–Fue
indescriptible. Muchos se pusieron en el lugar de Dios: «he aquí que hago
nuevas todas las cosas» (Ap 21,5). La soberbia llevó a las herejías, y éstas a
la lujuria.
* * *
IMAGINEN USTEDES UN CRISTIANO QUE, SIENDO
HOMOSEXUAL,
1) aspira al sacerdocio y entra al Seminario como zorro en gallinero; 2)
recibe el sacramento del Orden sagrado sin problemas de conciencia; 3)
consigue el nombramiento de Obispo, a pesar de que se había hecho
un experimentado depredador sexual, especializado en seminaristas y sacerdotes
jóvenes; y 4) procura y acepta la condición
de Cardenal de la Santa Madre Iglesia… ¿Parece increíble, no es cierto? Pues dantur casus.
No voy a tratar en este
artículo de esta figura presunta,
sino de la situación de una Iglesia que
hace posible durante medio siglo casos como éste.
* * *
I)
–HAY QUE TOMAR «MEDIDAS» CONTRA LOS ABUSOS SEXUALES
Actualmente los abusos contra menores (pederastia, efebofilia), o no
menores, sobre todo los realizados por sacerdotes
e incluso por algunos obispos, están suscitando en los fieles muy
fuertes reacciones de indignación, aunque a veces sean sólo por la miseria de
su encubrimiento. En realidad, como es obvio, los «abusos
sexuales» se dan en muchos modos, edades y ambientes diversos: en centros escolares y universitarios, en asociaciones
deportivas, campamentos, etc. Incluso dentro de los mismos matrimonios,
por ejemplo, se dan abusos sexuales en la anticoncepción. Pero los realizados
por clérigos en menores o en adultos son especialmente graves y causan mayor
escándalo: corruptio optimi pessima.
De la indignación surge con
frecuencia la proposición y creación de
nuevas «medidas» de control, previsión e información, vigilancia,
denuncia y sanción, tanto en el mundo cívico como en el de la Iglesia, por
medio de las cuales se pretende combatir esos males y reducirlos cuanto sea
posible. La necesidad de adoptar nuevas medidas legales, policiales, reglamentarias,
informativas, que puedan frenar esos males con mayor eficacia es evidente.
Aunque muchas veces sería suficiente «aplicar» fielmente, sin permisividades
negligentes, ni encubrimientos cómplices, las mismas normas ya existentes. (N.
B.–Las leyes y reglamentaciones aludidas se refieren casi siempre al abuso sexual de menores. Sobre los adultos,
apenas hay nada).
PAPAS Y PASTORES DE LA IGLESIA HAN PROMOVIDO
MEDIDAS URGENTES
Estas medidas se centran en los abusos sexuales de clérigos
sobre menores; pero su doctrina y sus normas, mutatis mutandis, valen
para todo abuso sexual, sobre todo para los ocasionados por los
clérigos homosexuales activos. Recordaré aquí solamente, y como ejemplo, la carta de Benedicto
XVI a los católicos de Irlanda (19-III-2010), o la
dirigida por el cardenal Levada, Prefecto de la Doctrina de la fe, en la
que señala con la autoridad de Benedicto XVI las líneas guía para combatir los
abusos sexuales (3-V-2011). Sobre esta cuestión se han producido en los tres
últimos pontificados numerosos documentos.
El
cardenal Daniel Di Nardo,
presidente de la Conferencia Episcopal de EE.UU., el 27-VIII-2018, hizo
públicas en relación a cierto informe del Arzobispo Viganò unas enérgicas
declaraciones: «Estoy ansioso por una audiencia con
el Santo Padre para ganar su apoyo para nuestro plan de acción. Ese plan
incluye propuestas más detalladas para: buscar estas respuestas, facilitar el
reporte de abusos y mala conducta por parte de los obispos y mejorar los
procedimientos para resolver las quejas contra obispos». Junto a
éstas, va un buen número de medidas proyectadas no referidas sólo a los
obispos.
EL MISMO EMPEÑO EN AUTORES PRIVADOS
No pocos teólogos y pastores,
canonistas y psicólogos cristianos, han colaborado en esa larga y noble
campaña, proponiendo medidas más rigurosas y eficaces, estudiadas concretamente
en relación a los abusos sexuales producidos o encubiertos por clérigos.
Gelsomino del Guercio asegura que «Donde hay medidas de prevención ha disminuido la
pedofilia en la Iglesia». Cita las medidas propuestas por el
teólogo Hans Zollner
(Gregoriana). También las medidas sugeridas por Meter
onlus, sociedad fundada por el sacerdote Fortunato Di Noto: «diáconos para la
infancia», «Oficinas pastorales pro infancia», etc.
El P. Dominic Legge, profesor dominico, «Limpiando la Iglesia de sacrilegios clericales»,
propone cinco medidas fundamentales. Carlos
Esteban propone «Cuatro medidas para acabar con los abusos sexuales de
clérigos» (25-VII-2018).
Todos ofrecen en principio medidas prácticas, justas y eficaces: atención a los víctimas,
investigaciones no retardadas, verificación de los hechos y de sus
antecedentes, acogida de testigos, ayuda de psiquiatras, denuncias rápidas,
comunicación interdiocesana de datos, investigación de los cómplices y
encubridores, sanciones justas y coherentes no condicionadas por encubrimientos
o complicidades, colaboración con las autoridades civiles, y tantas otras
normas que, ajustadas a cada caso, puedan sin duda ser benéficas.
El obispo británico Philip Egan, escribe al Papa una carta abierta con
sujerencias prácticas en orden a la crisis del clero. La principal es la celebración de un Sínodo. ¿Pero no sería suficiente con revisar el cumplimiento de
lo ya enseñado y establecido por la Iglesia en el Vaticano II (Presbyterorum
ordinis), en el Sínodo Episcopal de 1971, y en tantos otros
documentos pontificios, algunos de extraordinaria calidad, que se han producido
en los últimos decenios y que no han tenido la aplicación que los hubiese hecho
suficientes? ¿Para qué más Encuentros especiales, que hoy, por cierto, no
tendrían fácilmente el nivel teológico y espiritual de sus precedentes?
LAS MEDICINAS PROPUESTAS INDICAN YA EL DIAGNÓSTICO
QUE SE HACE DE UNA ENFERMEDAD
Aunque los autores citados den
apuntes espirituales muy valiosos, creo yo –quizá me equivoque– que predomina
en el combate que ellos promueven contra los abusos sexuales los medios condicionantes exteriores:
información, asesoría, investigación, asistencia psicológica, mejoras en
denuncias, controles, etc.
Pero todas esas medidas, ciertamente buenas y necesarias, serían
aplicables al saneamiento de cualquier sociedad o institución que hubiera
sufrido una corrupción en alguna parte de su ser. Son medios de mayor o menor eficacia para reducir el desastre, o
incluso eliminarlo. Pero como en su mayoría se dan en el orden
administrativo-funcional-laboral-policíaco-judicial, no llegan a operar lo
suficiente en la mente, voluntad y sensibilidad de las personas. Son buenas y
necesarias, pero no bastan, especialmente en el caso de la Iglesia. Disminuirán
los robos, quizá, pero no el número de ladrones.
* * *
II)
–LAS VERDADERAS CAUSAS DE LOS ESCÁNDALOS SEXUALES
«El justo vive
de la fe» (Rm 1,17); «la fe es por la predicación, y la predicación por la
palabra de Cristo» (10,17). Las «medidas» para combatir los pecados
sexuales del clero tendrán eficacia no por sí mismas, sino en el grado en que
el espíritu que las impulsa sea conocido, asimilado y aplicado por el gremio
eclesiástico. Ya sabemos que las normas
se aplican y actúan sólo si se dan y se reciben juntamente con el espíritu que las genera. Verdades de la fe negadas o silenciadas
durante decenios son las causas principales de las infracciones
culpables que puedan darse en el clero, sea en cuestiones sexuales o en
cualquier otra materia. El silencio prolongado de una verdad de fe equivale
prácticamente a su negación.
Éste es el tema del
artículo presente.
–LAS INUMERABLES HEREJÍAS difundidas
en los últimos decenios son la causa principal de los escándalos morales
recientes que han afligido a la Iglesia. Todas las herejías, muchas en los últimos tiempos, son pura soberbia: dan preferencia al juicio
propio o de los afines contra la doctrina de la Iglesia. Y quien por la herejía
se atreve a enfrentarse con Dios, no tendrá mayor problema en desobedecer sus
mandatos morales, aunque sea con los más graves pecados y perversiones.
Soberbia - herejía - pecado persistente.
Juan Pablo II: «Se han esparcido a manos llenas ideas
contrastantes con la verdad revelada y enseñada desde siempre. Se han propalado
verdaderas y propias herejías en el campo dogmático y moral» (6-II-1981).
Cardenal Ratzinger: Se ha
producido «un confuso período en el que todo tipo
de desviación herética parece agolparse a las puertas de la auténtica fe
católica» (Informe sobre la fe (Madrid,
1985, p. 114). Benedicto XVI: En
la interpretación del Concilio «la hermenéutica de
la discontinuidad corre el riesgo de acabar en una ruptura entre la Iglesia
preconciliar y la posconciliar» (22-XII-2005).
–LA «TOLERANCIA CERO
PARA LOS CRÍMENES SEXUALES» es imposible mientras no se intente y
consiga suficientemente «la tolerancia cero contra
las herejías», objetivo que hoy queda muy lejano de la realidad
de la Iglesia. Viniendo a
los abusos sexuales de ciertos clérigos, tengamos en cuenta que no pocos de
ellos han recibido una formación doctrinal y espiritual falsa, y que no creen propiamente en el pecado, ni menos
en sus posibles consecuencias eternas. Aunque cueste admitirlo, es
posible que incluso algunos no alcancen a ver la maldad de los abusos sexuales
si los cometen. Por esta cuesta abajo el sacramento de la Penitencia ha ido
desapareciendo prácticamente en no pocas Iglesias locales.
Recuerden aquello que ya cité
de Pablo VI: «Los hombres, en los juicios de hoy, no son considerados pecadores…
La palabra pecado no se encuentra
jamás… El mundo moderno ha perdido el sentido del pecado» [cf. Pío XII,
Juan Pablo II]» (2-XII-1884)… El lenguaje predominante hoy en muchas Iglesias
nunca habla de pecados, sino de errores, actitudes equivocadas,
situaciones irregulares, acciones desordenadas, ideales no
alcanzados todavía, divorciados que viven un segundo
matrimonio…
Tengamos en cuenta además que
actualmente, eliminando la existencia
de lo intrinsece malum, han sido descatalogados
muchos pecados, de tal modo que hoy pueden ser cometidos con «buena conciencia»… Con un ejemplo: si los
matrimonios pueden practicar –en ciertos casos, es decir siempre– la anticoncepción con
buena conciencia, ¿por qué la homosexualidad
activa del clero o de los laicos ha de ser tan condenada? Es un acto
de amor, totalmente consentido por ambas partes.
–LA AUTORIDAD APOSTÓLICA DEBILITADA ha sido y es una de la causas principales de los abusos sexuales –en el
clero o en cualquier cristiano–. Si la Autoridad de la Iglesia enseña con
absoluta firmeza una doctrina (la Humanae vitae, por ejemplo) o establece secularmente una ley
muy grave (como el precepto de la Misa dominical), y luego se resigna a que no se crean ni se
cumplan, ni apenas intenta que se acepten y cumplan, e incluso promueve al
Episcopado no raras veces a sacerdotes que impugnan tal doctrina y tal
precepto, va haciéndose de la Iglesia una
sociedad engañosa, que no hace lo que dice, ni exige lo que manda. En
ese marco, los crímenes sexuales prolongados durante decenios hallan
posibilidades insospechadas.
En realidad la débil Autoridad
pastoral da por perdidas todas las
batallas, renunciando a promover la verdad y reprobar los pecados,
porque de este modo entraría en combate
y en ciertos casos aplicaría sanciones. Pero ambas acciones son incompatibles con una
pastoral liberal y misericordiosa. Por esa causa no se hacen fuertes campañas
pro-Misa dominical, ni contra-anticoncepción, ni contra-impudor y fornicación
juvenil, ni pro-Orden sacerdotal, ni pro-misiones… Sólo es aceptable el combate
por la justicia social –que tampoco se libra apenas, porque ya hace medio siglo
se invalidó la acción cristiana en política, al tener ésta que combatir con el mundo para ser realmente
cristiana–.
–DEVALUACIÓN DE LA CRUZ. En este mismo blog desarrollo el tema en los artículos (137) al (158). La doctrina de la Cruz de Cristo
ha fundamentado siempre la espiritualidad cristiana. Por eso, su devaluación
actual trae consigo como consecuencia necesaria y previsible, los pecados más
escandalosos, que hoy espantan a los cristianos de buena voluntad. El más grave
de todos los errores –que por supuesto no voy a enumerar– es hoy el horror a la cruz: «no puede ser pecado aquello [por ejemplo, la
anticoncepción] que sólo puede ser evitado abrazando la Cruz». Como
decía un Cardenal hace un par de años, «los
cristianos no están llamados a ser mártires».
Cristo Salvador es un camino
claramente trazado. Él nos enseña que la Cruz es el árbol único que da frutos
de vida eterna. «Nadie puede ser mi discípulo si no toma su cruz cada día y me sigue»
(Mt 16,24). Santa Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein, conocía bien el
punto más flaco de la Iglesia de los últimos tiempos: el horror a la cruz:
la Cruz es algo malo, que hay que evitar como sea. Al mes de su ingreso
en el Carmelo, escribía (14-X-1944):
«Los
seguidores del Anticristo… deshonran la imagen de la cruz y se esfuerzan
todo lo posible para arrancar la cruz del corazón de los cristianos. Y muy
frecuentemente lo consiguen. Incluso entre los que, como nosotras [carmelitas],
hicieron un día voto de seguir a Cristo cargando con la cruz» (Amor a la Cruz,
14-X-1933). Religiosas y religiosos, sacerdotes y laicos, obispos y cardenales.
Cada vez es más raro ver crucifijos en los hogares cristianos, o escuchar
predicaciones que enamoren del Crucificado y, a su modo, de su Cruz: «Ave, Crux, spes unica». San Pablo
predicaba: «Nunca entre vosotros me precié de saber
de cosa alguna, sino de Jesucristo, y éste crucificado» (1Cor 2,2).
* * *
III)
Muchos grandes pecados que hoy son frecuentes en la Iglesia –en laicos y
religiosos, sacerdotes, obispos y cardenales– son tolerados por el
silenciamiento. Evidentemente, no podrán ser vencidos sino en la medida
en que se recuperen –muy especialmente en seminarios, noviciados, facultades–
ciertas verdades de la fe que no se han comunicado, o que han sido
falsificadas.
+DOXOLOGÍA: LA GLORIA DE DIOS es la
finalidad principal del sacerdocio ministerial. «El
fin que los presbíteros persiguen con su ministerio y vida es procurar la
gloria de Dios en Cristo» (Presbyterorum
ordinis, 4 in fine). Es el
PRIMER mandamiento del Decálogo y la
pretensión principal de todos los cristianos: «Oh
Dios, que todos los pueblos te alaben» (Sal 66,4). Si tantos sacerdotes
no viven esta finalidad como una motivación permanente –en la Misa y los
sacramentos, en la catequesis y predicación– es porque no tienen su espíritu,
ya que «de la abundancia del corazón habla la boca»
(Lc 6,45). No conocen la finalidad propia de su vida y ministerio. Es decir, no
saben qué son, quiénes son, desconocen
su identidad personal y funcional. No han sido formados en esa
dirección doxológica, que les libraría de pecados sexuales y de tantos otros.
Por eso hay tantos sacerdotes que «vagan sin sentido por el país» (Jer 14,18).
No pocos de ellos se dedican a la beneficencia material, siempre necesaria y
valiosa. Dios los bendiga y los guarde… Y les abra los ojos del alma.
Esta enorme carencia explica la falta de vocaciones sacerdotales y
de evangelización en las misiones. «La Iglesia es para la gloria de Dios».
+SOTERIOLOGÍA: SALVACIÓN / CONDENACIÓN. Si durante medio siglo no se
predica casi nunca en una Iglesia local –o incluso se niega– la soteriología evangélica, uno de los
centros principales del Evangelio –ya que el Hijo divino baja del
cielo «para nuestra salvación», «para el perdón de
sus pecados»–, es normal que el sacerdote y obispo formado en esa
obscuridad, desconozcan su propia
identidad, es decir, que ignoren prácticamente que la re-configuración y
la re-consagración que han recibido por el sacramento del Orden, da
como fin de su vida «invitar a todos insistentemente a la conversión y la
santidad» (Presbyterorum ordinis, 4a). Otros fines –dinero, ciencia, sexo, poder, mundanización,
beneficiencia natural gratificante, autopromoción, política, etc., según
le dé su temperamento– serán los motivos principales de su vida. Pero es
evidente que sin fe en la soteriología cristiana, se apaga el sentido del
pecado y de la responsabilidad personal.
Pedimos al Señor en la
Liturgia de las Horas, «ayúdanos a trabajar cada
día con mayor entrega en la salvación de los hombres» (Nona,
martes II). Es una petición repetida en la Liturgia cientos de veces. Pero que
hoy será extraña a no pocos de los sacerdotes o laicos que recen las Horas. ¿La salvación de los hombres?… ¿La salvación de qué?…
+PUDOR Y CASTIDAD. No se entiende que hoy
tantos cristianos estén perplejos, o incluso abandonen la Iglesia, cuando
conocen los enormes escándalos que en ella se dan en el campo de la sexualidad.
Pero si desde hace medio siglo no se predican ninguna de los dos virtudes, ni
el pudor ni la castidad, si en el caso de que se aludan será para falsificarlas
y ridiculizarlas, ¿qué de extraño habrá en que el
Príncipe de este mundo consiga, también entre los cristianos, impregnarlo todo de lujuria: noviazgos
fornicarios, divorcios, adulterios, anticoncepción, modas, espectáculos,
costumbres, televisión, internet, publicidad, artes, medios de comunicación? Abusos
sexuales también de ciertos eclesiásticos… ¿Y qué
se esperaba de tales silencios?
–MISIONES Y CONVERSIONES cesan casi por completo,
si la Iglesia se va configurando como una gran ONG internacional, que dialoga con los pueblos, respetando sus tradiciones y culturas, pero
que no les predica el Evangelio con
fuerza persuasiva, ni les llama a conversión y santidad. Hay incluso «misioneros» que actualmente presumen de no
predicar el Evangelio, la fe en Cristo. No lo predican en el Occidente
apóstata, ni en las naciones comunistas o islámicas, ni en dictaduras
agnósticas. En casi todo el mundo ha logrado su Príncipe que no se predique el
Evangelio. Pero si unos sacerdotes, potenciados por Cristo en el sacramento del
Orden, son enviados a predicar el Evangelio, y no lo hacen, ni apenas han
ocasionado ninguna conversión, viven frustrados, sean o no conscientes de ello,
y se exponen a grandes falsificaciones de su vida moral.
–EL ADULTERIO. Cuando no se predica lo que enseña la naturaleza humana y la revelación
divina sobre el matrimonio monógamo, ya no causa horror el adulterio. Se evita incluso mencionar la
misma palabra, sustituyéndola discretamente por eufemismos. Se habla de «los divorciados vueltos a casar», los que viven
«un segundo matrimonio», cristianos que pueden estar en gracia de Dios y que en
ciertas circunstancias pueden comulgar. Se devalúa entonces la virtud de la castidad,
crece el convencimiento de que sólo es posible para algunos héroes, y
fácilmente termina el sacerdote pensando que como él no es un héroe, es incapaz
de vivir en castidad.
–EL SACRAMENTO DEL ORDEN SACERDOTAL –lean atentos lo que sigue– es
aquel «especial sacramento con el que los presbíteros, por la unción del
Espíritu Santo, quedan sellados con un carácter
particular, y así se configuran
[ontológica-sacramentalmente] con Cristo sacerdote, de suerte que puedan obrar
como in persona de Cristo cabeza» (Presbyterorum ordinis 2)… Los
presbíteros, por tanto, «son consagrados de
manera nueva a Dios (novo modo consecrati)
por la recepción del Orden» (12). Son, pues,
cristianos bautizados que, por el Orden sagrado, han sido reconfigurados a
Cristo y reconsagrados a Él, con una
especial potenciación en el Espíritu Santo que los destina a «hacer sacramentalmente presente a Cristo entre los
hermanos… proclamando eficazmente el
Evangelio, reuniendo y guiando la comunidad, perdonando los pecados y sobre
todo celebrando la Eucaristía» (Sínodo
Episcopal 1971, I p., 4).
A pesar de que ninguna época
de la Iglesia ha tenido una colección de documentos pontificios sobre la vida y
el ministerio del sacerdote comparable a la que hoy tenemos, cuántos
presbíteros y obispos hay, sin embargo, que ignoran su propia identidad personal: se asemejan lo más posible a
los laicos, no viven conscientes de su nueva consagración a Cristo –sobre la del Bautismo–, y de su nueva configuración al
Señor, a su Cuerpo místico, a su Cuerpo eucarístico. Eso explica sobradamente que no haya vocaciones, y que este
sacramento, como el de la Penitencia, tienda a la desaparición.
Dicho lo anterior con otras
palabras. La Iglesia siempre ha enseñado que los sacerdotes están llamados por Dios a una santidad precoz y mayor
de la común, si de verdad pretenden santificar
al pueblo que les ha sido confiado. Por su nueva consagración, por su especial
dedicación a la Eucaristía, por las exigencias propias de su ministerio, están «obligados de manera especial a alcanzar la perfección» evangélica
(Vat. II, Presbyterorum ordinis 13).
Si ha sido ésta siempre una de
las convicciones fundamentales de la formación de los sacerdotes, y a pesar de
todo siempre ha habido algunos que ha caído en pecados sexuales, ¿cómo irá su vida actualmente, cuando apenas se les
predica la gloria santa del sacerdocio ministerial, pensando que eso traería clericalismo
y menosprecio del laicado?…
Por lo demás, afirmar que la
causa principal de los abusos sexuales en los sacerdotes es su celibato, viene
a ser algo tan estúpido como señalar al matrimonio monógamo con causa principal
del adulterio. Efectivamente, sin el matrimonio verdadero no habría adulterios.
–EL DEMONIO es señalado en el Evangelio
muy claramente como el principal enemigo del Reino de Dios en el hombre (Ef
6,12). Si nunca se predica de él, y más si se niega su existencia, cesa la fe
en su realidad, y ya no se le combate, sino que se milita bajo su bandera. Se
darán entonces abusos sexuales y todos los males que se tercien. No problem. En
todo caso, cesó el combate contra el Príncipe
de este mundo. Se aceptó su dominio sobre el mundo como algo normal e
inevitable.
–EL MUNDO. Hay que optar, porque no hay un término
medio: De Cristo o del mundo –combate o conciliación. Cristo vence los males del mundo, y
lo hace combatiéndolos con la espada de la verdad y de la santidad.
Muchos hoy, sin embargo,
profesan un cierto buenismo ingenuo y
pecaminoso respecto al mundo, como si fuera un gran desarrollo positivo
del cristianismo actual. Por él se ha conseguido eliminar en la Iglesia el lenguaje bélico, tan frecuente en el Evangelio: «No penséis que he venido a la tierra a sembrar paz: no
he venido a sembrar paz, sino espada» (Mt 10,34). «Quien pretende ser amigo del mundo se hace enemigo de
Dios» (Sant 4,4). Afirma Cristo: «Yo he
vencido al mundo» (Jn 16,33), porque lo ha combatido con fuerzas
sobre-humanas. Más aún, nos ha fortalecido a sus discípulos para que con su
gracia también nosotros lo venzamos: «ésta es la
victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe» (1Jn ,5,4). Recuerden «la
armadura de Dios» que el Apóstol describe (Ef 6,10-18) para poder librar «el
buen combate de la fe» (1Tim 6,12).
Aún se mantienen –cada vez
menos– expresiones como las del Vaticano II: «Toda
la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como una batalla,
y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las
tinieblas» (Gaudium et spes 13a). «A través de
toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las
tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor,
hasta el día final» (ib 37b).
Pero hoy no son pocos los
sacerdotes, obispos y cardenales que ni
siquiera se han enterado de que estamos en guerra. Más aún, reprueban
como negativa y antievangélica toda forma de lucha apostólica,
y siguiendo un «nuevo paradigma», evitan por
todos los medios chocar con el mundo. Por el contrario, meditan satisfechos de
su verdad, por ejemplo, en su casa de la playa.
–LA CARNE. Una de las verdades de la fe
con más frecuencia ignorada o negada por cristianos es el pecado original .
Ya sabemos aquello de Pablo VI: «Los hombres, en
los juicios de hoy, no son considerados pecadores». Sin embargo, una de
las verdades de la fe más pronto y claramente reveladas es la de el pecado
original, en su realidad universal e inexorable. Nos muestra que
somos unos pecadores de nacimiento: «pecador me concibió mi madre» (Sal
50,7) y nos descubre sus terribles consecuencias.
Sintetizando Escritura y
Santos Padres, enseña Trento que el pecado original llevó al hombre a «la
muerte, con que Dios le había amenazado, y con la muerte al cautiverio bajo
el poder de aquel que ”tiene el imperio de la
muerte, es decir, del diablo” (Heb 2,14), y que toda la persona de Adán [y su descendencia] por aquella ofensa de prevaricación fue
mudada en peor, según el cuerpo y el alma» (Trento, 1546: Denz 1511). Recomiendo
al lector leer el Decreto entero.
–LOS TRES ENEMIGOS DEL REINO DE CRISTO EN EL HOMBRE:
DEMONIO, MUNDO Y CARNE, actúan siempre juntos, reforzándose mutuamente.
Han sido siempre en la Iglesia señalados como los fundamentos negativos de la
ascética-mística cristiana. Aquellos cristianos –laicos o sacerdotes, obispos o
cardenales– que firman la paz con estos enemigos han tomado un camino de
perdición, que puede llevarles a cualquier pecado y perversión. Y cuando esto
sucede, no debe extrañarnos nada, porque era perfectamente previsible.
Me limitaré a citar un texto
de San Pablo que enlaza los tres
enemigos, siempre unidos y co-operantes, inclinando siempre en la misma
dirección. Va dirigida la carta a los distinguidos cristianos de
la comunidad de Éfeso.
«También
vosotros un tiempo estabais muertos por
vuestras culpas y pecados, cuando seguíais el proceder de este mundo, según el príncipe de la potestad del aire, el
espíritu que ahora actúa en los rebeldes contra Dios. Como ellos, también
nosotros vivíamos en el pasado siguiendo las tendencias de la carne, obedeciendo los impulsos del
instinto y de la imaginación; y, por naturaleza, estábamos destinados a la ira,
como los demás. Pero Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos
amó, estando nosotros muertos por los
pecados, no ha hecho revivir con Cristo –estáis salvador por pura
gracia–… Somos, pues, obra suya. Dios nos ha creado en Cristo Jesús, para que
nos dediquemos a las buenas obras, que de antemano dispuso él que practicásemos»
(2,1-10).
* * *
IV)
–REFORMA O APOSTASÍA
La Iglesia se ve hoy en una situación de crisis crónica, más grave de la que habitualmente
sufre mientras está en la tierra, y debemos conocer bien cuáles son las
herejías, los silenciamientos, las carencias y contradicciones que han
causado esa crisis. Hay muchas más causas negativas de las que he señalado (haberlas haylas), pero no quiero fatigar a mis
abnegados lectores. Poco después del Vaticano II (1962-1965) (post hoc, sed non propter hoc) se produjo la
proliferación incontrolada de herejías y de abusos litúrgicos, el ausentismo
masivo de la Misa dominical, la drástica disminución de las vocaciones
sacerdotales y religiosas, la revolución sexual y la generalización de la
anticoncepción, la no infrecuente promoción de Obispos que en graves
cuestiones, como en la Humanae vitae,
se habían pronunciado públicamente contra el Magisterio apostólico, la paralización
progresiva de las Misiones
Matthew Schmitz, editor principal de First Things, analizando
en el Catholic Herald (16-VIII-2018) la crisis actual de la Iglesia,
piensa que la profundización grave de la crisis se produjo a partir sobre todo
de 1968:
«En ese año, el
Papa Pablo VI reafirmó la famosa enseñanza católica sobre el control de la
natalidad en la Humanae Vitae, pero luego se negó a disciplinar a los
muchos obispos y sacerdotes que rechazaron esa enseñanza. El resultado fue una
tregua incómoda: la enseñanza se mantuvo formalmente, pero no se exigió su
obediencia… La misma dinámica se desarrolló en 2005, cuando el Vaticano decidió
que los hombres con “tendencias homosexuales profundamente arraigadas” deberían
ser excluidos del sacerdocio».
Pues bien, «mantener la enseñanza católica en el papel, pero no
en la realidad [p. ej., Misa dominical
gravemente obligatoria, Anticoncepción gravemente prohibida] ha llevado a una corrupción generalizada y al
desprecio de la autoridad. Preservar la paz ha requerido una cultura de
mentiras. Ésta es la cultura que permitió que hombres como McCarrick
florecieran. De una manera u otra, debemos barrerla». Ya hemos tenido bastante de ella, y conocemos sus
resultados.
* * *
V)
–JESUCRISTO VIVE Y REINA POR LOS SIGLOS DE LOS
SIGLOS
También hoy, ciertamente. No
se da en la Iglesia y en el mundo un gramo más de mal de lo que Cristo Rey permite, y todos los bienes que florecen en la Iglesia y el
mundo están causados por su gracia. Ningún
creyente, por tanto, puede autorizarse a sí mismo a la desesperanza, y
ni siquiera a la perplejidad. El Salvador hace que «todas
las cosas colaboren al bien de los que aman a Dios». Estamos, pues,
gravemente obligados a la esperanza, la paz y la alegría propia de los hijos de
Dios. Nos prometió Jesucristo estar con nosotros siempre, hasta la consumación
del mundo, y aunque hayamos de pasar por valles tenebrosos, nada debemos temer,
porque Él va con nosotros. En todas las Iglesias católicas, hasta en aquellas
hoy más descristianizadas, hay siempre restos de
Yahvé, a veces de una calidad
sobrehumana, que nos están asegurando que Cristo vive y reina por los siglos de
los siglos. También allí.
Ninguno de los futuros previsibles de la Iglesia nos angustia, haciendo temblar la fe,
apagando la esperanza y matando la alegría y la paz. En los horrores que con
frecuencia abrumadora nos toca hoy sufrir en la Iglesia sólo podemos ver tres
posibilidades fundamentales:
–el castigo expiatorio y medicinal que el
Padre da a la Iglesia por los pecados de sus hijos. No hay objeción.
«No nos trata
según nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas» (Sal 102,10).
–que el Padre celestial esté realizando con
admirable eficacia una inmensa «poda» del árbol de la Iglesia, para que,
permitiendo esos males, se vea liberada por la apostasía de iinumerables ramas
muertas, y venga a «dar más fruto». Ninguna objeción a esta posible Voluntad divina
providente.
«Yo soy la Vid
verdadera y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no lleve fruto, lo
cortará; y todo el que dé fruto, lo podará, para que dé más fruto» (Jn 15,1-2).
–que estemos viviendo los males enormes que
Dios nos ha anunciado como última prueba necesaria de la Iglesia antes de la
segunda venida de Cristo (Catecismo 675-677). Tampoco a esta
posibilidad ponemos objeción alguna.
«Habrá señales
en el sol, en la luna y en las estrellas, y sobre la tierra angustia de las
gentes, perplejas por el estruendo del mar y el oleaje, desfalleciendo los
hombres por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene encima al mundo,
pues las potencias del cielo serán sacudidas. Entonces verán venir al Hijo del
hombre en una nube con gran poder y gloria. Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza, porque se
acerca vuestra liberación» (Lc 21,25-28).
Nos quejamos de vicio.
San Juan Bautista Vianney
decía convencido que «un buen cristiano no se
queja jamás». Se refería a la queja-protesta, aunque puede ser
lícita la queja-llanto, la que
vemos en el Salmista (118,136) o en Jesucristo (Jn 11,33-35). (*)
José María Iraburu, sacerdote
Post post 1º.– (*) Cuántas veces vemos los
que dirigimos InfoCatólica que en esta cuestión hay lectores que en las Salas
de Comentarios se autorizan a sentir y expresar en público una desesperanza
casi total. Pecan así con entusiasmo y buena conciencia, sin que alcancemos a
evitarlo del todo… Señor, ten piedad.
Post
post 2º.– Santo Tomás: «Ad convincendum
superbiam hominum Deus aliquos punit, permittens eos ruere in peccata carnalia,
quae, etsi sint minora, tamen manifestiorem turpitudinem continent» (Para
mostrar la soberbia de los hombres, castiga Dios a algunos permitiendo que
caigan en pecados carnales, que si bien son menores, contienen un género de
torpeza más evidente) (STlg. II-II, 162, 6 ad 3).
San Buenaventura: «Item
Isidorus: “Deus occultam superbiam clericorum vindicat per manifestam
luxuriam"… ergo manifesta luxuria est poena superbiae» (También
Isidoro: “Dios castiga la soberbia oculta de los clérigos por la lujuria
manifiesta"… luego la lujuria manifiesta es castigo de la soberbia). (Quaestio
1. Utrum peccatum sint poena peccati. Rationes principales, 4).
Son frases
frecuentes en los Padres y en la escolástica, que se resumen en el refrán
italiano nascosta superbia, manifesta luxuria.
José María
Iraburu
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