Los Magos, al ver a Jesús con
María, su madre, “cayendo de rodillas, lo adoraron;
después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra” (Mt
2,11). Los Magos son los segundos destinatarios de la revelación del nacimiento
de Cristo.
Los primeros son los pastores,
que representan a los apóstoles y a los creyentes del pueblo judío. Luego, los
Magos, que prefiguran la plenitud de las naciones; es decir, a las gentes que
vienen a Cristo desde lejos. Finalmente, los justos, los que más anhelaban su
venida. A estos últimos se dio a conocer Jesús en el Templo.
¿Cuál es el sentido
de estos regalos: el oro, el incienso y la mirra? El oro es un símbolo de la
realeza. Jesús es el Rey, pero no es un rey como los reyes de la tierra. Santo
Tomás, citando a San Juan Crisóstomo, comenta que “si
los Magos hubieran venido en busca de un rey terrenal, hubieran quedado
confusos por haber acometido sin causa el trabajo de un camino tan largo”.
Jesús es un Rey celestial. Su
reino no es de este mundo (cf Jn 18,36). La realeza de Cristo se ejerce “atrayendo a sí a todos los hombres por su muerte y su
resurrección” (Catecismo 786). Su dominio real se traduce en servicio,
en entrega, en dedicación a los otros, especialmente a los pobres y a los que
sufren.
El incienso nos remite a la
divinidad. Jesús no es sólo un hombre; es el Hijo de Dios hecho hombre. Los
Magos “veían a un hombre, pero reconocían a Dios”, escribe
el Pseudo-Crisóstomo. No se escandalizan de su pequeñez, de su debilidad, de su
limitación. Ven en el Niño a Dios.
La mirra se empleaba para
embalsamar a los cadáveres. Jesús “había de morir
por la salvación de todos”, comenta San Agustín. Se trata, pues, de un
signo de la humanidad del Señor, que no dudó en compartir nuestra condición
humilde y abocada a la muerte.
San Gregorio Magno encuentra nuevos significados para estos tres presentes.
El oro, dice, es la sabiduría; el incienso, es la virtud de la oración; la
mirra, la mortificación de la carne: “Ofreceremos,
pues, oro a este nuevo Rey, si resplandecemos delante de él con la luz de la
sabiduría; el incienso, si por medio de la oración con nuestras oraciones
exhalamos en su presencia olor fragante; y mirra si con la abstinencia
mortificamos los apetitos de la sensualidad”.
Todas nuestras ofrendas no
tendrían valor si Cristo no hubiese convertido su vida en sacrificio “de olor agradable” (Ef 5,2). Todos nosotros, los
cristianos, estamos ungidos, con el santo crisma, por una mezcla de perfumes de
gran precio. Estamos llamados a exhalar el buen olor de Cristo (cf 2 Co 2,15).
Que cada uno de nosotros, como
los Magos, ofrezca al Señor regalos conformes con su dignidad: la sensatez de
reconocerlo como Dios, de adorarlo como merece y de ofrecerle la sujeción de
las pasiones que nos confunden.
En el oro, el incienso y la
mirra “se manifiesta, se inmola y se da en comida” Jesucristo.
Él llega; en su mano “tiene el reino, y la potestad
y el imperio”.
Guillermo Juan
Morado.
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