Así lo entiende el
nuevo secretario de la Conferencia Episcopal Española, Mons. Luis Argüello,
quien ha defendido el derecho de la Iglesia a poder elegir a sus candidatos al
sacerdocio, sellando unas condiciones innegociables.
Que Platón haga una encendida
defensa del amor homosexual en el Banquete; que un prominente constructivista social, como
Foucault, sostuviera con astucia que la orientación sexual se ha convertido en
algo más importante que la bondad, la excelencia o la justicia; o que la «agenda política» fomente desde la legislación, la
enseñanza y los medios de comunicación la aceptación social de la
homosexualidad como un estilo de vida admisible, no significa que la Iglesia
deba negociar con «el mundo» sus condiciones para los candidatos al sacerdocio.
Si así lo hiciera dejaría de ser una realidad completa para convertirse en un
mero agente social, en un espacio público domesticado por el poder, legitimador
auténtico del carácter secular del hombre moderno, y quedaría emplazada a
recobrar las condiciones de su propia libertad una vez que ha perdido sus
funciones a favor del Estado.
Así lo entiende el nuevo secretario de la Conferencia Episcopal
Española, Mons. Luis Argüello, quien ha defendido el derecho de la
Iglesia a poder elegir a sus candidatos al sacerdocio, sellando unas
condiciones innegociables: ser varón, célibe y heterosexual. Aparte del desliz
cognitivo, que le llevara a identificar al varón con su condición heterosexual,
y del evidente miedo a la presión mediática, constatable en la premura de sus
disculpas, Argüello expuso con claridad la doctrina de la Iglesia, trascendiendo
cualquier propuesta huius temporis capaz
de hacer más digerible un Evangelio cuya radicalidad aspira a la transformación
y santificación del hombre. La Iglesia rechaza ser un mero grupo de interés
como otro más, ajeno a las sirenas del poder del Estado, esgrimiendo su derecho
propio, resistiendo de un modo contracultural a la cultura dominante, y en cuyo
seno no se busca el consenso arbitrario sino hacer oír libremente el mensaje
del Evangelio.
Después de manifestar su deseo
de llegar a un pacto estatal por la educación, el nuevo portavoz del episcopado
declaraba que a la Iglesia no sólo le preocupa la Religión y la enseñanza
concertada, sino «la educación en toda su
dimensión». Expulsar la Religión de las escuelas y colegios, como en la
práctica se pretende al no ser evaluable ni computable para la nota media como
cualquier otra materia, no sólo supone romper de un modo solapado unos Acuerdos
con el Vaticano, sino una verdadera agresión a la familia y a la comunidad
docente que, a diferencia del laicismo gubernamental, se muestran favorables a
un saber compartido y al descubrimiento del bien común; sacar la Religión de la
escuela es una agresión a la Iglesia católica, en la reivindicación secular de
arrinconar sus recursos espirituales y morales para una formación integral de
la persona al ámbito de lo privado, considerar que su locus es meramente privado; hacer de la
Religión un epifenómeno de la política significa una agresión a la pertenencia
a una comunidad estable, enraizada en una determinada tradición moral, con una
identidad histórica que me precede y cuya posesión se identifica con la de una
identidad social; despreciar la Religión constituye una agresión al mundo
cristiano que, después de pasar por la máquina trituradora de la ideología,
experimenta la destrucción de la «autonomía
legítima de la cultura», vaciada ya de cualquier contenido ofrecido por
la Fe para la formación integral de niños y jóvenes. Los resultados de la
acción gubernamental, reprobando públicamente la Religión, serán cuando menos
bastante híbridos: una concepción del bien común
político que se reduce a su sola función coercitiva ideológica, privada de
dimensión educativa al negar una asignatura plenamente consolidada en el
sistema escolar europeo.
Aparte de otras cuestiones,
Argüello tuvo tiempo para reflexionar sobre uno de los males de nuestro tiempo
como es elevar a la categoría jurídica el sentimiento: el sexo sentido, dirá,
no puede ser suficiente para el cambio de sexo. Está prohibido hablar de esto
en la universidad: «mejor que no lo hagas», advierten a los profesores desde
los centros incluso privados. Serás un proscrito, comenzando por el juicio
severo de los alumnos, si resbalas por tan espinosa pendiente. Estamos
amenazados por espantosos lobbys que aspiran a realizar sus proyectos sin ningún
obstáculo moral o legal. Para el primero, invocan la psicología y la
antropología cultural, reforzando la idea de que nuestras opciones morales
dependen más de nuestras reacciones emocionales que de nuestra razón y nuestra
libertad. Para el obstáculo legal, desontologizan la persona y el sexo (el sexo
no existe, sino que se hace y se elige), destruyendo la realidad y la
naturaleza humana desde el positivismo jurídico, manipulando la ley y
haciéndola moldeable, incapaz de reconocer la realidad de las cosas y otorgando
el único poder al deseo y la voluntad de cada uno, desde un febril, irreverente
y desacralizador relativismo.
Roberto Esteban Duque
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