. La red es un recurso de nuestro
tiempo. Constituye una fuente de conocimientos y de relaciones hasta hace poco
inimaginable.
Sin embargo, a causa de las profundas transformaciones que la tecnología
ha impreso en las lógicas de producción, circulación y disfrute de los
contenidos, numerosos expertos han subrayado los riesgos que amenazan la
búsqueda y la posibilidad de compartir una información auténtica a escala
global.
Internet representa una posibilidad extraordinaria de acceso al saber;
pero también es cierto que se ha manifestado como uno de los lugares más
expuestos a la desinformación y a la distorsión consciente y planificada de los
hechos y de las relaciones interpersonales, que a menudo asumen la forma del
descrédito.
Hay que reconocer que, por un lado, las redes sociales sirven para que
estemos más en contacto, nos encontremos y ayudemos los unos a los otros; pero
por otro, se prestan también a un uso manipulador de los datos personales con
la finalidad de obtener ventajas políticas y económicas, sin el respeto debido
a la persona y a sus derechos. Entre los más jóvenes, las estadísticas revelan
que uno de cada cuatro chicos se ha visto envuelto en episodios de acoso
cibernético.
Ante la complejidad de este escenario, puede ser útil volver a
reflexionar sobre la metáfora de la red que fue propuesta al principio como
fundamento de internet, para redescubrir sus potencialidades positivas. La
figura de la red nos invita a reflexionar sobre la multiplicidad de recorridos
y nudos que aseguran su resistencia sin que haya un centro, una estructura de
tipo jerárquico, una organización de tipo vertical. La red funciona gracias a
la coparticipación de todos los elementos.
La metáfora de la red, trasladada a la dimensión antropológica, nos
recuerda otra figura llena de significados: la comunidad. Cuanto más
cohesionada y solidaria es una comunidad, cuanto más está animada por
sentimientos de confianza y persigue objetivos compartidos, mayor es su fuerza.
La comunidad como red solidaria precisa de la escucha recíproca y del diálogo
basado en el uso responsable del lenguaje.
Es evidente que, en el escenario actual, la social network community no
es automáticamente sinónimo de comunidad. En el mejor de los casos, las
comunidades de las redes sociales consiguen dar prueba de cohesión y
solidaridad; pero a menudo se quedan solamente en agregaciones de individuos
que se agrupan en torno a intereses o temas caracterizados por vínculos
débiles.
Además, la identidad en las redes sociales se basa demasiadas veces en
la contraposición frente al otro, frente al que no pertenece al grupo: este se define a partir de lo que divide en lugar de lo
que une, dejando espacio a la sospecha y a la explosión de todo tipo de
prejuicios (étnicos, sexuales, religiosos y otros).
Esta tendencia alimenta grupos que excluyen la heterogeneidad, que
favorecen, también en el ambiente digital, un individualismo desenfrenado,
terminando a veces por fomentar espirales de odio. Lo que debería ser una
ventana abierta al mundo se convierte así en un escaparate en el que exhibir el
propio narcisismo.
La red constituye una ocasión para favorecer el encuentro con los demás,
pero puede también potenciar nuestro autoaislamiento, como una telaraña que
atrapa. Los jóvenes son los más expuestos a la ilusión de pensar que las redes
sociales satisfacen completamente en el plano relacional; se llega así al
peligroso fenómeno de los jóvenes que se convierten en “ermitaños
sociales”, con el consiguiente riesgo de apartarse completamente de la
sociedad.
Esta dramática dinámica pone de manifiesto un grave desgarro en el
tejido relacional de la sociedad, una laceración que no podemos ignorar.
Esta realidad multiforme e insidiosa plantea diversas cuestiones de
carácter ético, social, jurídico, político y económico; e interpela también a
la Iglesia. Mientras los gobiernos buscan vías de reglamentación legal para
salvar la visión original de una red libre, abierta y segura, todos tenemos la
posibilidad y la responsabilidad de favorecer su uso positivo.
Está claro que no basta con multiplicar las conexiones para que aumente
la comprensión recíproca. ¿Cómo reencontrar la
verdadera identidad comunitaria siendo conscientes de la responsabilidad que
tenemos unos con otros también en la red?
“SOMOS MIEMBROS UNOS DE
OTROS”
Se puede esbozar una posible respuesta a partir de una tercera metáfora,
la del cuerpo y los miembros, que san Pablo usa para hablar de la relación de
reciprocidad entre las personas, fundada en un organismo que las une. «Por lo tanto, dejaos de mentiras, y hable cada uno con
verdad a su prójimo, que somos miembros unos de otros» (Ef 4,25).
El ser miembros unos de otros es la motivación profunda con la que el
Apóstol exhorta a abandonar la mentira y a decir la verdad: la obligación de
custodiar la verdad nace de la exigencia de no desmentir la recíproca relación
de comunión. De hecho, la verdad se revela en la comunión. En cambio, la
mentira es el rechazo egoísta del reconocimiento de la propia pertenencia al
cuerpo; es el no querer donarse a los demás, perdiendo así la única vía para
encontrarse a uno mismo.
La metáfora del cuerpo y los miembros nos lleva a reflexionar sobre
nuestra identidad, que está fundada en la comunión y la alteridad. Como
cristianos, todos nos reconocemos miembros del único cuerpo del que Cristo es
la cabeza.
Esto nos ayuda a ver a las personas no como competidores potenciales,
sino a considerar incluso a los enemigos como personas. Ya no hay necesidad del
adversario para autodefinirse, porque la mirada de inclusión que aprendemos de
Cristo nos hace descubrir la alteridad de un modo nuevo, como parte integrante
y condición de la relación y de la proximidad.
Esta capacidad de comprensión y de comunicación entre las personas
humanas tiene su fundamento en la comunión de amor entre las Personas divinas.
Dios no es soledad, sino comunión; es amor, y, por ello, comunicación, porque
el amor siempre comunica, es más, se comunica a sí mismo para encontrar al
otro. Para comunicar con nosotros y para comunicarse a nosotros, Dios se adapta
a nuestro lenguaje, estableciendo en la historia un verdadero diálogo con la
humanidad (cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, 2).
En virtud de nuestro ser creados a imagen y semejanza de Dios, que es
comunión y comunicación-de-sí, llevamos siempre en el corazón la nostalgia de
vivir en comunión, de pertenecer a una comunidad. «Nada
es tan específico de nuestra naturaleza –afirma san Basilio– como el entrar en relación unos con otros, el tener
necesidad unos de otros».
El contexto actual nos llama a todos a invertir en las relaciones, a
afirmar también en la red y mediante la red el carácter interpersonal de
nuestra humanidad. Los cristianos estamos llamados con mayor razón, a
manifestar esa comunión que define nuestra identidad de creyentes.
Efectivamente, la fe misma es una relación, un encuentro; y mediante el impulso
del amor de Dios podemos comunicar, acoger, comprender y corresponder al don
del otro.
La comunión a imagen de la Trinidad es lo que distingue precisamente la
persona del individuo. De la fe en un Dios que es Trinidad se sigue que para
ser yo mismo necesito al otro. Soy verdaderamente humano, verdaderamente
personal, solamente si me relaciono con los demás. El término persona, de
hecho, denota al ser humano como ‘rostro’ dirigido
hacia el otro, que interactúa con los demás. Nuestra vida crece en humanidad al
pasar del carácter individual al personal. El auténtico camino de humanización
va desde el individuo que percibe al otro como rival, hasta la persona que lo
reconoce como compañero de viaje.
DEL “LIKE” AL “AMÉN”
La imagen del cuerpo y de los miembros nos recuerda que el uso de las
redes sociales es complementario al encuentro en carne y hueso, que se da a
través del cuerpo, el corazón, los ojos, la mirada, la respiración del otro. Si
se usa la red como prolongación o como espera de ese encuentro, entonces no se
traiciona a sí misma y sigue siendo un recurso para la comunión. Si una familia
usa la red para estar más conectada y luego se encuentra en la mesa y se mira a
los ojos, entonces es un recurso.
Si una comunidad eclesial coordina sus actividades a través de la red,
para luego celebrar la Eucaristía juntos, entonces es un recurso. Si la red me
proporciona la ocasión para acercarme a historias y experiencias de belleza o
de sufrimiento físicamente lejanas de mí, para rezar juntos y buscar juntos el
bien en el redescubrimiento de lo que nos une, entonces es un recurso.
Podemos pasar así del diagnóstico al tratamiento: abriendo el camino al diálogo, al encuentro, a la
sonrisa, a la caricia... Esta es la red que queremos. Una red hecha no
para atrapar, sino para liberar, para custodiar una comunión de personas
libres. La Iglesia misma es una red tejida por la comunión eucarística, en la
que la unión no se funda sobre los “like” sino
sobre la verdad, sobre el “amén” con el que
cada uno se adhiere al Cuerpo de Cristo acogiendo a los demás.
Redacción ACI
Prensa
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