Ante tantas
propuestas ideológicas interesadas ha llegado la triste circunstancia que se ha
perdido la sindéresis en muchos momentos. Se trata de la capacidad natural para
juzgar rectamente y poder distinguir entre el bien y el mal. En definitiva,
usar la discreción y la sana razón, lo que popularmente se dice: «tener sentido
común».
Ante tantas propuestas
ideológicas interesadas ha llegado la triste circunstancia que se ha perdido la
sindéresis en muchos momentos. El término sindéresis viene del griego synteréo, que significa observar, vigilar
atentamente. Es la capacidad natural
para juzgar rectamente y poder distinguir entre el bien y el mal. En definitiva
usar la discreción y la sana razón. Lo que popularmente se dice: Tener sentido común.
Y si bien este sentido común
es el que debiera regir, nos encontramos que por varias circunstancias, se ha
perdido. No se entienden ciertas afirmaciones que se usan y que se aplican como
si se tratara de un dogma. Por ejemplo, no se entiende que por defender la
libertad se usen medios coercitivos como son la violencia o la degradación de
la persona.
El Papa Benedicto XVI decía, hablando de la
verdad y la caridad, que en estos tiempos, la verdad suele ser relativizada
perdiendo su fuerza y obligatoriedad. La
‘verdad’ se convierte en ‘tu verdad’ o ‘mi
verdad’ convirtiéndose en opinión, y cuando ésta va aunada al poder
político deviene en formas de gobierno despóticas e injustas.
O, cuando es mayoritaria, en trastornos de vida social absurda cuando se
reclama por derechos humanos violentándose otros, incluso a su vez los más
básicos y elementales como el derecho a la vida y la dignidad de la persona,
propios de una sociedad contradictoria que ha perdido su sentido común, como
por ejemplo se reclama el derecho al propio ejercicio de la libertad para
decidir abortar o lesionar la justicia. Cuando esto sucede, se pone en peligro
el verdadero desarrollo de los pueblos (Cfr. Cáritas in Veritate, 43).
El saber nunca es sólo obra de
la inteligencia. Ya decía Oliver Wendel, poeta y médico estadounidense: «La ciencia es un magnífico mobiliario para el piso
superior de un hombre, siempre y cuando su sentido común esté en la planta baja».
Ciertamente, puede reducirse a cálculo y experimentación, pero si quiere ser
sabiduría capaz de orientar al hombre a la luz de los primeros principios y de
su fin último, ha de ser sazonado con la sal de la caridad.
En una época en la que la
realidad virtual gana espacio y tiempo en la vida del ser humano conviene tener
presente el origen de dónde se parte y el fin al que se dirige. Por eso el evangelio pone el dedo en la llaga
cuando dice: «Vosotros sois la sal de la
tierra. Pero si la sal se vuelve sosa ¿con qué se salará? No vale más que para
tirarla fuera y que la pisotee la gente» (Mt 5, 13).
Jesucristo nos muestra un camino certero y apoyado en el sentido que la misma
naturaleza nos regala. Ante esta metáfora de la sal hay una cosa que es necesario
evitar: perder el sabor.
Cuando se pierde el sentido
auténtico de lo que es la vida y de lo que ella contiene en sí misma se sitúa
en lo absurdo. Es la regla sin sentido
de pensar lo mismo que la mayoría: se piensa y actúa como todos, se
sustentan las mismas ideas, se vierten las mismas opiniones, se adoptan los
mismos criterios: es como la sal que se ha vuelto
insípida.
Se requiere una conversión
especial para romper con los principios vacios del error mundano. «No os acomodéis a la mentalidad del mundo, antes bien
transformaos mediante la renovación de vuestra mente de forma que podáis
discernir cuál es la voluntad de Dios, lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rom
12, 2).
La mente es la primera que ha
de promocionar la conversión. No hay peor corrupción que aquella que se fragua
en la mente. Es mucho peor que la corrupción del corazón puesto que en ella
anida o la luz o las tinieblas. Ya lo advertía Jesucristo: «Los hijos de este mundo son más sagaces en lo suyo que
los hijos de la luz» (Lc 16, 8). Una
advertencia para tomar en cuenta y saber que para ser coherentes debemos
aplicar el sentido común que parece el menos común de los sentidos.
Monseñor Francisco Pérez González
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