1. La segunda de las Antífonas Mayores de Adviento
(de las siete que se anteponen al cántico del Magníficat en el rezo de Vísperas
entre los días 17 a 23 de diciembre de la Liturgia de las Horas) nos conduce a
una de las tantas prefiguraciones del Mesías de las que está colmado el Antiguo
Testamento. Allí Cristo es invocado con el nombre de Adonai: Oh Adonai, Pastor
de la Casa de Israel, que te apareciste a Moisés en la llama de la zarza
ardiente y en el Sinaí le diste la ley, ven a redimirnos con el poder de tu
brazo.
Lo primero que se presenta a nuestra meditación es el insondable y
misterioso contraste entre el significado del nombre veterotestamentario y la
singular teofanía que esplende en la humildad de la Cuna de Belén. Adonai, en efecto,
era el Nombre con que los judíos nombraban a Dios cada vez que en la Sagrada
Escritura aparecía el Nombre de Yahweh, el mismo con el que Dios se había dado a conocer
a Moisés en la zarza ardiente del Horeb: Yo
soy el que soy. Es que a ellos les estaba
vedado pronunciar el nombre sagrado de Dios, el que ha llegado hasta nosotros
en la forma del Tetragrámaton YHVE; por eso lo sustituían por Adonai.
Adonai significa el Señor, el Kyrios griego, el Dominus de
las versiones latinas. El Señor, Mi Señor, el Señor Majestuoso en la plenitud
de su Poder y de su Gloria. Más de trecientas veces el Viejo Testamento trae
este nombre inefable que la voz humana se atreve a pronunciar apenas. Tan
sublime es este Nombre que el mismo Dios no lo dio a conocer a los primeros
Padres. Leemos, así, en Éxodo, capítulo 6,
versículos 2 y 3: Y habló Dios a Moisés y le
dijo: Yo soy el Señor. Me aparecí a Abraham, a Isaac y a Jacob como Dios
Todopoderoso; pero no les di a conocer mi nombre de Adonai.
Santo Tomás de Aquino, con su habitual claridad, explica cuál es el
sentido de este ocultamiento del Nombre de Dios a los primeros Padres. Se
trata, en primer lugar, de la explicitación de la Fe que se da de manera
gradual en el curso de los tiempos. Así, los últimos Padres conocieron de
manera explícita cosas desconocidas para los primeros; y por eso el Señor dice
a Moisés que a éstos no se dio a conocer con su Nombre de Adonai (Éxodo 6,2-3) y David, por su parte, afirma poseer
más cordura que los viejos (Salmo118,100). De
igual modo el Apóstol Pablo escribe (Efesios 3, 5)
que en generaciones pasadas no fue dado a conocer a los hombres, como ha sido
revelado a sus santos apóstoles y profetas, el misterio de Cristo (Summa Theologiae II-IIae, q 1, a 7, corpus). Lo mismo ocurre con las profecías las que en
el curso del tiempo fueron creciendo conforme a la admirable pedagogía de Dios.
En efecto, en cuanto se ordena a la fe en la divinidad, la profecía creció
según tres distintas etapas temporales: antes de la ley, bajo la ley y bajo la
gracia. Antes de la ley, Abrahán y los otros padres fueron instruidos sólo en
lo tocante a la fe en la divinidad, de aquí el sentido del citado pasaje
de Éxodo 6, 2, 3. Moisés, en cambio, fue instruido
sobre la simplicidad de la esencia divina cuando se le dijo, conforme a Éxodo 3,14: Yo
soy el que soy, que es lo que
expresan los judíos con el nombre de Adonai, a causa de la veneración en que
tenían aquel nombre inefable (Summa Theologiae II-IIae,
q 174, a 6, corpus).
La Historia de la Salvación se nos aparece de este modo como una
progresiva manifestación de Dios no en cuanto a su substancia sino en cuanto a
su explicitación conforme iban madurando los tiempos, siempre según el plan
providente de Dios que todo lo mueve con suavidad y según el modo de cada cosa.
Tal la magnificencia del nombre Adonai con el que la liturgia de Adviento llama a
Cristo que viene.
¿En qué consiste, entonces, ese inefable y
misterioso contraste del que hablamos al principio? Es que el Adonai, el Todopoderoso, Aquel cuyo nombre no osan nombrar los
labios humanos, es ahora un niño anunciado por el Ángel a unos pobres
pastores: Hoy os ha nacido en la Ciudad
de David un Salvador que es Cristo el Señor. Y esto os servirá de señal:
hallareis un niño, envuelto en pañales y acostado en un pesebre (Lucas, 2, 11, 12). ¡Oh inefable y misterioso Poder de Dios que se manifiesta
en la extrema debilidad de un niño recostado en un pesebre! ¡Oh, Tú, Adonai,
que siendo la Grandeza misma te abajas a la extrema pequeñez de un niño! ¡Oh
Dios Omnipotente que has elegido brillar en la máxima impotencia de la
naturaleza humana!
2. Sigue la Antífona invocando al Adonai como Pastor de la Casa de
Israel y el Legislador del Sinaí. Tenemos aquí el segundo punto de reflexión
que nos ofrece el texto. La Casa de Israel es figura de la herencia que hemos
merecido por la sangre del Mesías. Ahora, el Dios que condujo a los israelitas
por el desierto a la tierra prometida, es el Cristo, el Redentor que nos
conduce como Pastor Supremo a la definitiva tierra de la gracia. Y aquella
Antigua Ley dada a Moisés en la zarza ardiente no fue sino la prefiguración de
la Nueva Ley, la Ley de la Gracia, la de la Nueva Alianza sellada con sangre en
el Calvario. El Cristo que nace es el Divino Legislador que viene a nosotros y
porta en sus manos las nuevas tablas de una ley que sobrepuja y lleva a su
plenitud aquella que conocieron nuestros primeros padres. Es Cristo mismo que
lo ha dicho: No he venido a abolir la Ley ni
los Profetas… he venido a darle cumplimiento (Mateo 5, 17).
Pero ¿cómo se ha llevado a cabo ese
cumplimiento sino por la doble kenosis de Cristo, esta del Pesebre y aquella
otra de la Cruz? El Pesebre y la Cruz son, ahora, el brazo poderoso de
Adonai. Cristo, es brazo de Dios. Fray Luis de Granada al evocar este
nombre del Señor nos remite a Isaías: ¿A quién ha sido revelado el
brazo de Yahvé? (Isaías, 53, 1).
También al Magníficat: Desplegó el poder de su brazo y
dispersó a los soberbios (Lucas, 1, 51). Pero
si invocamos “el poder de tu brazo que viene a
salvarnos”, ¿qué otra cosa estamos invocando sino la poderosa impotencia del
Pesebre que viene a reinar en el trono de la Cruz?
3.
Cedamos, a modo de recapitulación de esta Antífona, la palabra a Dom Próspero
Guéranger:
¡Oh soberano Señor, Adonai! ven a rescatarnos, no con tu poder, sino con tu humildad. Antiguamente
te apareciste a tu siervo Moisés en medio de una santa llama; diste la ley a tu
pueblo entre rayos y truenos: ahora no se trata de amedrentar sino de salvar.
Por eso, conocedores tu purísima Madre María y su esposo José del edicto del
Emperador que les obliga a emprender el camino de Belén, ocúpense de los
preparativos de tu próximo Nacimiento. Dispone ella, oh Sol divino, los
humildes pañales que han de cubrir tu desnudez, y que en este mundo creado por
ti te protegerán contra el frío, cuando aparezcas en medio de la noche y del
silencio. Así es como nos has de librar de la servidumbre del orgullo, así como
se dejará sentir tu brazo poderoso aunque parezca débil inútil a los ojos de
los hombres. Todo está dispuesto, oh Jesús, tus pañales te esperan: sal pues
cuanto antes y ven a Belén, para rescatarnos del poder de nuestros enemigos (El Año Litúrgico. Adviento y Navidad, Primera
Edición Española, Burgos, 1954).
He aquí,
en todo su esplendor la admirable paradoja de Dios que así nos instruye y nos
guía en la contemplación del gran misterio de la Navidad.
Doblemos
la rodilla ante ese Niño que gime de frío y llora. Es el Adonai, el Señor, el
Omnipotente. El que nos da la Nueva Ley de la Gracia. El que asume la
impotencia y la fragilidad de nuestra carne para redimirnos con la omnipotencia
de su Amor.
¡Feliz Navidad!
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