559. ––En capítulos anteriores, se ha probado que: «las
elecciones y los movimientos de la voluntad son inmediatamente dispuestos por
Dios», porque los causa. «Por el contrario,
el conocimiento humano, o sea, el intelectual, es regulado por Dios mediante
los ángeles», en el sentido de ayudado para que se perfeccione; «y en cuanto atañe al cuerpo, sean cosas interiores o
exteriores, destinados al uso, es gobernado por Dios mediante los ángeles y los
cuerpos celestes», en cuanto causas ocasionales indirectas. ¿Hay un motivo
por el que el Aquinate afirme que «las cosas humanas se reducen a las causas
superiores»?
––Sostiene Santo Tomás que la «razón general», que es «única», de ello es por el siguiente principio,
derivado del principio de causalidad: «es preciso
que lo múltiple, mudable y capaz de fallar, sea reducido como a su principio a
lo que es uniforme, inmóvil e incapaz de fallar».
Además para su aplicación, hay
que tener en cuenta que: «Todo cuanto hay en
nosotros es múltiple, variable y defectible». Afirmación que queda
confirmada, en primer lugar, en la voluntad, porque: «es
evidente que nuestras elecciones son múltiples, pues vemos que diversos
individuos, entre diversidad de objetos, eligen cosas diversas, Son, además,
mudables, bien por la inconstancia del ánimo, que no está asentado, en el
último fin, o bien por la variación de cuantas cosas nos rodean. Y son también
defectibles, como lo atestiguan los pecados de los hombres».
En cambio: «la voluntad divina es uniforme, pues, queriendo una
cosa, quiere todas las demás; y es inmutable e indeficiente, según se demostró (I,
cc. 13 y 75)». Si se aplica la tesis general
se concluye que: «es preciso que todos los
movimientos de voliciones y elecciones se reduzcan a la voluntad divina, y no a
otra causa, porque sólo Dios es causa de nuestras voliciones y elecciones».
En segunda lugar: «también en nuestra inteligencia encontramos
multiplicidad, porque recibimos la verdad inteligible como congregando muchas
cosas sensibles; es también mudable, porque, discurriendo de una cosa a otra,
llega de lo conocido a lo desconocido; y, además, defectible, por la mezcla de
la imaginación y los sentidos, como lo demuestran los errores de los hombres».
Por el contrario: «el conocimiento de los ángeles es uniforme, porque de la
única fuente de verdad, que es Dios, reciben el conocimiento de la misma; y es
también invariable, porque sin discurrir de los efectos a las causas, o
viceversa, ven con una simple intuición la verdad pura de las causas; y,
además, indefectible, porque ven en sí mismas las naturalezas o esencias de las
cosas, sobre las cuales no puede errar el entendimiento, como tampoco yerra el
sentido respecto de los sensibles propios», o lo que capta inmediata y
directamente cada sentido de las cosas materiales concretas, que están
presentes ante el mismo.
A diferencia de los ángeles: «nosotros conjeturamos las esencias de las cosas a través
de sus accidentes y efectos». Por este carácter deductivo, nuestro
entendimiento es múltiple, cambiante y falible. Desde la tesis general debe,
por tanto, admitirse que: «es necesario que nuestro conocimiento intelectual
esté regulado por el angélico», que esté completado y perfeccionado.
Por último, en tercer lugar,
igualmente es patente que: «En los cuerpos humanos
y en las cosas exteriores de que se sirven los hombres, también se da multiplicidad
de mezcla y de contrariedad; y que no siempre se mueven de igual modo, porque
sus movimientos no pueden ser continuos; y que son defectibles por alteración y
corrupción
Según la concepción
astronómica y física de su época, consideraba Santo Tomás que los cuerpos
celestes, a diferencia de los terrestres, estaban unificados por tener la misma
forma, no cambiaban substancialmente y no eran falibles, en cuanto tenían solo
el movimiento circular. Por ello argumenta seguidamente: «Más los cuerpos celestes son uniformes, porque son
simples y exentos de toda contrariedad; sus movimientos son uniformes,
continuos e invariables; y no hay en ellos alteración ni corrupción».
Desde esta concepción de las
ciencias físicas de su tiempo, concluye: «Es, pues,
necesario que nuestros cuerpos y cuanto está a nuestros servicio esté regulado
por el movimiento de los cuerpos celestes»[1].
Afirmación que, aunque no sea conclusiva por no existir contraposición en las
dos especies de cuerpos, los celestes y los terrestres, es válida en cuanto que
la regulación de los primeros sobre los segundos se refiere a una influencia
indirecta y ocasional.
560. ––¿Qué consecuencias se sigue de esta explicación?
––Afirma Santo Tomás que sirve
para comprender «en qué sentido pueda llamarse a uno «afortunado»
o que tenga buena suerte. «Un hombre tiene
buena fortuna ante los acontecimientos «cuando le sobreviene algún bien sin
haberlo intentado» (San Gregorio, Magna moralia, II, 8)».
Un ejemplo de buena suerte o
fortuna, totalmente inesperado, que pone a continuación, es el siguiente: «Alguien cavando en el campo, encuentra un tesoro que no
buscaba». Diríamos que ha sucedido por azar.
Sin embargo, no siempre
decimos que sea así. «Sucede a veces que uno hace
algo al margen de la propia intención, más no al margen de la intención de
algún superior a quien está sujeto. Sería un ejemplo de ello: «si cierto señor manda a un criado que vaya a un
determinado lugar, donde antes había mandado a otro compañero ignorándolo
aquél, el encuentro del compañero sucede al margen de la intención del criado
enviado, pero no al margen de la intención del señor; y por eso, aunque con
relación a este criado sea cosa fortuita y casual, no lo es con relación al
señor, puesto que lo había ordenado». Lo sucedido ha sido por un azar
relativo.
Este último caso refleja
nuestra situación, dado que: «el hombre está
subordinado según el cuerpo a los cuerpos celestes (indirecta y
ocasionalmente), según la mente a los ángeles y según la voluntad de Dios,
puede acaecer algo fuera de su intención, pero no al margen de lo dispuesto
según el orden de los cuerpos celestes o de las disposiciones de los ángeles o
de Dios».
Precisa que, sin embargo, los
tres no ordenan del mismo modo la vida del hombre. No obstante los tres
influyen, porque: «aunque sobre la elección del
hombre directamente sólo obre Dios, no obstante, el ángel coopera a ella
persuadiendo y el cuerpo celeste disponiendo, según los influjos corporales de
los cuerpos celestes disponen nuestros cuerpos para determinadas elecciones».
Al igual que en el último
ejemplo, en los sucesos, que parecen acontecer por azar, porque se desconoce la
intervención de causas superiores, se atribuyen a la fortuna o a la suerte. De
manera que: «cuando alguien, por influencia de las
causas superiores y según el orden indicado, se inclina a ciertas elecciones
que le son útiles, ignorando por su parte dicha utilidad; y hace esto por la
luz intelectual de las substancias intelectuales que iluminan su entendimiento
para que lo haga; y al mismo tiempo inclina por obra de Dios su voluntad para
elegir algo útil, sin tener noción de ello, este tal se llama afortunado». Se
le considera que ha sido favorecido por algo beneficioso, pero no previsible ni
intencionado.
En cambio, si las elecciones
no son útiles o beneficiosas se dirá que son fruto de la mala suerte, aunque la
inclinación libre se haya producido: «por la
intervención de las causas superiores»[2].
Nota Santo Tomás que así en la Escritura: «esto
dice el Señor: «Escribe que este hombre será estéril, hombre a quien en sus
días nada le saldrá bien»[3].
561. ––Según la explicación del Aquinate Las denominaciones de afortunado y
desafortunado o desgraciado se refieren a los efectos de las elecciones
dependientes de Dios y de los ángeles ¿No se
emplean estos nombres cuando la sujeción es la de los cuerpos celestes?
––También se utilizan tales
expresiones para designar la acción ocasional e indirecta de los astros en la
elección, pero con una diferencia. Como: «los
influjos de los cuerpos celestes en los nuestros producen ciertas disposiciones
en los mismos, se dice que no sólo que uno tiene buena o mala fortuna, sino
también que es de «buena o mala naturaleza» a causa de la disposición
que el cuerpo celeste deja en el nuestro». En este sentido: «Aristóteles, en la Gran ética, (II,
c. 8), dice que afortunado equivale a tener buena
naturaleza»[4].
En este lugar, Aristóteles
dedica el capítulo citado a la buena suerte, y comienza por indicar que, por un
lado: «difícilmente se puede afirmar que la suerte
forma parte de la naturaleza, porque la naturaleza siempre es causa de aquello
que siempre, o por lo menos la mayoría de las veces, ocurre de la misma manera.
En cambio, nunca ocurre esto con la suerte, pues sus resultados se producen sin
orden y por azar; por eso en tales casos se dice es la suerte su causa». Como
la naturaleza o esencia específica de los entes les hace obrar de manera
regular y racional, no es posible que sea la causa de la suerte.
Por otro lado: «es prácticamente imposible considerar la suerte como
resultado de una intelección o de una regla de la razón, pues en ellas se
muestra una secuencia ordenada y una invariabilidad, que en cambio, no se
encuentran en la suerte». De manera que, concluye Aristóteles: «Donde hay más inteligencia y racionalidad, menos hay
allí de suerte, y, a la inversa, hay más suerte cuando hay menos inteligencia».
Puede decirse, en
consecuencia, que: «la buena suerte se da en el
ámbito en que nuestras capacidades o posibilidades no pueden hacer nada; en
donde nosotros no tenemos ningún control ni podemos llevar a efecto la acción».
Este el motivo, añade Aristóteles que: «nadie
habla de un hombre justo como si su justicia se deba a la suerte, ni tampoco
del valiente, ni de cualquier otro hombre que posea una virtud, porque la
posesión o carencia de estas cualidades está en nuestras propias
posibilidades».
Añade que, por poseer estas
características: «podemos atribuir más
apropiadamente a la suerte o el azar, cuando decimos, por ejemplo, hombre
afortunado al bien nacido, y parecidamente cualquier hombre dotado en algún
grado de cosas buenas que están fuera de nuestra posibilidad o control».
Estos hombres, como indica Santo Tomás, tienen buena naturaleza, en el sentido
del término de esencia individual.
En este caso, precisa
Aristóteles: «la suerte es un impulso natural no
guiado por la razón». La buena suerte sería irracional. «Un hombre afortunado es el que posee un impulso
irracional hacia las cosas buenas, y que además las obtiene». Esta buena
disposición es para este hombre natural. «Es propio
de la naturaleza», de su naturaleza individual, de la naturaleza humana
atravesada de singularidad e individualidad, de lo que está fuera de
racionalidad, propia de la naturaleza común.
Explica Aristóteles que está naturaleza
única: «ha arraigado algo en nuestra alma, algo que
nos impele irracionalmente hacia nuestro bien». De ahí que: «si se pregunta a alguien favorecido por la suerte por
qué cree oportuno obrar como obra, nos responderá que no lo sabe, sino que simplemente
ve oportuno obrar así. Este caso es igual que el del hombre inspirado; también
este posee un impulso irracional hacia un acto particular determinado».
No debe confundirse esta
acepción de buena suerte con la que muchas veces se emplea en el lenguaje
común. «Se habla a menudo de ella como si fuera una
causa; pero una causa es algo totalmente ajeno al contenido del término suerte
en sentido estricto». Basta advertir para ello que: «la causa y su efecto son dos cosas distintas», y,
en cambio, en lo que se produce por auténtica buena suerte no se puede
distinguir causa y efecto. Si se encontrara la causa se tendría una explicación
racional y ya no sería suerte, que es irracional.
Cuando se utiliza la expresión
buena suerte en este segundo sentido, que puede considerarse abusivo, por lo
dicho: «esta buena suerte difiere de la otra forma,
y parece nacer de las vicisitudes de lo circunstante o circunstancial». En
este caso, se han aprovechado de una manera racional unas circunstancias, que,
en cambio, «no esperábamos», han ocurrido de
una manera fortuita o casual. De modo que: «es
buena suerte tan solo de una manera accidental»[5].
Desde estas descripciones de
Aristóteles, puede precisar Santo Tomás que: «cuando el entendimiento humano es
ilustrado para obrar o la voluntad es instigada por Dios, no se dice que el
hombre es afortunado, sino, más bien, custodiado o gobernado» por los ángeles o
por Dios.
562. ––Además de la diferencia de la influencia de los cuerpos celestes, por
sólo disponer en la naturaleza individual para la elección humana, ¿con respecto a la influencia de los ángeles hay otras diferencias?
––Refiere Santo Tomás otras
tres. La primera es que, a diferencia de los otros agentes, que regulan la
elección humana, su influencia es la más frustrable. Se comprende, porque: «La operación del ángel o del cuerpo celeste respecto a
nuestra elección es sólo dispositiva; en cambio, la operación de Dios es
perfectiva. Y como la disposición que responde a la cualidad del cuerpo o a la
persuasión intelectual no impone la necesidad de elegir, síguese que el hombre
no siempre elige lo que intenta el ángel custodio ni aquello a que le inclina
el cuerpo celeste». Pueden, por tanto, malograrse por la libertad
humana.
En cambio, también sin perder
su libertad: «el hombre elige siempre lo que Dios
obra en su voluntad». Por ello, si es su voluntad la moción divina no
falla nunca, como dice aquí Santo Tomás: «la
providencia divina permanece siempre firme». No ocurre así con la
actuación de los ángeles. Por su acción meramente dispositiva: «fracasa a veces
la custodia de los ángeles, según aquello «Cuidamos
a Babilonia y no sanó»(Jer 51, 9)»; y, por su disposición no en el
entendimiento, sino en el cuerpo: «todavía falla
más la influencia de los cuerpos celestes».
La segunda diferencia entre
las influencias de los ángeles y la de los cuerpos celestes está en el
instrumento que utilizan para realizarlas. Respecto a la de estos últimos, nota
Santo Tomás que: «Como el cuerpo celeste sólo
dispone a la elección en cuanto que influye en nuestros cuerpos, y el cuerpo
mueve al hombre a elegir tal cual nos mueven las pasiones, toda disposición
para elegir que provenga de los cuerpos celestes será a modo de pasión, como
cuando alguien es inducido a elegir algo por odio, amor, ira u otras cosas
semejantes».
En cuanto a los primeros,
observa que: «por el ángel dispónese uno a elegir por consideración intelectual
y no por pasión; lo cual puede ser de dos maneras; unas veces es iluminado el
entendimiento humano por el ángel para conocer solamente que es bueno hacer tal
cosa, sin que sea aleccionado sobre la razón de por qué es bueno, que se toma
del fin. Y así, a veces el hombre estima que es bueno hacer una cosa, más «si se le preguntara por qué, respondería que no lo sabe»
(Aristóteles, Gran Ética, II, 8). En
consecuencia, cuando alcanza un fin útil, sin haberlo considerado previamente,
tal fin será fortuito». Además, con ello, queda ampliada la explicación
de la «buena suerte» de Aristóteles, porque
ser «afortunado» no sólo se debería a la
propia naturaleza individual, que puede ser influida por los cuerpos celestes,
se debería también a la influencia angélica en el entendimiento de la
naturaleza humana.
Esta influencia angélica no
siempre obra de este modo en el entendimiento humano, porque: «Otras veces, mediante la iluminación del ángel, es
aleccionado acerca de la bondad de una cosa y de la razón de dicha bondad, que
depende del fin. Y así, cuando alcanza un fin que previamente consideró, tal
fin ya no será fortuito». Sin embargo, se ha dado igualmente la
influencia angélica, aunque desconozca que se deba a ella.
Por último, una tercera
diferencia y de gran importancia es por el poder y extensión de las
disposiciones angélicas y las de los cuerpos celestes en la elección humana. «La fuerza activa de la naturaleza espiritual, como es
más alta que la corporal, también es más universal». Se sigue de ello
que: «la disposición del cuerpo celeste no se
extiende a todo cuanto alcanza la elección humana». Y además es menor
que la de los ángeles. Sin embargo, precisa Santo Tomás que: «El poder del alma humana o de la angélica es particular
si se compara con el poder divino, que es efectivamente universal con relación
a todos los seres».
Una consecuencia de esta
última afirmación es que no en todas las elecciones humanas intervienen las
disposiciones angélicas o las de los cuerpos celestes. Sin embargo, aunque-: «se le puede presentar al hombre algún bien, o al margen
de su intención, o de la inclinación de los cuerpos celestes, o de la
iluminación angélica; pero no al margen de la divina providencia que, por ser
gobernadora y hacedora a la vez del ente en cuanto tal, contiene bajo si todas
las cosas».
Puede, por tanto darse la
buena suerte, la fortuna o el azar, al margen de las acciones de los ángeles o
de los cuerpos celestes, pero no respecto a Dios. Como concluye Santo Tomás: «Igualmente puede sobrevenirle al hombre algún bien o
algún mal fortuitamente en relación consigo mismo, con los cuerpos celestes o
con los ángeles, pero no con relación a Dios. Pues, con relación a Dios, nada
puede suceder casual o inesperadamente y en las cosas humanas ni tampoco en las
demás».
563. ––¿La buena suerte en algún sentido puede darse
en todas las elecciones humanas?
Explica Santo Tomás
seguidamente, en primer lugar, que no se da la buena suerte en ningún sentido
con respecto a los bienes internos o morales, porque: «las
cosas fortuitas son las que suceden al margen de toda intención, y los bienes
morales no pueden carecer de ella, puesto que se fundan en la elección».
De manera que con relación a
los bienes morales: «nadie puede considerarse con
buena o mala fortuna», pero si, en cambio, «bien
o mal nacido», en el sentido explicado: «cuando
por disposición natural somática se es propenso a elegir las virtudes o los
vicios».
En segundo lugar, por el
contrario: «con respecto a los bienes externos que
pueden sobrevenirle al hombre al margen de su intención, puede llamarse bien
nacido, de buena fortuna», si es por intervención de los cuerpos
celestes, «gobernado por Dios» por la
intervención de Dios en su voluntad libre, y «custodiado por los ángeles», si
influyen en su entendimiento.
En tercer lugar, se puede
hablar de buena suerte en los actos humanos, porque a veces: «el hombre
consigue de las causas superiores un determinado auxilio en cuanto al éxito de
sus acciones. Pues como el hombre tiene que elegir y dar curso a lo que elige,
en ambas cosas es unas veces ayudado y otras impedido por las causas
superiores». Estas intervenciones, que consisten disponer con las pasiones, en
ilustrar el entendimiento, y en inclinar la voluntad, hacen que, en la elección
del hombre: «los cuerpos celestes le disponen a
elegir, o los ángeles le aleccionan con su custodia o Dios le inclina con su
intervención».
Por último, en cuarto lugar,
es adecuado emplear la expresión buena suerte respecto a la ejecución: «en cuanto que el hombre recibe de alguna causa superior
la fuerza y eficacia para cumplir lo que ha elegido. Y esto lo puede recibir no
sólo de Dios y de los ángeles, sino incluso de los cuerpos celestes, porque tal
eficacia radica en el cuerpo».
Así, puede explicarse que: «un hombre tenga también alguna eficacia respecto de
algunas cosas corporales por influencia del cuerpo celeste y que otro no la
tenga; por ejemplo, el médico para sanar, el agricultor para plantar y el
soldado para luchar». No obstante: «Dios
prodiga mucho más perfectamente esta eficacia a los hombres para que puedan
realizar eficazmente sus obras».
564. ––Dios, por tanto, interviene en la elección y en la ejecución en las
elecciones del hombre. ¿Hay alguna diferencia entre
las dos mociones divinas?
––Precisa Santo Tomás sobre
estas dos mociones que: «Cuando se trata del primer
auxilio, es decir, el referente a la elección, se dice que Dios dirige al
hombre. Cuando se trata del segundo dícese que lo conforta». A ambos
auxilios se alude en la Escritura, porque se dice: «El
Señor es mi iluminación y mi salvación ¿a quién temeré?» que se refiere
al primero; y lo que se dice a continuación: «El
Señor protege mi vida, ¿de qué temblaré?» (Sal 26, 1), que alude al segundo».
Entre los auxilios de iluminar
y de proteger, añade, hay dos diferencias: «La
primera consiste en que mediante el primer auxilio recibe el hombre ayuda para
aquello a que abarca su poder y también para lo demás; mientras que el segundo
auxilio se extiende exclusivamente a lo que abarca su poder».
La primera moción sobre su
voluntad es más amplia que la que realiza en la ejecución, porque es no sólo
sobre lo que está en el ámbito de lo previsto por la virtualidad del hombre,
sino también sobre lo que le sobrepasa decidido por Dios. Así, por ejemplo: «que un hombre, cavando un sepulcro, se encuentre un
tesoro, no depende del poder humano. Por eso, respecto de este suceso, el
hombre puede ser auxiliado para que busque donde precisamente se ha de
encontrar el tesoro; pero no en el sentido que se le dé un poder especial para
encontrarlo». En cambio, en cuanto a la ejecución, por ejemplo, que: «el médico para que pueda sanar, o el soldado para que
pueda vencer en la lucha, pueden ser auxiliados en cuanto a la elección de lo
que conviene a dichos fines», pero además, «incluso
para conseguirlo eficazmente por el poder recibido de una causa superior». De
ahí que el auxilio en la elección «sea más
universal» que este segundo.
En cuanto a «la segunda diferencia», indica Santo Tomás que en
la moción a la elección puede hablarse de buena suerte, no así en el de la
ejecución, porque este: «segundo auxilio se da para alcanzar eficazmente lo que
intenta», lo que ha elegido el hombre y quiere llevar a término. En cambio, en
el primero, como cabe la posibilidad que la elección no se haya pretendido,
puede existir «lo fortuito», que «se da al margen de toda intención», puede decirse que
«el hombre tiene buena fortuna por este auxilio».
565. ––Un resumen de las observaciones sobre las diferencias entre la buena
suerte, según tenga su origen directo en Dios o indirectamente por medio de los
cuerpos celestes, dado por el Aquinate, es el siguiente: «Para que al hombre le suceda algo bueno o malo según la
fortuna, se precisa la intervención de Dios, o la del cuerpo celeste».
Si es de Dios: «recibe la inclinación para elegir
algo que lleva adjunta una cosa provechosa o nociva, en la que el hombre no
había pensado antes». Si es de los cuerpos celestes: «recibe la disposición para elegir». También se ha
dicho que: «este provecho o daño, con relación a la
elección humana, es fortuito; con relación a Dios deja de serlo», porque
todo está sujeto a su providencia y para Él nada es casual o imprevisto. ¿Ocurre igual con los cuerpos celestes?
––Aunque la influencia de los
cuerpos celestes sea para el hombre fortuita, igual que la que recibe de Dios,
y para Él no lo sea, «sin embargo, con relación al
cuerpo celeste lo es». La acción de los cuerpos celestes sobre el cuerpo
humano es fortuita o casual, porque: «ningún evento
pierde el carácter de fortuito si no se reduce a una causa propia».
Ciertamente: «el poder del cuerpo celeste es causa que obra según
naturaleza (…), y lo característico de la naturaleza es estar determinada a una
sola cosa», obra siempre de la misma manera. «No
entendiendo y eligiendo», porque carece de entendimiento y voluntad
libre. Es agente por «modo de la naturaleza».
Por consiguiente, «si algún evento escapa a lo uno», al efecto
único, al que tiende la naturaleza, como ocurre con lo fortuito, «ningún poder natural podrá ser su causa propia». Lo será sólo accidentalmente», porque: «cuando dos cosas se juntan accidentalmente no
constituyen realmente unidad, sin sólo accidentalmente». Así ocurre con
la acción natural del cuerpo celeste y lo fortuito que le acompaña. «Por tanto, ninguna causa natural puede ser causa propia
de tal unión».
Santo Tomás pone el siguiente
ejemplo: «un hombre se sienta impulsado por
influencia de un cuerpo celeste, como por pasión, a cavar un sepulcro. El
sepulcro y el lugar del tesoro forman una unidad accidental, porque no están
relacionados entre sí; de donde el poder del cuerpo celeste no puede impulsar a
ambas cosas, o sea, a cavar el sepulcro y el lugar preciso donde está el
tesoro». No ocurriría así si la influencia fuera de cualquier ser
inteligente, porque: «quien obra intelectualmente
puede ser causa para inclinarse a todo, porque es propio del ser inteligente el
reducir muchas cosas a la unidad», la unión de lo necesario y lo
fortuito. En el caso del ejemplo, por ello: «un
hombre que supiera que el tesoro está allí podría mandar a quien lo ignora que
cave en el mismo lugar, para que al margen de su intención, encontrará el
tesoro».
Todo lo que es fortuito, y que
se atribuye a la fortuna o a la buena suerte, se debe, al igual que todo lo
demás, a la providencia divina. «Y de este modo,
reduciendo tales eventos fortuitos a la causa divina, pierden la razón de
fortuitos; pero reducidos a una causa celeste, no la pierden».
566. ––¿El ser afortunado o el tener buena suerte,
por la influencia de los cuerpos celestes, es algo escaso en cada vida humana?
––La respuesta es afirmativa,
porque de la tesis anterior, se sigue que: «el cuerpo celeste, no puede
proporcionar al hombre una buena fortuna universal en el sentido que el hombre
tenga en su naturaleza, por influencia del cuerpo celeste, el poder elegir
siempre o casi siempre cosas que lleven adjunto accidentalmente algo provechoso
o dañino; pues la naturaleza está determinada a una sola cosa», a un sólo
efecto, como se ha dicho. En cambio: «todas cuantas
cosas buenas o malas, que pueden sucederle al hombre fortuitamente, no son
reducibles a la unidad, sino que son indeterminadas e infinitas, como enseña
Aristóteles, en la Física (II, c. 5)», no tienen, por ello, su origen en una sola
unión accidental.
Debe sostenerse que: «En consecuencia, no es posible que alguien tenga por
naturaleza el poder de elegir siempre cuando lleva también accidentalmente
adjunto un determinado provecho». No obstante: «podría
suceder que por influencia celeste se incline a elegir algo que le lleva
accidentalmente adjunto algún provecho, y por otra inclinación, otra cosa, y
por una tercera, otra más-; pero todo con una sola inclinación, no».
Esta consecuencia sólo es
aplicable a las disposiciones en el cuerpo, que son efecto de los cuerpos
celestes. En cambio: «por una sola disposición
divina puede ser dirigido el hombre en todas sus elecciones»[6],
que pueden ser todas afortunadas.
567. ––¿Podría atribuirse como causa de la fortuna,
o lo no elegido y accidental, que sucede en la vida del hombre, a lo que se
llama fatalidad, hado o destino?
––Ante la fatalidad, explica
Santo Tomás, hubo dos opiniones contrapuestas. La primera fue su negación,
porque: «viendo los hombres que en este mundo
acontecen muchas cosas accidentalmente, si se consideran las causas
particulares, opinaron algunos que no estaban regidas por causa alguna superior.
Y parecióles que en modo alguno existe la fatalidad». Estas cosas serían
fruto de una accidentalidad o casualidad absoluta.
En cambio, en la segunda, la
afirmaron, porque: «otros se empeñaron en
reducirlas a causas más elevadas, de las que procederían ordenadamente con
cierta disposición. Y a esto llamaron fatalidad. Como si las cosas que parecen
suceder casualmente fueran anunciadas por alguien, o predichas, y previamente
ordenadas para que fuesen».
Sobre estas causas de lo
fortuito, más concretamente: «algunos de éstos se
empeñaron en atribuir cuantos contingentes acaecen casualmente a los cuerpos
celestes, como a sus causas, incluso las elecciones humanas; también a la
fuerza de la disposición de los astros, a la que lo sometían todo con cierta
necesidad, que llamaron «fatalidad». Sin embargo, advierte Santo Tomás,
que: «según lo ya indicado sobre los cuerpos celestes
(III, c. 84 y ss.), esta opinión es imposible y
contraria a la fe»[7].
En una obra posterior, indica
que esta opinión la seguían los estoicos, «quienes
imponían necesidad a las cosas futuras que habían de suceder, debido a una
serie cierta de causas mutuamente enlazadas, a la que llamaban hado». La
tesis que: «todas las cosas suceden por necesidad»,
la obtenían de dos premisas. Una: «todo lo
que sucede tiene una causa». Otra, en la realidad: «puesta la causa es necesario poner el efecto».
Sin embargo, nota Santo Tomás
que: «cada uno de los dos supuestos es falso». Respecto
al primero: «no es verdad que todo lo que sucede
tenga una causa. Pues algunas cosas suceden por accidente; y lo que es por
accidente no tiene una causa». Así, por ejemplo: «el que alguien cave un sepulcro, tiene una causa: y el que en algún
lugar haya sido enterrado un tesoro, también tiene una causa, pero el concurso
de ambas cosas, es decir, que alguien quiera cavar un sepulcro en el lugar
donde hay un tesoro escondido, no tiene causa, porque ocurre por accidente». La
acción de un hombre de cavar el sepulcro e incluso la anterior de enterrar un
tesoro por otro hombre tiene causa, incluso ambas pueden haber recibido en su
elección la influencia de los cuerpos celestes, pero de ningún modo el concurso
o concurrencia de los efectos de los dos sucesos.
En cuanto al segundo supuesto:
«también es falso que puesta la causa –aunque sea
suficiente de suyo- sea necesario poner el efecto, puesto que puede ser
impedido» Así, por ejemplo: «el fuego
procedente de la combustión de la leña puede ser impedido arrojándole agua»[8].
Por consiguiente, la existencia de un suceso no implica necesariamente una
causa y a la inversa, de la existencia de una causa no se sigue que ocurrirá
necesariamente un suceso.
568. ––¿En lugar
de la fatalidad o el hado podría hablarse de la providencia divina?
––Así lo hicieron otros, añade
finalmente Santo Tomás en su explicación de la fatalidad, porque: «atribuyeron todo cuanto parece suceder casualmente entre
las cosas inferiores a la disposición de la divina providencia. De aquí que
dijeran que todo se hace por fatalidad, llamando fatalidad a la ordenación que
por la divina providencia existe en las cosas»[9],
Recuerda Santo Tomás, en la
otra obra citada, que como decía San Agustín, en La
ciudad de Dios (V, 8): «nada sucede en el mundo casualmente, puesto que todas
las cosas están sujetas a la divina providencia. Pero esto no suprime la
contingencia de los hechos que han de suceder en el futuro, ni por la certeza,
ni porque Dios ha querido que se produzcan».
No lo impide el conocimiento
divino, porque: «así como vemos con la certeza que Sócrates está sentado cuando
lo está, pero no por ello se sigue que sea necesario de suyo, así también, del
que Dios vea todas las cosas que han de suceder en sí mismas, no suprime la
contingencia de las cosas.
Tampoco lo impide la voluntad
divina. Debe tenerse en cuenta que, por una parte: «la voluntad de Dios es
universalmente causa del ente». Por otra, que también: «universalmente
causa de todas las cosas que se siguen del mismo». Por consiguiente: «también de la necesidad y de la contingencia».
Por ello mismo, la voluntad
divina «está por encima del orden de lo necesario y
de los contingente, así como lo está por encima de todo ser creado». De ahí
esta importante consecuencia: «la necesidad y la contingencia se distinguen en
las cosas no por su relación con la voluntad de Dios, que es causa de lo común,
sino por su comparación con las causas creadas»[10].
Por último, con respecto a
esta tercera opinión, comenta Santo Tomás que: «según
la misma, negar la fatalidad es negar la divina providencia. Más, como con los
infieles no debemos ni tener nombres comunes, para que la coincidencia de
nombres no sea ocasión de error, el nombre de fatalidad ni siquiera debe ser
usado por los fieles, por que no parezca que estamos de acuerdo con ellos, que
interpretaron mal la fatalidad sometiéndolo todo a la necesidad de los astros.
Por eso dice San Agustín:»Si alguien designa con el nombre de fatalidad la
voluntad o potestad divina, conserve el parecer, pero corrija la palabra»
(La ciudad de Dios, V, c.1). Y San Gregorio, opinando igual, dice: «Ni se les ocurra a los fieles el usar la palabra
fatalidad» (Cuarenta homilías sobre los Evangelios. I, hom 10)»[11].
Eudaldo Forment
[11]ÍDEM, Suma
contra los gentiles, III, c. 93. El motivo de la advertencia de San
Agustín, es porque indica que «fortuito es lo que no tiene causa alguna o que
no proviene de ningún orden racional; es fatal aquello que sucede en virtud de
un orden necesario, independiente de la voluntad de Dios y de los hombres» (La
ciudad de Dios, V, c. 1). San Gregorio, después de las palabras citadas por
Santo Tomás decía: «en verdad sólo el Hacedor administra la vida de los
hombres».
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