María Elvira Roca
Barea, Imperiofobia y leyenda Negra, Siruela, Madrid 2018, 485.
Cuando a uno le
regalan dos veces el mismo libro es, o porque no sabían que uno ya lo tenía o
porque realmente el texto vale la pena.
En este caso, fue lo
segundo.
Hemos leído con fruición el
best seller (19va edición) de Roca Barea: un libro importante, documentado y –
a la vez– lleno de tramas que cualquier apasionado por la historia querría
seguir. La autora es española, docente de la Universidad de Harvard; de entrada
nomás intenta buscar cierta impunidad al decirnos que no es “demasiado católica”: “pertenezco a una familia de
masones y republicanos y no he recibido una educación religiosa formal” (p.
16); “no comparto con el catolicismo muchos
principios morales” (p. 17); “no soy
católica más que de refilón” (p. 474).
Listo: absuelta de nazi-fachismo;
aunque no tanto para quien lea el libro… Un ladrillo de casi quinientas páginas
que, aunque con algunas repeticiones y con párrafos excesivamente largos,
intenta poner en claro no tanto el pasado de los imperios sino el futuro de los
mismos (p. 479).
La pregunta crucial de la
autora es ¿por qué España –e Hispanoamérica, en
consecuencia– se encuentran aplastadas y sin reacción? ¿por qué no avanzan? La
respuesta es clara: porque se han comido la leyenda negra y tiene el culo sucio.
LA LEYENDA NEGRA
Aunque el sintagma se creó
recién a fines del siglo XIX (p. 24), las “leyendas
negras” han existido desde Caín y Abel con la finalidad de castrar espiritualmente a los
imperios. Sin embargo, sólo una a persistido, la española (p. 29).
La antigua Roma, Estados
Unidos y Rusia han padecido la propaganda pero sólo España la sigue sufriendo. ¿Sólo España? ¿Francia no? No mi amigo, “Francia tuvo muchos y notables ilustrados, pero no tuvo
imperio, porque puso su admiración en un modelo de hombre que es poco
partidario de dormir al raso” (p. 97) nos dice la autora escribiendo más
allá de los Pirineos, claro.
¿Y por qué
persiste la propaganda? Porque España, en sus raíces, nunca ha sido ni protestante, ni ortodoxa,
sino católica y, como tal, ha sido atacada por quienes, como Chomsky viven “protegidos por la armadura moral de ser un intelectual
de izquierdas y estar, por tanto, en el lado de la justicia y la verdad” (p.
76). A buen entendedor, pocas palabras.
Esa “imperiofobia”,
es decir, “la aversión indiscriminada hacia
el pueblo que se convierte en columna vertebral de un imperio” (p. 119)
no viene de arriba hacia abajo, sino al revés, desde una nación débil hacia una
poderosa: desde Holanda a España, por ejemplo. Pero no surge del “pueblo”, esa masa amorfa impensante, sino de “las élites letradas” que son las únicas “en condiciones de solidificar un prejuicio difuso en
forma de propaganda” (p. 121).
Amén.
Así, España pasa de ser
pro-semita a anti-semita (p. 432), de pro-católica a anti-católica, según las
épocas. Por un lado, es criticada por –todavía- tener a los judíos en sus
reinos cuando Europa los había expulsado pero, por otro, es acusada de nazi avant la lettre. De nada vale alegar que, por ejemplo, en el
famoso “saqueo de Roma” los soldados
imperiales, dirigidos por un renegado francés, eran treinta y cuatro mil
hombres de los cuales sólo seis mil eran españoles. No:
la España de Carlos V saqueó Roma, punto (p.
136).
No importa que la Inquisición
(siempre la española, claro) haya sido la primera en abolir la tortura (p. 279)
o que sus cárceles eran tan benignas que los presos blasfemaban para ser
trasladados a sus celdas (p. 280). España era “intolerante”.
Y este mal “endémico” es el que condena a nuestra Madre
Patria para toda la eternidad. ¿Por qué si no el
fracaso económico y social hispano-americano? (p. 327 y ssgtes.); por la
“raza hispana” y los cráneos lombrosianos.
Acierta la autora al decir que el problema no estuvo en la raza sino en los que
la gobernaron: los liberales y masones que se
sucedieron luego de las independencias. España floreció en América hasta
principios de 1800, por lo que el problema no era el “constitutivo
racial”, sino la hideputez política posterior, cosa que, en nuestros pagos, el padre
Castañeda se cansó de denunciar no sin ironía.
Pero la “leyenda negra sirve pa’todo: “en las repúblicas
americanas hay necesidad social y política de la leyenda negra para justificar,
primero, la independencia misma como la liberación de una tiranía bárbara e
intolerante, y luego, los propios fracasos” (p. 438). Y así andamos, sin
hacernos cargo ni de nuestros fantasmas ni de la toma de conciencia de que “ese mercado no lo maneja precisamente el mundo
latino-católico” (p. 446); y no digamos más…
EL FRACASO DE LA PROPAGANDA
“Si no puedes
oponerte, relájate y goza”, leímos una vez en un grafiti callejero.
España no supo oponerse
(salvando honrosas excepciones) por lo que terminó conformándose a vivir con esa violación histórica.
La autora se pregunta -con
derecho- por qué “el Imperio español no engendró
nunca un taller de propaganda en su defensa” (p. 154) siendo “incapaz de contraatacar”. Se peleaba desde el
dominio militar pero no propagandístico. “Sentían
que era una forma injusta de encarar una guerra… Los caballeros emplean armas,
no folletos, no opiniones” (p. 281). Pues mal hecho.
Pongamos un ejemplo: mientras
que la Alemania de Lutero, enemiga acérrima de Carlos V- “hasta 1530 produjo alrededor de 3183 panfletos, de los
cuales 2645 fueron escritos en alemán y 538 en latín”, del otro lado “la totalidad de los escritos propagandísticos católicos
alcanza la ridícula cifra de 247 panfletos” (p. 180).
Otro: mientras que Fray
Bartolomé de las Casas escribe, en castellano, la Brevísima
relación de la destrucción de las Indias, acompañado de los macabros grabados de De Bry,
España intenta responder con el De Indiarum Iure de Solórzano Pereira, un mamotreto insoportable
para el público en general escrito en latín… Algo así como contrarrestar una
jugada de Messi con un reglamento de la FIFA.
Es decir –comenta la autora- “pensaron que la mentira se contrarrestaba enseñando
honradamente la verdad… A nadie se le ocurrió que para defenderse de esta
propaganda había que atacar con las mismas armas con que se ofendía y que un
procedimiento efectivo hubiera sido inundar los Países Bajos con panfletos en
los que se viera a Orange copulando con el Gran Turco… descuartizando niños; o
a los anglicanos masacrando a los irlandeses o asando en espetones a los indios
de Virginia” (p. 313).
*
* *
En fin, un best
seller digno de ser leído y releído, con muchísima tela para cortar en cada
capítulo.
Y un examen de
conciencia político en el que España sale absuelta y con honores.
Que
no te la cuenten…
P. Javier
Olivera Ravasi
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