1. Los domingos y solemnidades, y en alguna ocasión
más importante o especialmente significativa, después del silencio de la
homilía (o si no hubiere homilía, tras el Evangelio), todos a una recitan el
Credo, la profesión de fe, puestos en pie.
LAS RÚBRICAS
DEL MISAL PRESCRIBEN LO SIGUIENTE:
“El
Símbolo o Profesión de Fe, se orienta a que todo el pueblo reunido responda a
la Palabra de Dios anunciada en las lecturas de la Sagrada Escritura y
explicada por la homilía. Y para que sea proclamado como regla de fe, mediante
una fórmula aprobada para el uso litúrgico, que recuerde, confiese y manifieste
los grandes misterios de la fe, antes de comenzar su celebración en la
Eucaristía.
El Símbolo debe
ser cantado o recitado por el sacerdote con el pueblo los domingos y en las
solemnidades; puede también decirse en celebraciones especiales más solemnes.
Si se canta, lo
inicia el sacerdote, o según las circunstancias, el cantor o los cantores, pero
será cantado o por todos juntamente, o por el pueblo alternando con los
cantores.
Si no se canta,
será recitado por todos en conjunto o en dos coros que se alternan” (IGMR 67-68).
Incluso el
cuerpo se integra en la profesión de fe con el gesto de la inclinación: “El Símbolo se canta o se dice por el sacerdote
juntamente con el pueblo (cfr. n 68) estando todos de pie. A las palabras: y
por la obra del Espíritu Santo, etc., o que fue concebido por obra y
gracia del Espíritu Santo, todos se inclinan profundamente; y en la
solemnidades de la Anunciación y de Navidad del Señor, se arrodillan”
(IGMR 137).
Dos son las
fórmulas que se pueden emplear: el Credo niceno-constantinopolitano, más
desarrollado y preciso, o el Símbolo apostólico, breve y conciso, éste
aconsejado especialmente para la Cuaresma y la Pascua (cf. Ordo Missae, 19).
Únicamente éstos porque estas fórmulas son la fe de la Iglesia; ya pasó la moda
desafortunada de sustituirlo por cualquier canto (“Creo
en vos, arquitecto, ingeniero…”) o por la lectura de un manifiesto o
compromiso o “fe” elaborada por alguien o por algún grupo de catequesis o de
liturgia. Sólo esas dos fórmulas de profesión de fe se pueden emplear.
Tampoco es de uso habitual, cada domingo, el Credo en forma de pregunta y
respuesta (normalmente, para abreviar y correr más), ya que esta fórmula está reservada al rito del Bautismo exclusivamente o
relacionada con el Bautismo, como la Vigilia pascual donde todos los
fieles renuevan sus promesas bautismales. Esta es una fórmula, con preguntas,
sólo para esos momentos, no para cualquier domingo.
2. Rezar el Credo en la celebración eucarística
fue una práctica que tardó en entrar en la liturgia. Como fórmula, el Credo
nació para el ámbito bautismal; se les entrega a los catecúmenos en un rito
litúrgico para que lo aprendiesen de memoria y luego, antes del bautismo, lo
recitasen (lo que se llama la “redditio symboli”).
Así, en una fórmula muy bien estructurada, tenían fijadas todas las verdades de
la fe.
EL
CATECISMO RECUERDA ESTE ORIGEN BAUTISMAL DEL CREDO:
“Desde su origen, la Iglesia apostólica expresó y
transmitió su propia fe en fórmulas breves y normativas para todos. Pero muy
pronto, la Iglesia quiso también recoger lo esencial de su fe en resúmenes
orgánicos y articulados destinados sobre todo a los candidatos al bautismo” (CAT
186).
“La primera “Profesión de fe” se hace en el Bautismo. El
‘Símbolo de la fe’ es ante todo el símbolo bautismal” (CAT 189).
Pasados
unos siglos fue entrando el Credo en la Misa para que todos los fieles lo
repitiesen y no se olvidase la fórmula de la fe cuando tantas herejías
(trinitarias, cristológicas, pneumatológicas) se iban difundiendo. Oriente, en
el siglo VI, con el emperador Justiniano lo hizo obligatorio en el 586. Lo
vemos en la divina liturgia bizantina. Después de la Gran Entrada en el
santuario con los santos dones, y las súplicas de los fieles, se reza el Credo;
tras el cual, comienza la plegaria eucarística.
Otro rito
que pronto lo introdujo fue el rito hispano-mozárabe, siempre en conflicto con
el arrianismo. El III Concilio de Toledo, en el 589, presidido por san Leandro
de Sevilla, decretó que se recitase siempre en la Misa y por influjo de este
rito hispano, en el s. VIII se difundió en la zona celta y en la liturgia
franco-germánica.
En el rito
hispano-mozárabe, el Credo se reza dentro de los ritos previos a la comunión,
después de la gran plegaria eucarística y antes del canto “Confractionem” para partir el Pan en 9 trozos,
evocando los misterios del Redentor (Encarnación, Nacimiento, etc.). Es
introducido por unas breves palabras del sacerdote: “Profesemos
con los labios la fe que llevamos en el corazón”.
El texto del
Credo tiene levísimas variantes; la más importante, precisamente en polémica
con los arrianos que negaban la divinidad de Cristo y afirmaban que sólo era “semejante” a Dios, viene en las palabras del
Credo: “nacido, no hecho, omousion con el Padre, es
decir, de la misma naturaleza del Padre”, conservando incluso la palabra
griega “omousion” que significa
consustancial.
¿Y en el ámbito romano? Tardó aún más en entrar el
Credo en la Misa. Carlomagno, el emperador del sacro imperio, y san Paulino de
Aquileya, mandaron introducir el Credo en la Misa al final de la liturgia de la
Palabra. Tardó en hacerse una práctica generalizada; en Roma encontramos el
Credo ya en el siglo XI y sólo en el siglo XII vemos el Credo después del
Evangelio para los domingos y fiestas.
3. Además de
ser rezado en la Misa los domingos y solemnidades, el Credo aparece en la
liturgia en otros momentos.
A) CATECUMENADO Y BAUTISMO
En
primer lugar, como ya apuntábamos y es obvio, en el catecumenado y en la
liturgia del Gran Sacramento de la Iniciación cristiana.
Los
catecúmenos, ya “elegidos” para vivir los
sacramentos, viven esa Cuaresma previa como un “tiempo
de purificación e iluminación” con diversos ritos, entre ellos la
entrega del Símbolo: “en el Símbolo, en el que se
recuerdan las grandezas y maravillas de Dios para la salvación de los hombres,
se inundan de fe y de gozo los ojos de los elegidos” (RICA 25). El
Símbolo se les entrega a lo largo de la III semana de Cuaresma (cf. RICA 53) y
lo devolverán, es decir, lo recitarán en los ritos previos que tienen lugar la
mañana misma del Sábado Santo, preparándose para la Vigilia pascual (RICA 54).
Así se
desarrolla el rito de la entrega del Credo. El diácono los invita a acercarse: “Acérquense los elegidos, para recibir de la Iglesia el
Símbolo de la fe”, y el celebrante se dirige a ellos diciéndole: “Queridos hermanos, escuchad las palabras de la fe, por
la cual recibiréis la justificación. Las palabras son pocas, pero contienen
grandes misterios. Recibidlas y guardadlas con sencillez de corazón” (RICA
186). Comienza a recitar el Credo y todos los fieles presentes se unen a
continuación.
En la mañana del
Sábado Santo tienen lugar los ritos para la preparación inmediata al Bautismo.
Antes de ser bautizados, han de profesar la fe los catecúmenos. “Con los ritos de la renuncia y de la profesión de fe, el
mismo misterio pascual, conmemorado al bendecir el agua y evocado brevemente
por el celebrante en las palabras del Bautismo, es confesado por la fe ardiente
de los que van a ser bautizados. Porque los adultos no se salvan, sino
acercándose por propia voluntad al Bautismo y queriendo recibir el don de Dios,
mediante su fe. Pues la fe, cuyo sacramento reciben, no es sólo propia de la
Iglesia, sino también de ellos, y se espera que sea activa y operante en ellos”
(RICA 30).
El
celebrante reza primero por los elegidos: “Te
rogamos, Señor, que concedas a nuestros elegidos, que han recibido la fórmula
que resume el designio de tu caridad y los misterios de la vida de Cristo, que
sea una misma la fe que confiesan los labios y profesa el corazón, y así
cumplan con las obras tu voluntad. Por Jesucristo nuestro Señor” (RICA
198). Inmediatamente todos los elegidos recitan el Credo.
Ya en
la noche santa de la Pascua, inmediatamente antes de ser bautizados, son
interrogados para que profesen la fe (“Sí, creo”), uno
a uno, o por grupos, o si son muchos, todos a la vez (RICA 219).
Igualmente,
en el rito del bautismo de niños, a los padres y padrinos se les pide la
profesión de fe en nombre del niño, prometiendo por tanto educarlo en la fe “para que esta vida divina quede preservada del pecado y
crezca en él de día en día”, por eso, “recordando
vuestro propio bautismo, renunciad al pecado y confesad vuestra fe en Cristo
Jesús, que es la fe de la Iglesia, en la que van a ser bautizados vuestros
hijos” (RBN 124).
B) SACRAMENTO DE LA
CRISMACIÓN-CONFIRMACIÓN
En segundo lugar, al revisar en la última reforma litúrgica el rito del
sacramento de la Confirmación, se vio conveniente destacar su unidad con el
Bautismo, formando así una etapa sacramental dentro de la Iniciación cristiana.
Para ello,
y con este fin, delante del Obispo, aquellos que van a ser crismados, después
de la homilía renovarán sus promesas bautismales. Es un requisito incluso: “si el fiel tiene ya uso de razón, se requiere que esté
en estado de gracia, convenientemente instruido y dispuesto a renovar las
promesas bautismales” (RC 12). Por su parte el Catecismo explica el
porqué de esta renovación de la fe: “Cuando la
Confirmación se celebra separadamente del Bautismo, como es el caso en el rito
romano, la liturgia del sacramento comienza con la renovación de las promesas
del Bautismo y la profesión de fe de los confirmandos. Así aparece claramente
que la Confirmación constituye una prolongación del Bautismo” (CAT
1298).
El
Obispo, al concluir la homilía, prepara a los confirmandos “con estas o parecidas palabras, que destacan la relación
del Bautismo con la Confirmación” (RC 27):
“Y ahora, antes de recibir el don del Espíritu Santo,
conviene que renovéis ante mí, pastor de la Iglesia, y ante los fieles aquí
reunidos, testigos de vuestro compromiso, la fe que vuestros padres y padrinos,
en unión de toda la Iglesia, profesaron el día de vuestro bautismo”.
Renuncian a
Satanás, a sus obras y seducciones (: “sí,
renuncio”) y responden: “sí, creo”, al Credo que el obispo les pregunta.
C) EL VIÁTICO
En tercer lugar, en el rito del Viático. El moribundo
va a comulgar por última vez para que la comunión eucarística le ayude en este
último camino, en este tránsito, y se una a su Señor en la muerte para vivir en
Él y con Él el misterio pascual.
Después de una lectura breve de la Palabra de Dios, “conviene
también que, antes de recibir el Viático, el enfermo renueve la profesión de fe
bautismal. Para ello, el sacerdote, después de crear con palabras adecuadas un
ambiente propicio, preguntará al enfermo…” (RU 188) y se realiza el
Credo en forma de preguntas y respuesta del fiel. Y es que “conviene, además, que el fiel, durante la celebración
del Viático, renueve la fe de su Bautismo, con el que recibió su condición de
hijo de Dios y se hizo coheredero de la promesa de la vida eterna” (RU
28).
En el
Bautismo profesó la fe cristiana; vivió su vida a la luz de la fe y dando
testimonio de ella; cada domingo la confesó recitando en la Misa el Credo y
ahora, al final, sella su vida entera profesando la fe y aguardando encontrarse
para siempre con Aquél en quien creyó, esperó y amó.
D) VIGILIA DE ORACIÓN POR UN DIFUNTO
Por último, la vigilia comunitaria de oración por un difunto, antes de las
exequias, señala como posible el rezo del Credo después de la lectura bíblica.
Rezarlo delante del difunto subraya la fe y la esperanza cristiana: “Creo en la resurrección de la carne y en la vida
eterna”.
El Ritual de
exequias ofrece una monición introductoria para explicar su sentido y
conveniencia: “Con la esperanza puesta en la
resurrección y en la vida eterna que en Cristo nos ha sido prometida,
profesemos ahora nuestra fe, luz de nuestra vida cristiana” (Ritual de
exequias, lib. IV, Vigilia, n. 7).
4. ¿Qué valor, qué
importancia tiene el Credo? ¿Para qué una fórmula fija? ¿Por qué la misma y
recitada de memoria? ¿No sería eso un empobrecimiento? ¿No es la fe un
sentimiento, o una experiencia, según nos dice hoy la mentalidad secularizada?
La Tradición de
los Padres nos ofrece las respuestas necesarias cuando explicaban el Símbolo (o
Credo) a los catecúmenos.
El Símbolo está lleno de afirmaciones de las Escrituras, reunidas en una
fórmula, más accesible a la memoria. Lo explica san Cirilo de Jerusalén:
“Posee y conserva sólo la fe que aprendes y prometes, la
que ahora te transmite la Iglesia, la que está confirmada por la entera
Escritura. Y porque no todos pueden leer la Escritura, ya que a unos la falta
de preparación, a otros la falta de tiempo disponible les impide llegar a
conocerla, para que el alma no se pierda por falta de instrucción, abarcamos
toda la doctrina de la fe en unas pocas líneas. Quiero que la recordéis con las
mismas palabras, y que la recitéis entre vosotros con todo esmero, no
copiándola en hojas de papiro, sino grabándola con la memoria en el corazón;
estando atentos para que, cuando hagáis esto, ningún catecúmeno oiga las
verdades que se os han transmitido; y que durante todo el tiempo de vuestra
vida sea como los recursos del camino, sin dar cabida a otra fe que ésta; aun
en el caso de que nosotros mismos diéramos un giro diciéndoos lo contrario de
lo que ahora os estoy explicando, o aunque un ángel hostil transformado en
ángel de luz te quisiera engañar… Y entre tanto, mientras escuchas sus palabras
exactas, graba la fe en tu memoria; durante el tiempo que haga falta recibe la
demostración que la divina Escritura da sobre cada una de las verdades
contenidas. Porque el compendio de la fe no se realizó atendiendo el parecer de
los hombres, sino después de recoger de toda la Escritura las partes
principales, que formarían una completa enseñanza de la fe. Y del mismo modo
que el grano de mostaza contiene muchos ramos en una simiente pequeña, así
también esta fe encierra en su seno con pocas palabras todo el conocimiento de
la religión contenida en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Considerad, pues,
hermanos, y mantened firmemente la doctrina transmitida que ahora recibís, e
inscribidla en la tabla de vuestro corazón” (Cat. V,12).
El gran
san Agustín también explica el valor del Credo antes de recitárselo a los
catecúmenos:
“Es ya tiempo de que recibáis el símbolo, que contiene,
de forma breve, todo lo que creéis para vuestra salvación eterna. Al origen del
término ‘símbolo’ está una semejanza; es, pues, un término metafórico. Los
mercaderes establecen entre sí un símbolo gracia al cual su agrupación se
mantiene unida por un pacto de fidelidad…
Con esto he cumplido me deuda de predicaros un breve sermón sobre la totalidad
del símbolo. Cuando lo escuchéis, reconoceréis que todo ha sido examinado de
forma breve en este nuestro sermón. Ni siquiera para retenerlas mejor debéis
escribir las palabras del símbolo; tenéis que aprenderlo a fuerza de oírlo, y
ni siquiera después de aprendido debéis escribirlo, sino conservarlo y
recordarlo siempre de memoria. Todo lo que vais a oír en el símbolo está
contenido en las Sagradas Escrituras… He aquí, pues, el símbolo que ya se os ha
ido descubriendo por medio de la Escritura y los sermones en la Iglesia, a cuya breve fórmula, sin
embargo, los fieles han de aferrarse y en ella han de progresar” (Serm. 212,
1.2).
Otro sermón agustiniano sobre el valor de la fórmula de la fe:
“El símbolo es, pues, la regla de la fe, compendiada en
pocas palabras para instruir la mente sin cargar la memoria; aunque se expresa
en pocas palabras, es mucho lo que se adquiere con ella. Se llama símbolo a
aquello en que se reconocen los cristianos; es lo primero que de forma breve
voy a proclamar. Después, en la medida en que el Señor se digne concedérmelo,
os lo explicaré, pues lo que quiero que aprendáis de memoria, quiero también que
lo podáis comprender” (Serm. 213,2).
Y una última cita agustiniana:
“El símbolo construye en vosotros lo que debéis creer y
confesar para poder alcanzar la salvación. Lo que dentro de poco vais a
recibir, confiar a la memoria y proferir verbalmente, no es novedad alguna para
vosotros o cosa jamás oída. En efecto, en variedad de formas soléis oírlo tanto
en la Sagrada Escritura como en los sermones de la Iglesia. No obstante eso, se
os ha de entregar todo junto, brevemente resumido y lógicamente ordenado para
edificar vuestra fe, facilitar la recitación y no cargar demasiado a la
memoria. Estas son las cosas que, sin cambiar nada, habéis de retener y luego
recitar de memoria” (Serm. 214,1).
5. Es importante y significativo profesar la fe.
En el rito romano, situado el Credo después del silencio meditativo, acabada la
homilía, se destaca el valor de respuesta o asentimiento a la Palabra
escuchada: “El pueblo hace suya esta palabra divina
por el silencio y por los cantos; se adhiere a ella por la profesión de fe” (IGMR
55); o con palabras de la Ordenación del Leccionario de la Misa: “El Símbolo o profesión de fe, dentro de la misa, cuando
las rúbricas lo prescriben, tiene como finalidad que la asamblea reunida dé su
asentimiento y su respuesta a la palabra de Dios oída en las lecturas y en la
homilía, y traiga a su memoria, antes de empezar la celebración del misterio de
la fe en la eucaristía, la norma de su fe, según la forma aprobada por la
Iglesia” (OLM 29). Así la liturgia de la Palabra es un diálogo de Dios
con su pueblo, donde la Iglesia responde a su Señor.
En la Misa dominical es renovación de la fe y actualización,
en cierto sentido, de la gracia bautismal:
“[El pueblo cristiano] se siente llamado a responder a
este diálogo de amor con la acción de gracias y la alabanza, pero verificando
al mismo tiempo su fidelidad en el esfuerzo de una continua ‘conversión’. La
asamblea dominical se compromete de este modo a una renovación interior de las
promesas bautismales que, en cierto modo, están implícitas al recitar el Credo
y que la liturgia prevé expresamente en la celebración de la Vigilia pascual o
cuando se administra el Bautismo durante la Misa” (Juan Pablo II, Carta
Dies Domini, 41).
6. El Credo es una confesión de fe en Dios Uno y
Trino y en su actuación salvífica, llena de amor. No es una suma de verdades
inconexas, sino el reconocimiento de quién es Dios y lo que ha realizado por
nosotros. “En la Iglesia se ha tenido conciencia
siempre de que el símbolo de fe, en cualquier estado en que se encontrase, y
por breve que fuera, contenía la totalidad de la fe. Así ocurría ya con las
fórmulas cristológicas. En cuanto a las primeras fórmulas trinitarias, diremos
que se acrecentaron, no por adición de nuevos artículos puestos a continuación
de los tres primeros, sino por medio de la explicación o desarrollo de cada uno
de ellos” (De Lubac, La fe cristiana, Salamanca 1988, 91). Así
contiene explicitado Quién es Dios y lo que ha realizado por nosotros.
El teólogo von
Balthasar lo enuncia así:
“Los doce artículos del credo apostólico proceden
primeramente de las tres preguntas parciales: ¿Crees en Dios, el Padre, el
Hijo, el Espíritu Santo? Pero incluso estas tres palabras son expresión –y
Jesucristo nos da prueba de ello- de que el único Dios es, en su esencia, amor
y entrega… Tan sólo con la mirada fija en ese fondo de unidad que se nos revela
también a nosotros, tendrá sentido desarrollar el credo cristiano: primeramente
desarrollándolo en los tres accesos que luego se expanden en doce ‘artículos’…
Nosotros no creemos jamás en proposiciones, sino en una sola realidad que se
desarrolla ante nosotros, para nosotros y en nosotros, y que al mismo tiempo es
verdad altísima y salvación profundísima” (Balthasar, Meditaciones
sobre el credo apostólico, Salamanca 1991, 29-30).
Se cree, no
en un ‘algo’ difuso y trascendente, sino en
un ‘Tú’ vivo: “Todavía
no hemos hablado del rasgo más fundamental de la fe cristiana: su carácter
personal. La fe cristiana es mucho más que una opción en favor del fundamento
espiritual del mundo. Su fórmula central reza así: ‘creo en ti’, no ‘creo en
algo’. Es encuentro con el hombre Jesús; en tal encuentro siente la
inteligencia como persona… La fe es, pues, encontrar un tú que me sostiene y
que en la imposibilidad de realizar un movimiento humano da la promesa de un
amor indestructible que no sólo solicita la eternidad, sino que la otorga”
(Ratzinger, Introducción al cristianismo, Salamanca 1987 (6ª), 57).
No es un Dios una fórmula rara, un teorema incomprensible. Se
ha revelado y, además, hemos visto cómo actúa, cómo obra, cómo ama, cómo salva.
Y lo afirmamos en el Credo así:
“El misterio de la Trinidad no se nos ha descubierto a la
manera de una teoría sublime, de un teorema celestial, sin relación con lo que
somos y con lo que hemos de llegar a ser. Dios es el creador de nuestro mundo y
quiso intervenir en nuestra historia. Actuando para nosotros, llamándonos hacia
él, obrando nuestra salvación: así es, precisamente, como Dios se nos dio a
conocer. Nuestra fe en él, que es respuesta a su llamamiento, no es separable
del conocimiento que Dios nos ha dado de su obra en medio de nosotros” (De
Lubac, La fe cristiana, 93).
Digno de mención
es destacar cómo la fórmula de la fe, el Símbolo o Credo, aun cuando todos lo
recitan juntos, se reza en singular. No se dice: “Creemos
en un solo Dios…”, sino: “Creo en un solo
Dios”; no se dice: “Sí, creemos…”, sino:
“Sí, creo”.
La fe es fe eclesial,
la fe de todo el pueblo santo de Dios, recibida por la Revelación y la
predicación apostólica. Vivir como hijo de Dios en la Iglesia es recibir y
profesar la norma o canon de la fe, el Credo que se entrega.
Pero se reza
siempre en singular (“creo en Dios”, o “sí, creo”) porque la fe es un acto personal y
único delante de Dios mismo. Nadie puede suplirme, nadie reemplazarme. Cada uno
debe contestar a Dios personalmente y esa fe eclesial va a determinar toda la
existencia cristiana, paso a paso. La fe da forma a la vida.
“Quien dice Yo creo, dice Yo me adhiero a lo
que nosotros creemos. La comunión en la fe necesita un lenguaje común de
la fe, normativo para todos y que nos una en la misma confesión de fe” (CAT
185). Profesar la fe común de la Iglesia es, al mismo tiempo, un acto
personalísimo: “la fe es una adhesión personal del hombre entero a Dios que se
revela. Comprende una adhesión de la inteligencia y de la voluntad a la
Revelación que Dios ha hecho de sí mismo mediante sus obras y sus palabras” (CAT
176).
Aunque en
la Iglesia todo es común, y vivimos la Comunión de los santos, sin embargo el
fiel cristiano no se disuelve en la masa, ni es un anónimo perdido, ni se
despersonaliza. La fe, por el contrario, personaliza y es vivida personalmente.
Por eso se responde en singular, cara a cara, ante Dios y la Iglesia.
Con el
Credo decimos “Sí” a Dios, después de haber
dicho “no” al demonio y a su imperio del
mal. ¡Sí!, como Cristo es “Sí”, el “Amén” de
Dios (cf. 2Co 1,20):
“Un “sí” que se articula en tres adhesiones: “sí” al Dios
vivo, es decir, a un Dios creador, a una razón creadora que da sentido al
cosmos y a nuestra vida; “sí” a Cristo, es decir, a un Dios que no permaneció
oculto, sino que tiene un nombre, tiene palabras, tiene cuerpo y sangre; a un
Dios concreto que nos da la vida y nos muestra el camino de la vida; “sí” a la
comunión de la Iglesia, en la que Cristo es el Dios vivo, que entra en nuestro
tiempo, en nuestra profesión, en la vida de cada día” (Benedicto XVI,
Hom., 8-enero-2006).
Javier Sánchez
Martínez
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