domingo, 2 de septiembre de 2018

LAS OFRENDAS DE LA MISA (II)


2. A LA LUZ DE LA HISTORIA
 Entenderemos mejor, sin duda, qué se lleva como ofrendas en la Misa, por el sentido que tienen, si acudimos un poco a la historia de la liturgia, evitando así las cosas tan sorprendentes y extrañas que hoy se hacen.
Sabemos, por las fuentes antiguas, cómo era esta procesión. Hipólito, en su obra la “Traditio Apostolica”, señala cómo los diáconos llevan al altar, el pan, el vino y el agua; san Justino, a mediados del siglo II, lo describe en su I Apología: “seguidamente se presenta al que preside sobre los hermanos pan y una copa de agua y vino mezclado: cuando lo ha recibido, eleva al Padre de todas las cosas alabanzas y gloria” (I, 65). Poco tiempo después, sobre el siglo IV, los fieles mismos llevaban al altar pan y vino (al no ser pan ázimo, aumentaba más y se procuraba llevar suficientes panes para que todos pudieran comulgar una vez fraccionados) y alimentos y ropas para los pobres y también para el sostenimiento de los sacerdotes: “también en el siglo VI la presentación de las ofrendas incluye una intención caritativa, pues los fieles llevan más de lo necesario con el objeto de subvenir a las necesidades de la Iglesia, del clero y de los pobres. La presentación de las ofrendas era considerada como un deber y un privilegio de los fieles, pues si éstos tenían la obligación de llevarlas sólo podían hacerlo quienes estaban en comunión con la Iglesia”[1][1].
      Más desarrollada es la presentación de los dones en los siglos VII-VIII, según el Ordo Romanus I, el rito de una Misa solemne del Papa. Aunque la descripción es amplia y detallada, ilumina mucho ver el valor que se le daba a este rito ofertorial, ceñido al pan y al vino, donde todos aportan. Es el pontífice quien se acerca a recogerlas en la nave de iglesia según los distintos órdenes jerárquicos y grupos de fieles, y también los subdiáconos. Todos ofrecen o pequeñas ánforas con vino o panes.
            “Entonces un diácono se acerca al altar, llevando el cáliz y el corporal; con el brazo izquierdo levanta el cáliz. El corporal se lo entrega a otro diácono para que lo retire del cáliz, lo ponga sobre el lado derecho del altar, y así, con la ayuda del diácono segundo, extienda la otra punta hasta el otro lado del altar.
            Suben a la sede el “primicerius” y el “secundicerius”, y el “primicerius” de los “defensores”, con todos los de la zona y los notarios. El subdiácono sigue al archidiácono el cáliz vacío.
            El pontífice, tras decir: Oremus, desciende al “senatorium”, sostenido por el “primicerius” de los notarios, que le da la mano derecha, y el de los “defensores” le da la izquierda. Ahí recibe las ofrendas de las autoridades, por orden de jerarquía.
            El archidiácono, tras él, recoge las ánforas (amulas) y las vacía en el cáliz mayor con la ayuda del subdiácono de zona, al que sigue un acólito con una jarra (scypho) sobre la casulla, en la que vuelve a vaciar el cáliz lleno.
            El pontífice entrega las ofrendas al subdiácono de zona, y éste al siguiente, el cual las coloca en un lienzo que sostienen dos acólitos. Las otras ofrendas las recoge el obispo hebdomadario, que va tras el pontífice, y las deposita en otro lienzo próximo. Tras él, el diácono que sigue al archidiácono recibe las ánforas (amulas) y las vacía en la jarra (scypho).
            El pontífice, antes de pasar al lugar de las mujeres, baja a la “confesión” y recibe las ofrendas del “primicerius” y “secundicerius” y del “primicerius” de los defensores. Lo mismo hace el pontífice cuando sube al lugar de las mujeres. Finalmente, vuelve a la sede, de la mano del “primicerius” y “secundicerius”.
            El archidiácono, tras la recogida (de las ofrendas), de pie ante el altar, se lava las manos y mira al pontífice, que le hace una señal de cabeza. El archidiácono le contesta con un saludo y sube al altar.
            Entonces los subdiáconos de zona toman las ofrendas de la mano del subdiácono siguiente y se las entregan al archidiácono. Este prepara el altar. Luego toma el ánfora (amula) del pontífice de manos del subdiácono oferente y la vierte sobre el cáliz. Así hace también con la de los diáconos.
            Baja el subdiácono siguiente adonde está la schola (coro de cantores) y recibe del archidiácono otro recipiente (fontem). La lleva al archidiácono, que la vierte también, haciendo la señal de la cruz.
            En este punto, los diáconos se dirigen al lugar donde está el pontífice. Al verlos, el “primicerius”, el “secundicerius”, el “primicerius” de los “defensores” de zona y los notarios y “defensores” de zona bajan a su sitio, donde se quedan de pie.
            El pontífice se levanta de su sede, baja al altar, lo besa y recibe las ofrendas de manos del presbítero hebdomadario y de los diáconos. El archidiácono recibe del oferente las ofrendas del pontífice y se las entrega a éste, el cual las coloca sobre el altar.
            El archidiácono levanta el cáliz que recibe del subdiácono de zona, lo pone sobre el altar, junto a la ofrenda del pontífice, envueltas las asas en el “offertorio”, colocándolo en uno de los lados del altar. Se queda de pie tras el pontífice. Éste, inclinándose un poco ante el altar, hace una señal a la schola (coro de cantores) para que calle.
            Al terminar el ofertorio, los obispos quedan en pie tras el pontífice, el primero en el medio, y luego, por orden, el archidiácono a la derecha de los obispos y el segundo diácono a la izquierda, y así sucesivamente”[2][2].

   Es un precioso y complicado rito, donde queda patente la importancia de las ofrendas, que se ciñen al pan y al vino, por supuesto, y que son recogidas por el pontífice y subdiáconos.
      En Oriente, sin embargo, los dones son llevados por los fieles antes de iniciarse la Misa a un lugar conveniente, y son los diáconos quienes durante la liturgia llevarán en procesión el pan y el vino al altar.
      Éste es, entonces, el espíritu que subyace hoy en nuestro rito romano y que no se ha de perder de vista en la procesión de ofrendas: aportar el pan y el vino necesarios para la comunión de todos, y aportaciones reales para la iglesia y los pobres.

[1][1] IBÁÑEZ-GARRIDO, Iniciación…, 312-313.
[2][2] Tomamos la traducción de MALDONADO, L., La plegaria eucarística, Madrid 1967, 482.
Javier Sánchez Martínez

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