El papa
Pecci recuerda cómo la larga guerra hecha por la contra-iglesia a la Iglesia de
Cristo ha conducido al punto al que tendía, o sea, ha puesto en peligro, no
sólo a la Iglesia (que, sin embargo, es protegida por Dios y no podrá morir
jamás), sino también a la misma sociedad civil, hundiéndola en las revueltas y
en la anarquía. Todo ello aparece claro sobre todo en estos años (el Papa
escribía en 1881), en los que las ansias del pueblo rechazan todo tipo de
autoridad y no quieren sometérsele.
La religión
católica había ofrecido a los Estados unos fundamentos sólidos de orden y de
estabilidad, de modo que la guerra oculta contra la Iglesia no podía no llevar
a la revolución y a la revuelta contra los Estados y los gobernantes.
La
Iglesia había sabido templar la relación de los derechos y los deberes entre
súbditos y gobernantes. Jesús sometió al deber tanto a los que obedecen como a
los que mandan en el poder civil o estatal, de modo que se mantuviera la
tranquilidad del orden.
Desgraciadamente,
el hombre, después del pecado original, es empujado por la concupiscencia de la
soberbia a no obedecer, pero en cualquier tipo de sociedad civil es necesario
que exista una autoridad que mande y súbditos que obedezcan. De modo que, si se
priva al Estado o a la sociedad civil del principio de autoridad o de un jefe a
quien obedecer, ella se destruye y no consigue alcanzar el fin para el cual ha
sido constituida: el bienestar común temporal.
Por lo
tanto, si no se ha conseguido eliminar y revocar completamente de la sociedad
civil toda autoridad gobernadora, se ha intentado de todo para quitarle la
fuerza y disminuir su poder. Todo ello especialmente con el Humanismo y el
Renacimiento.
En torno
al siglo XV, la masa quiso darse a sí misma una mayor libertad, que llegaba a
la licencia, y pensó una nueva teoría sobre el origen y la constitución de los
Estados, muy diferente de la clásica, que se fundaba en la enseñanza de la
filosofía política de Aristóteles y Santo Tomás de Aquino. El derecho político
moderno considera falsamente que el poder viene de abajo, o sea, del pueblo y
no de Dios, y que el mismo pueblo puede revocarlo cuando le parece oportuno.
La
doctrina católica enseña que, si bien los gobernantes pueden ser designados por
el pueblo, el poder o la autoridad les derivan de Dios, como a toda autoridad
humana. El pueblo es sólo el designador del gobernante, pero el poder llega a
quien manda de Dios, a través del pueblo como canal, el cual no mantiene el
poder que le ha dado a la autoridad legítimamente elegida y constituida. En
resumen, si bien el pueblo puede elegir al gobernante no le confiere el poder.
Las
formas de poder son tres: la monarquía (gobierno de uno solo, cuya degeneración
es la tiranía), la aristocracia (gobierno de los mejores, cuya degeneración es
la oligarquía) y la ‘politeia’, llamada
comúnmente ‘democracia’ (gobierno del
pueblo, cuya degeneración es la demagogia). Las tres son legítimas con tal que
tiendan al bien común de la sociedad y de los ciudadanos. Mientras que sus tres
degeneraciones tienden, no al bien común de la Sociedad, sino al bien de una
sola parte (el tirano en particular, el grupo de los oligarcas o la sola masa
popular).
El Papa
cita los versículos de la Sagrada Escritura de los que se deduce que el poder
viene de Dios. Por lo tanto, enseña que estas verdades enseñadas a los hombres
por Dios fueron olvidadas cuando sobrevino la superstición pagana, pero después
– brillando el Evangelio de Cristo – la verdad, también sobre el poder y sobre
el gobierno de los pueblos, volvió a resplandecer.
Después
de haber citado a los Padres de la Iglesia, que enseñaron la misma doctrina
sobre el origen de la autoridad, León XIII ofrece la razón teológica de esta
doctrina mediante un silogismo: el hombre es por naturaleza un animal social.
Pues bien, no existe sociedad sin autoridad. Por lo tanto, por la naturaleza de
las cosas, en la sociedad civil debe existir una autoridad que mande y súbditos
que obedezcan.
La
sociedad civil, el vivir en común bajo la autoridad, no nació del libre
consentimiento de los hombres o del pacto social, como lo llamaba Rousseau,
según el cual cada hombre cedió una parte de sus derechos a gobernarse y todos
se entregaron voluntariamente en poder del gobernante elegido por ellos. No –
reafirma León XIII – el hombre, por naturaleza, no es solitario y silvestre,
sino que está empujado a vivir junto a otros o a formar una sociedad (primero
familiar y después civil) en la que vivir más seguro de poder conseguir el bien
común temporal subordinado al espiritual, ya que el hombre es un compuesto de
cuerpo y alma.
A partir de todo ello se ve cómo sea ventajoso para el bienestar de los
ciudadanos, de los gobernantes y de la sociedad civil la doctrina política
sobre la natural sociabilidad humana, revelada por Dios, enseñada por Aristóteles,
por los Padres de la Iglesia y por Santo Tomás de Aquino, seguido por los
grandes escolásticos. El poder de los gobernantes, viniendo de Dios y siendo “como una comunicación de la potestad divina, adquiere
por este mismo motivo una mayor dignidad que el puramente humano”
(León XIII, Encíclica Diuturnum, en Tutte le Encicliche dei Sommi Pontefici, Milano,
Dall’Oglio Editore, ed. V, 1959, 1º vol., p. 367).
Por lo
tanto, es necesario que los ciudadanos sean obedientes y estén sujetos a los
Príncipes como a Dios, no tanto por temor de los castigos como por reverencia a
su majestad, y no por adulación, sino por conciencia del deber. En efecto, si
el poder deriva de Dios, el hombre obedece con más amor, mientras que quien
desobedece a la autoridad humana sabe que con ello mismo desobedece también a
Dios.
Sin
embargo, hay una excepción que hace lícita la desobediencia o la resistencia
pública a la autoridad civil. En efecto, si quien manda pretende de los
ciudadanos algo que sea contrario al derecho natural y divino, entonces no se
debe obedecer al hombre, ya que se desobedecería a Dios. “Todas las cosas en las que se viola la ley natural y
divina, es igualmente iniquidad, tanto el mandarlas como el cumplirlas. Si a
alguno le ocurre encontrarse obligado a elegir entre estas dos cosas, es decir,
despreciar los mandamientos de Dios o los de los Príncipes, se debe obedecer a
Jesucristo. Aquellos que se comportan de tal manera no deben, sin embargo, ser
acusados de haber faltado a la obediencia, ya que, si la voluntad de los
Príncipes repugna a la voluntad y a las leyes de Dios, ellos mismos exceden el
modo de su potestad y pervierten la justicia; no puede prevalecer, en tal caso,
su autoridad, la cual es nula, cuando no hay en ella justicia” (ibidem,
p. 367).
Además,
para que en el poder se mantenga la justicia es necesario que aquellos que
mandan comprendan bien que el poder de gobernar les ha sido dado no para su
propio provecho privado, sino para provecho de los ciudadanos y no de los
gobernantes, los cuales deberán responder a Dios de su acción y no podrán de
ninguna manera huir a la severidad de Dios.
Mientras
entre el poder civil y el religioso, o sea, entre el Estado y la Iglesia, las
relaciones permanecieron siendo tranquilas y buenas, y duró una amistad concorde,
todo fue bien. En efecto, la práctica de la subordinación del poder temporal al
espiritual no puede no beneficiar tanto al Estado como a la Iglesia. Si los
pueblos padecían tumultos e intentaban rebelarse a su autoridad, la Iglesia lo
reconciliaba todo y volvía a llamar a todos a su deber. Como también si los
Príncipes pecaban y abusaban al gobernar en beneficio propio y no por el bien
común, entonces la Iglesia les recordaba sus propios deberes y los justos
derechos de los pueblos, persuadiendo a los Príncipes para que usaran de
clemencia, honestidad, equidad y benignidad. De este modo, a menudo la Iglesia
consiguió eliminar los peligros de tumultos y guerras civiles.
El Estado
moderno vuelca todo y considera que la autoridad viene del pueblo a quien la
ejerce, de donde se quita toda fuerza y subsistencia a la autoridad, no
viniendo ya de Dios. Por lo tanto, abre las puertas a las revoluciones y a las
sediciones contra la misma autoridad, que, como ha recibido del pueblo el
poder, puede ser así depuesta por el pueblo. Las etapas que la Modernidad ha
recorrido en esta revolución respecto a la filosofía política y a la doctrina
sobre la Constitución de los Estados son resumidas por León XIII en el
Protestantismo, el Iluminismo y el Comunismo.
Después,
el Papa pone en guardia a los Príncipes respecto a la verdadera restauración
del orden y del concepto de autoridad. En efecto, sería un grave error pensar
que se puede restaurar la Sociedad civil, alterada por las revoluciones,
solamente mediante la severidad de las leyes, sin preocuparse de restablecer y
restaurar la verdadera doctrina sobre el origen divino de la autoridad humana,
devolviendo la concordia y la unión entre Estado e Iglesia.
El remedio a tantos males y desórdenes político-sociales es la doctrina
de San Pablo: “Omnis potestas a Deo / Todo poder humano deriva de Dios”. De ello se deduce que el Papado, lejos de
fomentar las discordias y las sediciones contra el Poder civil, provee mejor
que nadie a la común utilidad de la res
publica. Por ello el papa Pecci exhorta a los Príncipes para que
tutelen la religión y especialmente la única verdadera, fundada por Dios en la
Iglesia romana.
Por lo
tanto, recuerda y resume brevemente la doctrina de la Contrarreforma (Francisco
Suárez y San Roberto Belarmino) sobre las relaciones entre poder espiritual y
temporal, según la cual los Príncipes temporales tienen un poder directo sobre
las materias temporales mientras que los Prelados lo tienen en las materias
espirituales. Sobre las materias mixtas (que se refieren a los mismos sujetos
en cuanto sometidos a la Iglesia en cuanto al alma y al Estado en cuanto al
cuerpo), recuerda e invita a la concordia que debería siempre reinar entre
Estado e Iglesia para interés de ambos.
La
Encíclica es siempre válida porque nos recuerda los principios inmutables de la
filosofía política, que derivan como consecuencia socialmente práctica de la
metafísica. Además, hoy es particularmente actual, ya que nos recuerda también
cómo, frente a órdenes ilegítimas, no se está obligado a obedecer, antes bien,
se debe obedecer a la ley natural y divina antes que a las órdenes que mueven
al mal y al error.
Joachim
(Traducido por
Marianus el eremita /Adelante la Fe)
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