En
la conmemoración de los mártires de la América Septentrional.
Ha sido
para mí una decisión dolorosa testimoniar la corrupción que aqueja la la
jerarquía de la Iglesia Católica, y sigue siendo doloroso. Pero soy anciano, y
sé que pronto habré de rendir cuentas ante el Juez de mis acciones y omisiones,
y que teme a Aquel que puede arrojar el cuerpo y el alma al infierno. Juez que,
a pesar de su infinita misericordia, retribuirá a cada uno según sus méritos el
premio o la pena eternos. Anticipando la terrible pregunta de aquel Juez, «¿cómo pudiste tú, que conocías la verdad, quedarte
callado en medio de tanta falsedad y depravación?» ¿Qué podría responderle?
He
hablado con pleno conocimiento de que mi testimonio podía ser causa de alarma y
consternación en muchas personas eminentes: eclesiásticos, otros obispos,
compañeros de fatigas y oraciones. Sabía que muchos se sentirían ofendidos y
traicionados. Había previsto que algunos a su vez me acusaran y pusieran en
tela de juicio mis intenciones. Pero lo más doloroso de todo es que muchos
fieles inocentes quedarían confusos y desconcertados al ver a un obispo que
acusa a sus hermanos prelados y sus superiores de actividades ilícitas, pecados
sexuales y grave dejación de funciones. Con todo, creo que de haber seguido
manteniendo silencio habría puesto a muchas almas en peligro, y desde luego
habría condenado la mía. A pesar de haber informado en numerosas ocasiones a
mis superiores, e incluso al Papa, de las aberrantes acciones de McCarrick,
habría podido denunciar antes en público la verdad que yo conocía. Si tengo
alguna culpa en ese retraso me arrepiento de ella, retraso que se debió a la
gravedad de la decisión que iba a tomar y al largo sufrimiento que supuso para
mí conciencia.
Se me ha
acusado de haber sembrado con mi testimonio confusión y división en la Iglesia.
A esta afirmación sólo pueden dar credibilidad quienes sostengan que tal
confusión y división eran insignificantes antes de agosto de este año.
Cualquier observador imparcial habría observado ya perfectamente la prolongada
y significativa presencia de ambas en la Iglesia, cosa inevitable cuando el
sucesor de San Pedro renuncia a ejercer su principal cometido: confirmar a los hermanos en la Fe y en la sana doctrina
moral. Si en vez de hacer eso agrava la crisis con mensajes
contradictorios o declaraciones ambiguas, la confusión aumenta.
Por eso
hablé. Porque la conspiración de silencio ha causado y sigue causando un daño
enorme a la Iglesia, a tantas almas inocentes, a jóvenes con vocación al
sacerdocio y a los fieles en general. Con respecto a esta decisión mía, que he
tomado en conciencia delante de Dios, acepto de buena gana toda corrección
fraterna, consejo, recomendación e invitación a avanzar en mi vida de fe y amor
a Cristo, a la Iglesia y al Papa.
Permítanme
recordarles de nuevo los puntos principales de mi testimonio:
–En noviembre de 2006 el nuncio en los EE.UU., arzobispo Montalvo,
informó a la Santa Sede de las actividades homosexuales del cardenal McCarrick
con seminaristas y sacerdotes.
–En diciembre del mismo año el nuevo nuncio, arzobispo Pietro Sambi, informó
a la Santa Sede de las actividades homosexuales del cardenal McCarrick con otro
sacerdote.
–También en diciembre de 2006, yo mismo dirigí una nota al Secretario de
Estado, cardenal Bertone, la cual entregué personalmente al sustituto para
asuntos generales, arzobispo Leonardo Sandri, solicitando al Papa que tomase
medidas disciplinarias extraordinarias contra McCarrick a fin de impedir más
delitos y escándalos. No recibí ninguna respuesta a esta nota.
–En abril de 2008, una carta abierta de Richard Sipe al papa Benedicto
fue remitida por el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe,
cardenal Levada, al Secretario de Estado, cardenal Bertone. La carta contenía
más acusaciones contra McCarrick de que éste se había acostado con seminaristas
y sacerdotes. Me fue entregada un mes más tarde, y en mayo de ese mismo año
dirigí una segunda nota al entonces Sustituto de Asuntos Generales, arzobispo
Fernando Filoni, exponiendo las acusaciones contra McCarrick y solicitando que
se le aplicaran sanciones. Esta segunda nota mía tampoco obtuvo respuesta.
–En 2009 ó 2010 supe por el cardenal Re, Prefecto de la Congregación
para los Obispos, que el papa Benedicto había ordenado a McCarrick abandonar el
ministerio público y adoptar una vida de oración y penitencia. El nuncio Sambi
comunicó a McCarrick las órdenes del Papa alzando tanto la voz que se lo oyó en
los pasillos de la Nunciatura.
–En noviembre de 2011 el cardenal Ouellet, nuevo prefecto de la
Congregación para los Obispos, me expuso una vez más las restricciones que el
Santo Padre había impuesto a McCarrick, y o mismo se las transmití a éste cara
a cara.
–El 21 de junio de 2013, hacia el final de una reunión de todos los
nuncios en el Vaticano, el papa Francisco me dirigió unas palabras de reproche
y de difícil interpretación sobre el episcopado de Estados Unidos.
–El 23 de junio, el papa Francisco me recibió en audiencia privada en su
apartamento para que me hiciera una aclaración, y me preguntó: «¿Cómo es
el cardenal McCarrick?», palabras que no puedo entender sino como una falsa
curiosidad por saber si yo era o no aliado de McCarrick. Le dije que McCarrick
había corrompido sexualmente a generaciones de sacerdotes y seminaristas, y que
el papa Benedicto le había ordenado dedicarse exclusivamente a una vida de
oración y penitencia.
–Por el contrario, McCarrick siguió gozando de especial consideración
por parte del papa Francisco, el cual siguió confiándole más misiones
importantes de gran responsabilidad.
–McCarrick formaba parte de una red de obispos favorables a la
homosexualidad que gozando del favor del papa Francisco han promovido
nombramientos de obispos para protegerse de la justicia y fomentar la
homosexualidad en la jerarquía y en la Iglesia en general.
–Parece que el propio papa Francisco hace la vista gorda mientras se
propaga esta corrupción, o bien, sabiendo lo que hace, es gravemente
responsable porque no se opone a ella ni intenta erradicarla.
He puesto
a Dios por testigo de la veracidad de estas afirmaciones mías, ninguna de las
cuales ha sido desmentida. El cardenal Ouellet ha publicado un escrito
reprochándome mi temeridad de haber roto el silencio y presentado acusaciones
graves contra hermanos obispos y mis superiores, pero en realidad sus reproches
me confirman en mi decisión, y de hecho confirman mis afirmaciones, una por una
y en su totalidad.
–El cardenal Ouellet reconoce haberme hablado de la situación de
McCarrick antes de que yo partiera para Washington a fin de tomar posesión de
mi cargo de nuncio.
–El cardenal Ouellet reconoce haberme comunicado por escrito las
condiciones y restricciones impuestas a McCarrick por el papa Benedicto.
–El cardenal Ouellet reconoce que dichas restricciones impedían a
McCarrick viajar y hacer apariciones en público.
–El cardenal Ouellet reconoce que la Congregación para los Obispos había
ordenado por escrito a McCarrick, primero por intermedio del nuncio Sambi y
luego de mí, que llevara una vida de oración y penitencia.
¿Y qué alega el cardenal Ouellet?
–El cardenal Ouellet refuta que el papa Francisco hubiera podido
acordarse de informaciones importantes sobre McCarrick en un día en que se
había encontrado con docenas de nuncios y sólo había podido conversar con cada
uno por breves minutos. Pero no fue eso lo que declaré en mi testimonio. Lo que
testifiqué fue que en otro encuentro privado informé al Papa respondiendo a una
pregunta suya sobre Theodore McCarrick, entonces cardenal arzobispo de
Washington, figura destacada de la Iglesia Católica de los EE.UU., y que le dije
al Papa que McCarrick había corrompido sexualmente a sus seminaristas y
sacerdotes. Ningún papa se olvida de algo así.
–El cardenal Ouellet niega que en sus archivos hubiera cartas firmadas
por los papas Benedicto o Francisco con relación a sanciones a McCarrick. Pero
yo no dije eso en mi testimonio. Yo testifiqué que tenía en sus archivos
documentos clave –vinieran de quien vinieran– que incriminaban a McCarrick y
documentaban las medidas que se habían tomado al respecto, así como otras
pruebas de encubrimiento en su caso. Y vuelvo a confirmarlo.
–El cardenal Ouellet niega que en los archivos de
su predecesor el cardenal Re hubiera notas de audiencias que impusieran al
cardenal McCarrick las mencionadas restricciones. Pero no fue eso lo que dije
en mi testimonio. Lo que declaré fue que hay otros documentos: por ejemplo, una
nota del cardenal Re, no ex audiencia SS.mi., o
bien firmados por el Secretario de Estado o el Sustituto.
–El cardenal Ouellet alega que es falso que las medidas tomadas contra
McCarrick sean sanciones decretadas por el papa Benedicto y anuladas por
Francisco. Es cierto que técnicamente no eran sanciones sino
medidas, «condiciones y restricciones». Es puro legalismo disputar por una
nimiedad como que se tratara de sanciones o de medidas. Desde el punto de vista
pastoral son una misma cosa.
En
resumen, que el cardenal Ouellet admite las importantes afirmaciones que hice y
que mantengo, y niega afirmaciones que nunca he hecho.
Hay un punto que debo refutar totalmente de las afirmaciones de Ouellet.
Según él, la Santa Sede sólo estaba al tanto de rumores, lo cual no
era motivo suficiente para justificar medidas disciplinarias contra McCarrick.
Afirmo en contrario que la Santa Sede tenía conocimiento de una serie de hechos
concretos y que está en posesión de pruebas documentales, así como que a pesar
de ello los responsables optaron por no intervenir o bien se les impidió
hacerlo: las compensaciones pagadas por las archidiócesis de Newark y Metuchen
a las víctimas de los abusos sexuales de McCarrick, las cartas del P. Ramsey,
las de los nuncios Montalvo en 2000, Sambi en 2006 y el Dr. Sippe en 2008, mis
dos notas a los superiores de la Secretaría de Estado pormenorizando las
alegaciones contra McCarrick… ¿todo eso son rumores? Es correspondencia
oficial, no se trata de chismes de sacristía. Los delitos de los que se informa
son muy graves, incluido el de intentar dar la absolución sacramental a
cómplices de actos perversos, con la subsiguiente celebración sacrílega de la
Misa. Los documentos mencionados especifican la identidad de los culpables y de
sus protectores, así como el orden cronológico de los hechos. Se guardan en los
archivos correspondientes; no hace falta ninguna investigación extraordinaria
para obtenerlos.
En las
reconvenciones públicas que se me han dirigido observo dos omisiones, dos
silencios atronadores: El primero respecto a la
situación de las víctimas. El segundo tiene que ver con el motivo subyacente de
que sean tan numerosas las víctimas: la corruptora influencia de la homosexualidad
en el sacerdocio y en la jerarquía. En cuanto al primero, resulta
desalentador que en medio de tanto escándalo e indignación se tenga tan poco en
consideración a quienes se han visto perjudicados por los asaltos sexuales de
quienes tenían la misión de ser ministros del Evangelio. No me refiero a
ajustar cuentas ni a lamentarse por las vicisitudes de la profesión
eclesiástica. No es una cuestión de política. No se trata de las conclusiones
que puedan sacar los historiadores de tal o cual pontificado. Aquí lo que está
en juego son las almas. Muchas almas han estado y están en peligro de perder su
salvación eterna.
Por lo
que se refiere al segundo silencio, esta crisis tan grave no se puede remediar
si no se llama a las cosas por su nombre. La crisis tiene su origen en la plaga
de la homosexualidad, en sus promotores, en sus motivaciones, en la resistencia
a las reformas. No exagero si digo que la homosexualidad se ha convertido en
una epidemia en el clero, y que sólo se puede erradicar con armas espirituales.
Es una hipocresía tremenda condenar los abusos, derramar lágrimas de cocodrilo
por las víctimas y sin embargo negarse a denunciar la raíz de tanto abuso
sexual: la homosexualidad. Es hipócrita no querer reconocer que esta plaga
tiene su origen en una grave crisis en la vida espiritual del clero y no tomar
las medias necesarias para ponerle coto.
Es
indudable que existen sacerdotes a los que les gusta tener aventuras amorosas,
así como que ellos mismos perjudican a su propia alma y la de aquellas personas
a quienes pervierten y a la Iglesia en general. Pero esas violaciones del
celibato sacerdotal suelen estar limitadas a las personas afectadas.
Normalmente esos sacerdotes no reclutan a otros por el estilo, ni los promueven
ni encubren sus fechoría; en cambio, las pruebas que demuestran complicidades
homosexuales difíciles de erradicar son apabullantes.
Está más
que demostrado que los predadores homosexuales explotan sus privilegios
clericales en su provecho. Pero afirmar que la crisis es cuestión de
clericalismo son puros sofismas. Es tratar de hacer ver que el motivo principal
es un medio, un instrumento.
La
denuncia de la corrupción homosexual y de la cobardía moral que le permite
aumentar no encuentra consenso ni solidaridad en nuestros días, y por desgracia
menos aún en las altas esferas de la Iglesia. No me sorprende que al llamar la
atención hacia esta plaga se me acuse de deslealtad al Santo Padre y de
fomentar una rebelión abierta y escandalosa. Pero rebelarse supondría incitar a
otros a derrocar el Papado, y yo he exhortado a nada semejante. Todos los días
rezo por el papa Francisco más de lo que he hecho nunca por ningún pontífice.
Ruego, y hasta suplico fervientemente, que el Santo Padre se haga cargo de
todas las misiones que ha asumido. Al aceptar ser sucesor de San Pedro, ha
asumido la misión de confirmar a sus hermanos y la responsabilidad de guiar a
todas las almas siguiendo las huellas de Cristo, en el combate espiritual y por
el camino de la Cruz. Que reconozca sus errores, se arrepienta, demuestre que
quiere llevar a cabo la misión encomendada a San Pedro y una vez de vuelta en
el camino, confirme a sus hermanos (Cf. Lc. 22,32).
Para
concluir, me gustaría reiterar la exhortación a mis compañeros en el episcopado
y el sacerdocio que saben que mis declaraciones son ciertas y que estoy en
condiciones de atestiguarlo, o tienen acceso a los documentos que pueden
dilucidar esta situación despejando toda duda. Vosotros también os veis
obligados a tomar una decisión. Podéis retiraros de la batalla permaneciendo en
la conspiración de silencio y cerrar los ojos al avance de la corrupción; idear
excusas, avenencias y justificaciones para posponer la hora de la verdad, y
consolaros con la falsedad y el engaño de que será más fácil decir la verdad mañana,
y más aún pasado mañana.
O bien,
podéis optar por hablar. Confiad en Aquel que dijo: «la verdad os hará
libres». No dijo que sea fácil distinguir entre callar y hablar. Os
exhorto a pensar de qué decisión no tendréis que arrepentiros en el lecho de muerte
y ante el Justo Juez.
+Carlo María Viganò, 19 de octubre de 2018
Arzobispo titular de Ulpiana
Conmemoración de los mártires
Nuncio apostólico para la América Septentrional
(Traducido por
Bruno de la Inmaculada /Adelante la Fe)
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