Tres defectos que
hacen inútiles gran parte de las confesiones.
Por: J.M Rodríguez de la Rosa | Fuente: adelantelafe.com
Queridos hermanos, deseo hablarles de tres
defectos que hacen que la mayor parte de las confesiones sean inútiles, por no
decir sacrílegas; una la falta de luz de en el examen de conciencia, es decir la
ceguera en cuantos a nuestros pecados; segundo, la falta de sinceridad en manifestarlos,
y por último, una verdadera falta de dolor de contrición, de sincero arrepentimiento.
FALTA DE LUZ EN EL EXAMEN DE CONCIENCIA
El principal inconveniente que tiene el hombre
es la falta de conocimiento de uno mismo,
lo que supone un gran obstáculo para la confesión; y la razón de ello es que no
nos examinamos con la suficiente madurez y tiempo debido; que cuando nos
examinamos lo hacemos mayormente de nuestras preocupaciones personales, y que rara vez nos examinamos de
nuestras obligaciones.
El examen de nuestros actos
debería ser constante.
Nuestra vida debería ser un examen y una censura continua y secreta de nuestras
acciones, deseos y pensamientos. Pero es la inconstancia lo que predomina en
nosotros, los deseos desordenados se nos acumulan en nuestro corazón, así como,
envidias, temores, esperanzas, alegrías, pesares, odios y amores, y de esta
forma todas estas pasiones convierten en nuestro corazón en un abismo
difícil de sondear y del que nunca vemos más que la superficie.
Es sumamente necesario una
continua vigilancia sobre todas muestras acciones para poder disponernos a hacer una verdadera
confesión. Esta continua vigilancia es la que nos dispone adecuadamente para
una buena confesión. Es necesario acostumbrarse a tomar en cuenta de forma
continuada nuestras acciones, a entrar en juicio con nuestro corazón en esos
momentos de tranquilidad y silencio del día, que son los más apropiados para
ello. Qué importante es el examen diario, al final de la jornada, presentar en
nuestras manos nuestra alma al Señor, pensar en su presencia, el uso que hemos
hecho del día que ha pasado. Así, con estos exámenes diarios de nuestra
conciencia nos vamos familiarizando, por decirlo así, con nosotros mismos, y
nos disponemos para llevar al confesionario un corazón probado y unos pecados
mil veces examinados.
No basta el breve examen de
conciencia que muchos hacen antes de la confesión. Si
somos sinceros aceptaremos la realidad, que para muchos su vida es una
vida llena de continuos olvidos de uno mismo, de placeres y cuidados
personales; un continuo huir de uno mismo, de evitar reflexionar sobre la
propia vida y estado. Nunca la luz iluminará su corazón para conocer su
verdadera realidad. He aquí el primer gran defecto de las confesiones, no emplear
el debido y necesario tiempo para un correcto examen; únicamente el breve
tiempo anterior a la confesión. Cada día debería ser un examen que nos
dispusiera a ella.
La realidad es que el examen de conciencia suele
hacerse más bien según las
preocupaciones de nuestro amor propio. Nos examinamos de nuestras
propias preocupaciones. ¿Qué es examinarse? Es
poner a un lado los mandatos de Dios, y en el otro la parte de nuestra
vida que no los ha seguido; ver en cada una de nuestras acciones lo que el
Evangelio manda, permite o prohíbe, y compararlas con nuestras acciones. Pero
la realidad es que en el examen de conciencia se sustituyen estas santas reglas
por las preocupaciones del amor propio.
Junto con lo anterior, otra causa que hace
inútil la confesión, es que muchos no hacen examen de conciencia según sus obligaciones. Pocos
hacen el examen con las luces de la fe y con las reglas del Evangelio; cada uno
presenta en las confesiones sus
preocupaciones, en vez de presentar sus pecados. Es necesario confesarse
de los defectos en el cumplimiento de las obligaciones personales, de padre de
familia, de persona pública, etc. Muchos no conocen en sí mismo más que sus
defectos personales.
Cuántos son los que viven en aquel género
de vida que condena Jesucristo en los Santos Evangelios, y luego no
tienen casi nada que decir en la confesión; les cuesta trabajo acusarse de algo
pecaminoso, y reducen la confesión de un largo periodo de su vida a unos solos
instante, los que se emplean para acusarse de los pecados o faltas cometidos en
un día. Más un alma justa confiesa, con la amargura de su corazón, lo que son
algunas leves imperfecciones, y aún en sus virtudes encuentra materia de
acusación y penitencia, y parece que nunca acaba de referir sus flaquezas. ¿De
dónde proviene esta diferencia entre ambos penitentes? De que uno vela
continuamente en la guarda de su corazón, y el otro no se examina hasta el
momento de ir a confesarse. El uno se juzga a la luz de la fe, y el otro
con las preocupaciones de su amor propio. El uno conoce todas sus obligaciones
y las reflexiona; el otro no se examina más que acerca de algunas obligaciones
más palpables y conocidas, de las que ignora su extensión y consecuencias.
FALTA DE SINCERIDAD EN MANIFESTAR LOS PECADOS
Es una gran verdad el que para muchos su vida
con un verdadero disfraz y que nunca son como se manifiestan. Les cuesta mucho
confesarse culpables. Para muchos la confesión les hace sentir descubiertos en la farsa de su vida y sienten
que su falsa y vana imagen se desfigura. El disimulo lo llevan a la misma
confesión. Son los que no caminan a Dios por el camino derecho, y que no llegan
a la penitencia con la rectitud y sencillez de corazón que cura y sana la
herida descubriéndola, poniéndola de manifiesto.
El primer defecto de sinceridad consiste en no usar de expresiones claras. Mezclan
la información del pecado con la propia soberbia, no manifiestan del todo su
conciencia; pecan de falta de rectitud y de sinceridad. No usan expresiones
claras, callan los motivos y principios por los que pecaron. Habría que
recordarles a tales penitentes que vienen al tribunal de Jesucristo que los
conoce muy bien, que es el invisible testigo de todas sus acciones y vida
secreta; que lee el corazón como un libro abierto lo más vergonzoso que se
oculta en él.
Un segundo defecto de sinceridad consiste en no declarar los motivos y los principios de
las acciones realizadas. Se dicen las acciones pero no sus motivos; se
refieren los pecados, pero no se manifiesta la consecuencia. Hay que considerar
todo lo que hacemos según el motivo por lo que lo hacemos, y pesar nuestras
acciones dentro de nuestro corazón. El corazón es el que decide todo en
el hombre; pero este corazón es el que nunca descubren algunos en la confesión.
Ocurre que estos penitentes se confiesan, por
ejemplo, de haber hablado mal del prójimo, pero no dicen que la razón ha sido
la envidia que sienten hacia él; se confiesan de los enfados con tal persona,
pero nada dicen de las propias aficiones frívolas y pecaminosas que son la
casusa del enfado. En fin, no cuentan los secretos combates que pasan entre la
flaqueza de la carne y el corazón. Suele ocurrir en estos casos, con estos
penitentes, que la mayoría de las veces es el confesor quien tiene que adivinar
el estado del alma del penitente.
Un último defecto de la falta de sinceridad está
en las acciones dudosas, que
siempre se exponen a favor del penitente. Lo que ocurre, verdaderamente, es que
no quieren romper definitivamente con las pasiones personales, y a su vez
quieren tener la conciencia tranquila: En este estado de infidelidad lo que se
busca es una sentencia a su propio favor y para ello se exponen los hecho de
tal forma que el confesor no los condene. Se falta a la sinceridad en las
expresiones que usan, porque las mitigan; en los motivos, porque no los dicen;
en las dudas, porque se exponen a su propio favor. Siempre se manifiestan con
una falsa apariencia, ocultando la propia realidad de la persona y manifestando
lo que querrían ser; manifiestan una conciencia que en realidad es falsa. De
esta forma, es imposible que sientan el alivio que siente el alma compungida de
verdad, la paz del alma, la serenidad de conciencia, que en definitiva
son los frutos de la confesión sincera y perfecta.
FALTA DE DOLOR DE UN VERDADERO ARREPENTIMIENTO
El
dolor es el alma y la verdad de la confesión. Lo
comentado anteriormente, siendo importante, no son más que disposiciones
exteriores de la penitencia. El dolor de contrición es un movimiento de la
gracia de Dios y no de la naturaleza. Es necesario que surja en el penitente
una verdadera detestación del pecado,
un verdadero dolor interior
fruto de la acción del Espíritu que ilumina al penitente con la luz de la
fe para que descubra en su pecado la ofensa cometida a Dios y las
desgracias que se derivan del pecado. A su vez, este dolor ha de ser principio
de un nuevo y sincero amor que haga aborrecer la culpa.
La mayor parte de los penitentes van a la
confesión con la turbación de su amor propio en el que no tiene parte el
Espíritu Santo. Sienten más bien la turbación y preocupación de confesar de sus
pecados, más que dolor por la ofensa a Dios. Confunden su soberbia con su
arrepentimiento; el malestar que sienten de confesarse con el sincero
arrepentimiento que es necesario para ello; confunden la inconveniencia de
confesarse con el dolor de sus pecados. Se hallan soberbios y confusos y creen
estar motivados y penitentes.
El verdadero dolor de los pecados supone una sincera resolución de acabar con los
desórdenes que llevan a pecar, y empezar una vida santa e irreprensible. La
pregunta del Jesucristo a los enfermos: ¿Quieres sanar? nos puede
parecer inútil, pues es lo que desea el enfermo. Más no todos quieren sanar de
la enfermedad de su alma. Cuando el penitente se dirige a la confesión ha de
darse testimonio a sí mismo de que real y verdaderamente desea sanar; esto es,
que quiere renunciar a sus pasiones y seguir el camino de piedad. La conciencia
no puede engañarse a sí misma, y conoce muy bien si el propósito de una nueva
vida es verdadero; los preludios de una conversión y de una sincera renovación
de costumbres tienen unas propias manifestaciones que no dejan lugar a dudas.
Queridos hermanos, estas son los principios más
comunes que hacen inútil el sacramento de la penitencia. Nos falta luz en el
examen de conciencia, sinceridad en manifestar los pecados y dolor en el
arrepentimiento. Entremos dentro de nosotros mismos, acordémonos delante de
Dios que toda nuestra vida y de la historia secreta de nuestra conciencia.
Repasemos el número de confesiones realizadas, muchas repetidas y muchas
inútiles. Las pasiones de hoy en el alma son llagas de la infancia que han
envejecido con uno mismo. Hoy muchos son tan sensuales, soberbios y disolutos
como en el principio de su vida. Nada han cambiado, ni sus reiteradas
confesiones lo han conseguido; eran confesiones inútiles. La vida los ha
llevado de un lado para otro, pero su vergonzosa pasión les ha seguido a donde
han ido.
¿Terminaremos diciendo?: Mi
vida es un continuo pecado, distinto sólo por los distintos estados y
circunstancias. Dios no lo quiera. Sabemos qué hacer para evitarlo.
Ave María Purísima.
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