En cierta ocasión falleció una persona que me era muy querida. Asistí a
las exequias, y resultaron ser una ceremonia de canonización propia del Novus
Ordo celebrada por un sacerdote y tres mujeres en traje sastre que acolitaban
en el presbiterio. Todos los fieles vestían de negro excepto el cura, que iba
de blanco. Resultaba chocante y de mal gusto. Nunca me había parecido tan
patente el contraste entre el arraigado instinto humano del duelo, que se puede
considerar una parte imposible de erradicar del sensus
fidelium, y la disparatada ocurrencia de los reformistas que
introdujeron el blanco como color litúrgico para las misas de difuntos.
Pero el día anterior había asistido con mi familia a una Misa
tradicional de requiem celebrada por un amigo sacerdote. La diferencia no era
sólo como de la noche al día, sino impactante. De un día para otro, nos vimos
emocionalmente suspendidos entre dos ofrendas por los difuntos radicalmente
diferentes: la una se tomaba la muerte con una
seriedad solemne que se preocupa por el destino del alma difunta, y nos
permitía el duelo; la otra, arrincona la muerte con lugares comunes y promesas
vacías. La disparidad entre las vestiduras negras, el Dies irae y los sufragios por el cadáver rezados
en voz baja el viernes, y la casulla blanca con estola por encima el
sábado, con expresiones generalizadas de sentimientos de buena voluntad
para todos, sintetizaban el abismo que media entre la fe de los santos y el
modernismo prematuramente avejentado de ayer.
Pensé: el mayor milagro de nuestro tiempo es que la Fe católica
haya podido sobrevivir a la reforma litúrgica.
Una
vez recibí una carta en que me expresaban una experiencia parecida, y me
gustaría contar sus reflexiones:
Acabo de regresar de la Misa por mi
abuelo. Era un pobre pecador, cuya esperanza de salvación queda en manos de la
infinita misericordia de Dios y de muchas oraciones de nuestra parte, realidad
desgraciadamente ausente en las oraciones y ritos del nuevo orden en los
sepelios cristianos según tuve oportunidad de ver. No sabría decir si el
sacerdote elegía sólo las opciones más optimistas en cada caso o si leyó las
oraciones apropiadas para el rito, pero casi me muero al ver que en ningún
momento mencionó el Purgatorio ni la expiación de los pecados; y para él, sin
sombra de duda, el finado ya estaba en el Cielo. Desde el principio hasta que
se acabó, se nos instaba a alegrarnos porque el alma del abuelo ya contemplaba
la luz del rostro de Dios. La agobiante impresión que me dio –sin hablar de la
excesivamente melosa homilía y de la seguridad absoluta que podíamos tener de
salvarnos– era de que el difunto ya estaba cantando con los ángeles, de que no
hay necesidad de duelo, y todas las oraciones en sufragio por él serían
superfluas. Es más, la manera tan alegre, despreocupada y trivial con que se
desechaba la necesidad de llorar y estar de luto, en vista de que
indudablemente se había salvado, me resultó bastante escandalosa. Como si
dijeran: vamos, si la muerte no es nada, no es para tanto. Desde luego, el
color blanco de la casulla del cura y del paño mortuorio contribuyeron a
acentuar esa impresión, y me quedé con la zozobra y la desazón de que en estas
situaciones los ritos fúnebres modernos ofrecen una experiencia terapéutica del
duelo cristiano simbólicamente despojada que no quiere temblar ante realidades
metafísicas tremendas, ante el temible trono de juicio de Cristo (como dice la
liturgia bizantina). En resumidas cuentas, me quedé con la sensación de que se
me había privado de un duelo como Dios manda. Si eso es todo lo que nos ofrecen
en la muerte, ¿vale la pena vivir la vida cristiana? ¿Hay tanto mérito heroico
en morir en la Fe cuando el duelo es tan prosaico y hay tanta seguridad en
cuanto al destino final? Después de esta experiencia, ¡mi padre y yo declaramos
ante testigos que cuando muramos queremos que se nos hagan unas honras fúnebres
tradicionales!
El objeto
principal de la Misa Tradicional de Difuntos es rogar por las almas de los
difuntos para que se salven y, si tienen necesidad de purificarse (como es el caso
de la inmensa mayoría de las almas salvadas), para que se libren pronto del
fuego del Purgatorio. De ahí que las misas de requiem de antes se centraran
totalmente en los fieles difuntos. Ya no hay
homilía; ya no se bendicen objetos ni personas; no se reza una versión especial
del Agnus Dei por el descanso de las almas. Los propios ya no son una variada
sucesión de oraciones por los muertos. Y muchas otras cosas por el estilo.
En realidad, esto de que las misas de difuntos modernas estén enfocadas
al consuelo de los vivos y a celebrar la vida mortal del difunto es una falta de
caridad por partida doble: en primer lugar, priva a los cristianos de la
oportunidad de desvivirse rogando en caridad por la salvación del alma del
difunto, de hacer un acto de gran piedad espiritual en lugar de ser receptores
pasivos de un acto de piedad espiritual; y en segundo lugar, priva a los
difuntos de la eficacia y consuelo de las oraciones en sufragio de ellos. Es
malo para los muertos y malo para los vivos.
Lógicamente,
hay que entender de forma ortodoxa las Postrimerías, cosa que rara vez se puede
decir del clero o de los laicos.
Hacen
mucha diferencia la manera, la frecuencia y el fervor con que roguemos por los
difuntos conforme a la tradición de la Iglesia Católica. La oración, el Santo
Sacrificio de la Misa incluido, es una acción humana particular que tiene lugar
en el tiempo y en el espacio y tiene por tanto un efecto proporcional a la
intensidad con que se realice y ofrezca a Dios. De ahí que sea beneficioso para
las almas del Purgatorio y para nosotros que supliquemos fervorosamente con
frecuencia por ellas.
Para
ello, es preciso que creamos en lo que hacemos, que las propias oraciones nos
recuerden el sentido y la urgencia de ello, y tener oportunidades adecuadas. La
Iglesia postconciliar ha privado a los católicos de todas esas cosas en mayor o
menor medida. Ahora que por fin se está redescubriendo la tradición litúrgica
en cada vez más lugares estamos empezando a ver el regreso de los ruegos
fervientes por los muertos en las misas tradicionales de requiem.
¿Qué debemos hacer? Restablecer
la Misa de requiem donde y cuando sea posible. Dar intenciones y estipendios a
los sacerdotes que puedan celebrarla. Que nuestro testamento estipule que se
rece por nosotros una Misa de requiem en latín, y deje algún dinero para ello.
Téngase presente que todo católico tiene derecho a pedir y a que se le diga una
Misa de requiem según el Rito Extraordinario, como explica en detalle este librito de la Latin
Mass Society de Inglaterra y Gales. Si cerca de donde vivimos se dice una Misa
por los difuntos, debemos asistir e implorar por ellos, así como esperamos que
algún día lo hagan por nosotros nuestros seres queridos.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada/Adelante la
Fe. Artículo original)
No hay comentarios:
Publicar un comentario