La expulsión del
Paraíso hacia el desierto inhóspito e inhumano es la imagen del pecado en
cuanto vulnerabilidad y muerte. Es lo que experimenta el joven del Evangelio
cuando decide alejarse de Jesús: «Se marchó triste» (Mt 19,22).
Un fruto de la esperanza cristiana es la alegría en el Señor. En la inminencia de la venida
de Jesucristo, a la Virgen María se le dice «alégrate» y «feliz la que ha creído». Ella
misma dice de sí: «Se alegra mi
espíritu en Dios, mi Salvador» (Lc 1,28.45 y 47).
María es el cumplimiento de la promesa de parte de Dios de que Israel se gozará
indeciblemente por la realización de la salvación. En efecto, en nombre del Pueblo
de Dios y en representación de todos los creyentes, a María se aplica esta
profecía: «¡Lanza
gritos de gozo, hija de Sión, lanza clamores, Israel, alégrate y exulta de todo
corazón, hija de Jerusalén» (3,14).
Esta alegría viene de Dios como un don y se apoya en su amor
misericordioso. Es por ello
que es una alegría aún en medio de nuestros pecados y desgracias. Es la alegría del pecador que se sabe amado
por Dios y que ve que su salvación está a las puertas. Así se nos dice: «El Señor, tu Dios está en medio
de ti, ¡un poderoso salvador! Él exulta de gozo por ti, te renueva por su amor;
danza por ti con gritos de júbilo» (Sof
3,17).
Todos experimentamos el pecado
personal y sus consecuencias en la vida social. Un efecto del pecado es la pérdida de la alegría, que es inherente
al hecho de haber sido creados a imagen y semejanza de Dios, es decir,
partícipes de la vida divina y de su infinita felicidad. La imagen bíblica del
Paraíso apunta al estado de plenitud de vida del hombre y de la mujer cuando
ellos están en comunión con Dios. La expulsión del Paraíso hacia el desierto
inhóspito e inhumano es la imagen del pecado en cuanto vulnerabilidad y muerte.
Es lo que experimenta el joven del Evangelio cuando decide alejarse de Jesús: «Se marchó triste» (Mt 19,22).
La tristeza de las personas se traspasa a su comunidad. Por eso puede
haber sociedades tristes, satisfechas de sí mismas, pero vacías de sentido. «La
sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de placer, pero
encuentra muy difícil engendrar la alegría (…).
El hombre puede verdaderamente entrar en la alegría acercándose a Dios y
apartándose del pecado» (San Pablo VI).
En Adviento y a pocos días del
nacimiento de Cristo, la Iglesia nos dice: «No teman, pues les anuncio una gran alegría, que lo
será para todo el pueblo» (Lc
2,10), porque el Señor es quien se
acerca al hombre para devolverle la alegría de la salvación. Quien abre
su corazón pecador a Jesucristo Redentor va percibiendo que su tenor afectivo
comienza a cambiar, pasando de la tristeza a la alegría y a la paz. Por eso, a
los cristianos se nos dice: «No estén tristes: la alegría del Señor es la fortaleza de ustedes» (Neh 8,10).
+ Francisco Javier
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