viernes, 16 de noviembre de 2018

EL ESCÁNDALO DE LAS MISAS DE DIFUNTOS CATÓLICAS MODERNAS


En cierta ocasión falleció una persona que me era muy querida. Asistí a las exequias, y resultaron ser una ceremonia de canonización propia del Novus Ordo celebrada por un sacerdote y tres mujeres en traje sastre que acolitaban en el presbiterio. Todos los fieles vestían de negro excepto el cura, que iba de blanco. Resultaba chocante y de mal gusto. Nunca me había parecido tan patente el contraste entre el arraigado instinto humano del duelo, que se puede considerar una parte imposible de erradicar del sensus fidelium, y la disparatada ocurrencia de los reformistas que introdujeron el blanco como color litúrgico para las misas de difuntos.

Pero el día anterior había asistido con mi familia a una Misa tradicional de requiem celebrada por un amigo sacerdote. La diferencia no era sólo como de la noche al día, sino impactante. De un día para otro, nos vimos emocionalmente suspendidos entre dos ofrendas por los difuntos radicalmente diferentes: la una se tomaba la muerte con una seriedad solemne que se preocupa por el destino del alma difunta, y nos permitía el duelo; la otra, arrincona la muerte con lugares comunes y promesas vacías. La disparidad entre las vestiduras negras, el Dies irae y los sufragios por el cadáver rezados en voz baja el viernes, y la casulla blanca con estola por encima el sábado, con expresiones generalizadas de sentimientos de buena voluntad para todos, sintetizaban el abismo que media entre la fe de los santos y el modernismo prematuramente avejentado de ayer.

Pensé: el mayor milagro de nuestro tiempo es que la Fe católica haya podido sobrevivir a la reforma litúrgica.
Una vez recibí una carta en que me expresaban una experiencia parecida, y me gustaría contar sus reflexiones:
Acabo de regresar de la Misa por mi abuelo. Era un pobre pecador, cuya esperanza de salvación queda en manos de la infinita misericordia de Dios y de muchas oraciones de nuestra parte, realidad desgraciadamente ausente en las oraciones y ritos del nuevo orden en los sepelios cristianos según tuve oportunidad de ver. No sabría decir si el sacerdote elegía sólo las opciones más optimistas en cada caso o si leyó las oraciones apropiadas para el rito, pero casi me muero al ver que en ningún momento mencionó el Purgatorio ni la expiación de los pecados; y para él, sin sombra de duda, el finado ya estaba en el Cielo. Desde el principio hasta que se acabó, se nos instaba a alegrarnos porque el alma del abuelo ya contemplaba la luz del rostro de Dios. La agobiante impresión que me dio –sin hablar de la excesivamente melosa homilía y de la seguridad absoluta que podíamos tener de salvarnos– era de que el difunto ya estaba cantando con los ángeles, de que no hay necesidad de duelo, y todas las oraciones en sufragio por él serían superfluas. Es más, la manera tan alegre, despreocupada y trivial con que se desechaba la necesidad de llorar y estar de luto, en vista de que indudablemente se había salvado, me resultó bastante escandalosa. Como si dijeran: vamos, si la muerte no es nada, no es para tanto. Desde luego, el color blanco de la casulla del cura y del paño mortuorio contribuyeron a acentuar esa impresión, y me quedé con la zozobra y la desazón de que en estas situaciones los ritos fúnebres modernos ofrecen una experiencia terapéutica del duelo cristiano simbólicamente despojada que no quiere temblar ante realidades metafísicas tremendas, ante el temible trono de juicio de Cristo (como dice la liturgia bizantina). En resumidas cuentas, me quedé con la sensación de que se me había privado de un duelo como Dios manda. Si eso es todo lo que nos ofrecen en la muerte, ¿vale la pena vivir la vida cristiana? ¿Hay tanto mérito heroico en morir en la Fe cuando el duelo es tan prosaico y hay tanta seguridad en cuanto al destino final? Después de esta experiencia, ¡mi padre y yo declaramos ante testigos que cuando muramos queremos que se nos hagan unas honras fúnebres tradicionales!

El objeto principal de la Misa Tradicional de Difuntos es rogar por las almas de los difuntos para que se salven y, si tienen necesidad de purificarse (como es el caso de la inmensa mayoría de las almas salvadas), para que se libren pronto del fuego del Purgatorio. De ahí que las misas de requiem de antes se centraran totalmente en los fieles difuntos. Ya no hay homilía; ya no se bendicen objetos ni personas; no se reza una versión especial del Agnus Dei por el descanso de las almas. Los propios ya no son una variada sucesión de oraciones por los muertos. Y muchas otras cosas por el estilo.
En realidad, esto de que las misas de difuntos modernas estén enfocadas al consuelo de los vivos y a celebrar la vida mortal del difunto es una falta de caridad por partida doble: en primer lugar, priva a los cristianos de la oportunidad de desvivirse rogando en caridad por la salvación del alma del difunto, de hacer un acto de gran piedad espiritual en lugar de ser receptores pasivos de un acto de piedad espiritual; y en segundo lugar, priva a los difuntos de la eficacia y consuelo de las oraciones en sufragio de ellos. Es malo para los muertos y malo para los vivos.

Lógicamente, hay que entender de forma ortodoxa las Postrimerías, cosa que rara vez se puede decir del clero o de los laicos.
Hacen mucha diferencia la manera, la frecuencia y el fervor con que roguemos por los difuntos conforme a la tradición de la Iglesia Católica. La oración, el Santo Sacrificio de la Misa incluido, es una acción humana particular que tiene lugar en el tiempo y en el espacio y tiene por tanto un efecto proporcional a la intensidad con que se realice y ofrezca a Dios. De ahí que sea beneficioso para las almas del Purgatorio y para nosotros que supliquemos fervorosamente con frecuencia por ellas.
Para ello, es preciso que creamos en lo que hacemos, que las propias oraciones nos recuerden el sentido y la urgencia de ello, y tener oportunidades adecuadas. La Iglesia postconciliar ha privado a los católicos de todas esas cosas en mayor o menor medida. Ahora que por fin se está redescubriendo la tradición litúrgica en cada vez más lugares estamos empezando a ver el regreso de los ruegos fervientes por los muertos en las misas tradicionales de requiem.
¿Qué debemos hacer? Restablecer la Misa de requiem donde y cuando sea posible. Dar intenciones y estipendios a los sacerdotes que puedan celebrarla. Que nuestro testamento estipule que se rece por nosotros una Misa de requiem en latín, y deje algún dinero para ello. Téngase presente que todo católico tiene derecho a pedir y a que se le diga una Misa de requiem según el Rito Extraordinario, como explica en detalle este librito de la Latin Mass Society de Inglaterra y Gales. Si cerca de donde vivimos se dice una Misa por los difuntos, debemos asistir e implorar por ellos, así como esperamos que algún día lo hagan por nosotros nuestros seres queridos.

(Traducido por Bruno de la Inmaculada/Adelante la Fe. Artículo original)

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