Por el acto de creer, el
hombre se abre, a través de lo visible y de lo material, al misterio de lo
eterno. De esta manera, la fe se convierte en una protesta frente a la desacralización y en una apuesta a favor del
reconocimiento del sentido y la significatividad de los espacios y tiempos
consagrados a Dios; espacios y tiempos que suponen y que preservan el
valor simbólico de lo real.
Entre estos espacios
consagrados, reservados a Dios, están los templos, las iglesias. Son lugares
que apuntan hacia lo alto y que, con su potencial simbólico, nos recuerdan que “no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que
sale de la boca de Dios” (Mt 4,4).
La iglesia visible “simboliza la casa paterna hacia la cual el pueblo de
Dios está en marcha y donde el Padre ‘enjugará toda lágrima de sus ojos’ (Ap
21,4). Por eso también la Iglesia es la casa de todos los hijos de Dios,
ampliamente abierta y acogedora” (Catecismo, 1186).
Entre los tiempos consagrados,
merece especial mención el domingo, día que constituye el centro mismo de la
vida cristiana: “El descubrimiento de este día es
una gracia que se ha de pedir, no sólo para vivir en plenitud las exigencias
propias de la fe, sino también para dar una respuesta concreta a los anhelos
íntimos y auténticos de cada ser humano. El tiempo ofrecido a Cristo nunca es
un tiempo perdido, sino más bien ganado para la humanización profunda de
nuestras relaciones y de nuestra vida” (S. Juan Pablo II).
Un mundo desacralizado es un
mundo que cierra las puertas a lo nuevo, que solo puede provenir de Dios, y que
se auto-clausura en una especie de eterno retorno de lo mismo.
La naturaleza sacramental de
la fe constituye también un antídoto frente a la reducción de la hondura de lo
real a la que aboca el funcionalismo, una mentalidad que ya no sea asombra ante lo que
las cosas o las personas son, sino que ve todo desde la perspectiva utilitaria.
Las cosas ya no serían, desde esta perspectiva, valiosas en sí mismas, sino que
lo serían en la medida en que resultasen útiles, funcionales, para mí.
El pensar sacramental, acorde
con la estructura sacramental de la fe, mantiene la bidimensionalidad de todo
lo real, distinguiendo el plano significante -sacramental– y el plano
significado – trascendente -.
El pensar funcional ya no
distingue entre la realidad para mí y la realidad en
sí, sino que todo el ser es
considerado de modo unidimensional como realidad para
mí.
El pensar sacramental protege,
finalmente, de la deriva hacia el integrismo, que absorbe el plano significado en el
significante, y que tiende a convertir en inamovibles las formas exteriores, lo
que aparece, olvidando el sentido que se expresa en esas formas.
Por el contrario, la deriva
hacia el misticismo absorbe el plano
significante en el significado y tiende a prescindir de cualquier mediación
sacramental. Lo importante sería la relación inmediata del alma con Dios,
dejando de lado los cauces de los que Dios se ha valido para aproximarse al
hombre.
El pensar sacramental, y la
naturaleza sacramental de la fe, nos recuerda la principalidad de Dios, una
principalidad – cuestionada en buena medida por una parte del pensamiento
posmoderno, que tiende a ser funcionalista y constructivista – que permite
comprender que la realidad no se agota en lo que yo percibo de ella, sino que
posee un sentido, una verdad en sí, que le pertenece con independencia de mi
ver y comprender.
La fe, al poner a Dios en el
primer plano, es en su misma estructura, teológica.
Guillermo Juan
Morado.
Cuesta creer que
un ser humano puede caer tan bajo, ya sin ser capaz de encontrar un límite a su
bajeza.
Profanar la
Eucaristía es la bajeza absoluta, químicamente pura. Muy triste.
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