El día
que terminó el Concilio, San Pablo VI nos recibió a los sacerdotes que habíamos
trabajado allí como acomodadores y nos dijo: “La
tarea de vuestra vida va a ser predicar el Concilio”. Hoy quisiera
dedicar este artículo a la doctrina conciliar sobre el matrimonio.
Hay
valores decisivos para el porvenir y la felicidad de la humanidad. Entre ellos
está el matrimonio.
El
Concilio se refiere expresamente al matrimonio en el capítulo I de la segunda
parte de la constitución pastoral Gaudium et
Spes. No faltan sin embargo
referencias en otros textos conciliares, especialmente en la Lumen Gentium, en cuyo número 40 leemos: “Por tanto a todos resulta claro que todos los fieles de
cualquier estado o régimen de vida son llamados a la plenitud de la vida
cristiana y a la perfección de la caridad”. Es decir, cada cual ha de
descubrir qué es lo que Dios espera de él, debiendo sentirnos alegres si Dios
nos llama al celibato, pero sin sentirnos menospreciados si la llamada es al
matrimonio, que es un sacramento. También en el estado matrimonial se es
llamado a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección en la caridad.
Es
indiscutible que el Concilio Vaticano II ha dejado una huella renovadora
profunda en la teología del matrimonio y de la familia. La fidelidad al
evangelio obliga a seguir atentamente la evolución de los tiempos, con objeto
de dar la respuesta religiosa adecuada a los problemas actuales, si bien ha de
evitarse el exceso del radicalismo que no tiene en cuenta el valor de la
continuidad y de la tradición de la Iglesia, pensando por ejemplo que ni Trento
ni el Vaticano I tienen nada que decirnos. La fidelidad a la Iglesia supone
obediencia al Magisterio, y en consecuencia al Concilio Vaticano II y sus
documentos, sin reservas que los cercenen, pero también sin arbitrariedades que
los desfiguren. Los sacerdotes no debemos descuidar la actualización teológica,
porque lo contrario es desastroso para la enseñanza doctrinal y la actuación
pastoral.
El texto
del capítulo sobre el matrimonio se fue enriqueciendo y mejorando en las
sucesivas discusiones y redacciones, gracias sobre todo al debate del tercer período
conciliar, en el que los padres de la mayoría hicieron notar que el “creced y multiplicaos” (Gén 1,28) debe
completarse con el “vendrán a ser los dos una sola
carne” (Gén 2,24), misterio de comunión interpersonal ratificado y
santificado en el sacramento del matrimonio, siendo por tanto el amor conyugal
el fundamento y verdadero fin del matrimonio, amor que se expresa en la vida
cotidiana y lleva a los esposos hacia el amor a Dios y hacia el engendrar y
educar hijos. El documento conciliar excluye el subjetivismo y afirma la
insuficiencia para un juicio moral de la sola intención personal y valoración
individual, debiéndose recurrir también a criterios objetivos, con los que se
pueda salvar el sentido de recíproca donación y el contexto de verdadero amor,
permaneciendo siempre como norma objetiva de moralidad la dignidad humana.
También se afirma expresamente la indisolubilidad del matrimonio, incluso
aunque llegue a faltar el amor. Ello no quiere decir que el amor no tenga
importancia, pues la tiene y grandísima, como ya lo afirmaba la encíclica de
Pío XI Casti Connubii.
Podemos
decir que la doctrina de la Gaudium et Spes es una síntesis entre varias tendencias. Se
constata la introducción en la teología matrimonial de ideas relativamente
nuevas: una concepción más personalista en la que el matrimonio es
fundamentalmente una alianza de dos personas fundada en el amor, mucho más que
un simple contrato; el tema de la paternidad responsable; y la negativa a
dilucidar el problema de la jerarquía de fines. Procreación, fidelidad e
indisolubilidad tienen su raíz y fundamento en la íntima unión de las personas
de los cónyuges, establecida en el matrimonio; si bien haciendo coexistir estas
ideas relativamente nuevas con valores ya conocidos, como la grandeza del amor
conyugal y el elogio a las familias numerosas.
Encontramos
así el doble aspecto jurídico y humano del matrimonio, es decir, el lado
institucional que escapa a la voluntad humana, y el lado personalista, que hace
que el matrimonio sea una comunidad de amor en el que el “yo” y el “tú” se
transforman en un “nosotros” que transciende
a los individuos y da un lugar preeminente en la vida de los esposos al afecto
y al irrevocable consentimiento personal. Se combate, en consecuencia, la
tendencia a reducir el matrimonio a algunos actos sexuales y se insiste en la
importancia del amor interpersonal que el Señor se ha dignado sanar, completar
y elevar a la categoría de sacramento, conduciendo a los esposos al libre y
mutuo don de sí mismos, que se expresa y perfecciona en los actos propios del
matrimonio.
Este amor
conyugal es “elevado a amor divino y es regido por
la virtud redentora de Cristo”, quedando los cónyuges cristianos “como consagrados para las tareas y la dignidad peculiar
de su estado por un sacramento” (Gaudium et Spes, 48), debiendo
desarrollarse el matrimonio en un clima de santidad, amor, responsabilidad y
respeto. Interesa, finalmente, destacar que para el Concilio el objeto del
consentimiento matrimonial no es un aséptico derecho sobre los actos
conyugales, sino la creación de una íntima comunidad de vida y amor.
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