“La mayor contribución
a la restauración del orden de la sociedad humana en su conjunto sería la
fundación en cada ciudad, población y área rural de comunidades religiosas
contemplativas, comprometidas con la vida de silencio consagrado, de modo que
el silencio esté presente en nuestro trabajo y en nuestros días como el árbitro
vigilante de un partido, para juzgar y medir todos nuestros ruidosos logros. La
razón principal por la que el sexo se está despedazando a sí mismo en todas las
violentas variantes de esterilidad intencionada es que muy pocos viven la
virginidad consagrada y fecunda y la razón fundamental por la que nuestras
discusiones y comités han llevado a la esterilidad del escepticismo es que aún
hay menos personas que vivan el silencio fecundo y consagrado”.
John Senior, La restauración de la cultura cristiana,
1983
………………………………….
Vivimos en un mundo de medios sin fines, que se
afana y corre continuamente sin saber nunca a dónde va. Por eso Senior dice que
la respuesta a nuestros males estaría en que nuestra vida girase de nuevo en
torno a monasterios contemplativos, donde pudiéramos ver con nuestros propios
ojos para qué estamos hechos. En particular, donde pudiéramos redescubrir los dos grandes secretos que nuestro mundo ha
olvidado: que es posible contemplar la verdad y que se puede vivir la
virginidad consagrada.
Al carecer cada vez más de
esos ejemplos, hemos olvidado que el estudio,
la ciencia y las universidades están ordenados a la contemplación de la verdad
del mismo modo que la sexualidad está ordenada a la castidad (no
castidad en el sentido de mera abstinencia, como la entiende el vulgo pagano,
sino en su verdadero sentido de la fidelidad y entrega amorosas queridas por
Dios, ya sea en la consagración virginal, en el matrimonio, en la viudez o la
soltería).
Como despreciamos los fines,
sin embargo, lo que tenemos es universidades y expertos que nunca se ponen de
acuerdo en nada que realmente le importe al ser humano; infinidad de maestros y
ni un solo alumno; la exaltación de las preguntas y el desprecio de las
respuestas; el elogio de la duda y el miedo a la certeza; interminables
tertulias y discursos sin nadie que se detenga un momento a escuchar; mil
teorías que se suceden vertiginosamente al hilo de las modas y ni una sola verdad en la que el alma pueda
descansar. Somos como pescadores que no han pescado ni piensan pescar
nunca en su vida, pero atesoran cientos de cañas sin saber por qué.
Lo mismo sucede con la sexualidad, exaltada hasta el infinito,
omnipresente y presentada como todopoderosa e irresistible, pero huérfana de dirección, sentido o
permanencia, que se adentra en los oscuros bosques de las perversiones buscando
algo, algo, lo que sea, sin saber nunca qué, ni encontrar nada que satisfaga
realmente. Por eso la revolución sexual, inevitablemente, ha dado lugar a la
caída en picado de los matrimonios, a niños que crecen por millones sin una
figura paterna y a la destrucción de la familia, apenas maquillada por el
parloteo sobre los “nuevos modelos de familia",
que a la postre no son más que familias heridas por las penalidades de la vida,
el pecado o la desesperanza.
Los medios, convertidos en
ídolos, han destruido los fines que eran la razón de su existencia. El estudio
y la ciencia sin contemplación desembocan, más pronto que tarde, en el mero escepticismo, del mismo modo que la
sexualidad sin castidad lleva rápidamente al hastío más profundo y a agarrarse desesperadamente al clavo
ardiendo de las perversiones.
El problema, como señala Senior,
no es simplemente la oscuridad, porque el pecado y la ignorancia siempre han
existido. El verdadero problema es que los
que están perdidos ya no tienen un faro que les muestre el camino de
vuelta a casa, y si no existe ese faro, qué grande será la oscuridad. La
desaparición y agonía de los monasterios solo es un signo de algo más profundo.
Incluso nuestra Madre la Iglesia,
aturdida, ha dejado de mirar a su fin, volviendo la mirada sobre sí
misma e intentando cubrir su desnudez con las pobres hojas de higuera de
inacabables documentos, ecologías, sínodos desorientados, moderneces varias y
coqueteos con un mundo que la desprecia, en lugar de dejar que su Señor la
vista de perlas y brocado, con séquito de
vírgenes, entre alegría y algazara.
La fundación de monasterios
por doquier podría (y, si Dios quiere, podrá) dar la vuelta a esta situación,
como ya lo hizo en la baja Edad Media. Sin embargo, como esa fundación no
estará en la mano de la mayoría de los lectores, padres o madres de familia,
probablemente lo que nos toque sea crear
pequeños monasterios domésticos en nuestros hogares, lugares donde se viva con
alegría la vocación al matrimonio, con los ojos puestos en el cielo,
además de apoyar a los “grandes monasterios” de
consagrados. Es decir, proporcionar al mundo ejemplos vivos que muestren que es
posible la contemplación dichosa de la verdad y que la castidad no es una losa
que nos han colocado encima, sino la única forma verdadera de amar con
libertad.
Así, a pesar de nuestra
debilidad o más bien gracias a ella, podrá brillar en nuestras familias la luz
de Cristo, que ilumina a todo hombre. Puede que esa luz sea pequeña y humilde,
pero entre una temblorosa lucecita y la oscuridad completa hay un abismo de
diferencia: el abismo de la esperanza que no defrauda.
Bruno M.
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