miércoles, 10 de octubre de 2018

PECADO, Y AMOR DE DIOS


La pregunta surge sola: ¿Por qué no está previsto hablar con toda claridad de todo esto en el próximo Sínodo: y no sólo en torno a la moral sexual?
Los cristianos rezamos de todo corazón para que muchos jóvenes descubran en sus corazones el Amor de Dios, y para que los documentos que salgan del próximo Sínodo ayuden a encontrarse con ese Amor. ¿Cuál es el principal obstáculo para que el hombre no busque y, por tanto, no descubra ese Amor? El pecado; y no tener conciencia del pecado para poder arrepentirse, pedir perdón, y acoger el Amor de Dios.
En el Instrumentum laboris la palabra Pecado aparece –quizá se me haya escapado alguna otra- solo en dos momentos, y de manera muy marginal.
En el n. 79 se lee a propósito de pasiones desordenadas que pueden surgir en los jóvenes: «El mal y el pecado habitan también en las vidas de los jóvenes y su pedido de aceptación y perdón es un grito que debemos percibir.
En el n. 116 se dice: «El rol de la conciencia no se reduce al reconocimiento de estar equivocado o en el pecado; siendo conscientes de los límites o de la situación». En cambio en los nn. 52 y 53 que están bajo el título: «El cuerpo, la afectividad y la sexualidad», y en los que se hace referencia a la homosexualidad, a cuestiones de género; y se afirma la existencia de jóvenes que «no siguen las indicaciones de la moral sexual de la Iglesia», no aparece la mínima referencia al pecado.
¿POR QUÉ? UNAS PALABRAS DEL ENTONCES CARDENAL RATZINGER PUBLICADAS EN 1985 SIGUEN PLENAMENTE EN VIGOR:
«El tema del pecado se ha convertido en uno de los temas silenciados de nuestro tiempo. La predicación religiosa intenta, a ser posible, eludirlo. El cine y el teatro utilizan la palabra irónicamente o como forma de entretenimiento. La sociología y la psicología intentan desenmascararlo como ilusión o complejo. El derecho mismo intenta cada vez más arreglarse sin el concepto de culpa. Prefieren servirse de la figura sociológica que excluye en la estadística los conceptos de bien y mal y distingue, en lugar de ellos, entre el comportamiento desviado y el normal. De donde se deduce que las proporciones estadísticas también pueden invertirse: pues si lo que ahora es considerado desviado puede alguna vez llegar a convertirse en norma, entonces quizá merezca la pena esforzarse por hacer normal lo desviado. Con esta vuelta a lo cuantitativo se ha perdido, por lo tanto, toda noción de moralidad. Es lo lógico si no existe ninguna medida para los hombres, ninguna medida que nos preceda, que no haya sido inventada por nosotros sino que se siga de la bondad interna de la Creación».
Por desgracia, la mayoría de los jóvenes que anda entre la universidad, institutos, diversos centros de enseñanza y primeros trabajos, si no tienen muy diluida la conciencia de pecado, no la tienen en absoluto. Ayudarles a volver a vivir con esa conciencia es la mejor ayuda que podemos darles para que puedan apreciar el amor que les tiene Dios.
¿Sin esa conciencia, cómo pueden llegar siquiera a vislumbrar el Amor de Dios que vive la muerte del hombre para liberarnos? Si acaso el amor que consigan apreciar no será nunca el Amor que llevó a Jesucristo a morir crucificado por nuestros pecados.
La pregunta surge sola: ¿Por qué no está previsto hablar con toda claridad de todo esto en el próximo Sínodo: y no sólo en torno a la moral sexual?
Sin la conciencia de pecado, la venida de Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, para redimirnos del mal del pecado, puede perder toda fuerza, sentido y significado: Cristo puede llegar a convertirse para muchos de estos jóvenes: un amigo, un «modelo», un «amigo de los pobres», y poco más.
Al anunciar la venida del Espíritu Santo, el Señor habla con toda claridad: «Pero Yo os digo la verdad: os conviene que yo me vaya, pues si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros; en cambio, si me voy, os lo enviaré. Cuando Él venga, argüirá al mundo de pecado, de justicia, de juicio: de pecado, porque no creen en mí; de justicia, porque me voy al Padre y ya no me veréis; de juicio, porque el príncipe de este mundo ya está juzgado» (Jn 16, 8-11).
¿Queremos eliminar de la Iglesia esa gran misión del Espíritu Santo, la de convencernos de nuestro pecado y movernos al arrepentimiento y a la petición de perdón, y que es la mayor muestra del Amor de la Ternura de Dios?
¿Queremos no enseñar a los jóvenes a reconocer sus pecados, y dejarlos ciegos de vislumbrar, al menos, la Luz de Dios? «El conocimiento del bien sólo se tiene cuando se hace. Cuando uno hace el mal, no lo reconoce, porque el mal huye de la luz» (Simone Weil). Y el conocimiento del Amor de Dios solo da luz al alma cuando el arrepentimiento erradica las raíces del pecado. El hijo pródigo es un ejemplo único: la obscuridad de su alma fue borrada por la acogida de su padre.
Republicado con permiso del autor. Publicado originalmente en RConf.
Ernesto Juliá

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