El Papa Francisco reflexionó, durante la Audiencia General de este
miércoles 21 de noviembre, sobre el Décimo Mandamiento del Decálogo: “No codiciarás los bienes ajenos”.
En su catequesis, el Santo Padre señaló que este Mandamiento, el último
del Decálogo, recoge el sentido general de los 10 Mandamientos. “Por medio de este último Mandamiento se subraya el hecho
de que todas las transgresiones nacen de una raíz interior común: los malos
deseos”.
A continuación, el texto completo de la catequesis
del Papa Francisco:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Nuestros encuentros sobre el Decálogo nos llevan hoy al último
mandamiento. Lo escuchamos al principio. Estas no son solo las últimas palabras
del texto, sino mucho más: son el cumplimiento del viaje a través del Decálogo,
que llegan al fondo de todo lo que encierra. En efecto, a simple vista, no
agregan un nuevo contenido: las palabras «no
codiciarás la mujer de tu prójimo [...], ni los bienes de tu prójimo» están
al menos latentes en los mandamientos sobre el adulterio y el robo. ¿Cuál es entonces la función de estas palabras? ¿Es un
resumen? ¿Es algo más?
Tengamos muy en cuenta que todos los mandamientos tienen la tarea de
indicar el límite de la vida, el límite más allá del cual el hombre se
destruye y destruye a su prójimo, estropeando su relación con Dios. Si vas
más allá, te destruyes, también destruyes la relación con Dios y la relación
con los demás. Los mandamientos señalan esto.
Con esta última palabra, se destaca el hecho de que todas las
transgresiones surgen de una raíz interna común: los deseos malvados. Todos los pecados
nacen de un deseo malvado. Todos. Allí empieza a moverse el corazón, y uno
entra en esa onda, y acaba en una transgresión. Pero no en una transgresión
formal, legal: en una transgresión que hiere a uno
mismo y a los demás.
En el Evangelio, el Señor Jesús dice explícitamente: "Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen
las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias,
maldades, fraudes, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas
estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre”."(Mc
7,21-23).
Entendemos así que todo el itinerario del Decálogo no tendría ninguna
utilidad si no llegase a tocar este nivel, el
corazón del hombre. ¿De dónde nacen
todas estas cosas feas? El Decálogo se muestra lúcido y profundo en este
aspecto: el punto de llegada –el último mandamiento- de este viaje es el
corazón, y si éste, si el corazón, no se libera, el resto sirve de poco.
Este es el reto: liberar el corazón de todas
estas cosas malvadas y feas. Los preceptos de Dios pueden reducirse a
ser solo la hermosa fachada de una vida que sigue siendo una existencia de
esclavos y no de hijos. A menudo, detrás de la máscara farisaica de la
sofocante corrección, se esconde algo feo y sin resolver.
En cambio, debemos dejarnos desenmascarar por estos mandatos sobre el
deseo, porque nos muestran nuestra pobreza, para llevarnos a una santa
humillación. Cada uno de nosotros puede preguntarse: Pero ¿qué deseos feos siento a menudo? ¿La envidia, la
codicia, el chismorreo? Todas estas cosas vienen desde dentro. Cada uno
puede preguntárselo y le sentará bien. El hombre necesita esta bendita
humillación, esa por la que descubre que no puede liberarse por sí mismo, esa
por la que clama a Dios para que lo salve. San Pablo lo explica de una manera
insuperable, refiriéndose al mandamiento de no
desear (cf. Rom 7: 7-24).
Es vano pensar en poder corregirse sin el don del Espíritu Santo. Es
vano pensar en purificar nuestro corazón solo con un esfuerzo titánico de
nuestra voluntad: eso no es posible. Debemos abrirnos a la relación con Dios,
en verdad y en libertad: solo de esta manera
nuestras fatigas pueden dar frutos, porque es el Espíritu Santo el que nos
lleva adelante.
La tarea de la Ley Bíblica no es la engañar al hombre con que una
obediencia literal lo lleve a una salvación amañada y, además, inalcanzable. La
tarea de la Ley es llevar al hombre a su verdad, es decir, a su pobreza, que se
convierte en apertura auténtica, en apertura personal a la misericordia de
Dios, que nos transforma y nos renueva.
Dios es el único capaz de renovar nuestro corazón, a condición de que le
abramos el corazón: es la única condición; Él lo
hace todo; pero tenemos que abrirle el corazón.
Las últimas palabras del Decálogo educan a todos a reconocerse
como mendigos; nos ayudan a
enfrentar el desorden de nuestro corazón, para dejar de vivir egoístamente y
volvernos pobres de espíritu, auténticos ante la presencia del Padre,
dejándonos redimir por el Hijo y enseñar por el Espíritu Santo. El Espíritu
Santo es el maestro que nos enseña. Somos mendigos, pidamos esta gracia.
"Bienaventurados los pobres de espíritu,
porque de ellos es el reino de los cielos" (Mt 5,
3). Sí, benditos aquellos que dejan de engañarse creyendo que pueden
salvarse de su debilidad sin la misericordia de Dios, que es la sola que puede
sanar el corazón. Solo la misericordia del Señor sana el corazón.
Bienaventurados los que reconocen sus malos deseos y con un corazón
arrepentido y humilde, no se presentan ante Dios y ante los hombres como
justos, sino como pecadores. Es hermoso lo que Pedro le dijo al Señor: “Aléjate de mí, Señor, que soy un pecador”. Hermosa
oración ésta: “Aléjate de mí, Señor, que soy un
pecador”.
Estos son los que saben tener compasión, los que saben tener
misericordia de los demás, porque la experimentan en ellos mismos.
Redacción ACI
Prensa
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