La gran habilidad
del demonio ha sido intentar convencernos que no existe e incluso que el
infierno está vacío. Para ello nos da tres leyes, que son comunes a los
satanistas y en apariencia nos liberan, pero nos llevan a una profunda
esclavitud.
Indiscutiblemente los tres
problemas fundamentales a los que nos enfrentamos los seres humanos son: ¿de dónde venimos?, ¿adónde vamos?, ¿cuál es el sentido,
si lo tiene, de la vida humana? Está claro que estas tres preguntan van
a tener respuestas muy diversas dependiendo si creemos en Dios o no.
Desde luego hay una cosa
clara: no hemos intervenido para nada en nuestro
origen. Un día nos hemos encontrado simplemente que existíamos, y no
mucho después éramos conscientes de ello.
En la pregunta hacia dónde
vamos, está claro que vamos hacia la muerte. ¿Pero
hay algo más allá de muerte? En buena lógica la respuesta del ateo es
tan clara como insatisfactoria: todo termina con la muerte.
¿La vida humana
tiene sentido?, ¿para qué sirve? El gran problema del ateísmo es la falta de esperanza. No puede dar una
respuesta última al problema del sentido de la vida. Al no haber un más allá,
al terminarse todo con la muerte, las preguntas sobre el sentido de la vida y
sobre mis culpas personales permanecen sin respuesta.
Para el creyente, en cambio,
las respuestas son claras. El mundo es creación de Dios (cf. Gen. 1,1), vamos
hacia Él, como decía San Agustín: «inquieto está
nuestro corazón hasta que descanse en Ti», y el sentido de nuestra vida
no es otro sino alcanzar la felicidad eterna por la salvación de nuestra alma,
que un día se completará con la resurrección de nuestro cuerpo, gracias a la
Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo.
Ahora bien el Evangelio nos
advierte: «el que no está conmigo está contra mí» (Mt
12,30; Lc 12,23). No hay una vía del medio: o estamos con Cristo, o estamos con
Satanás, aunque pensemos estar convencidos de su no existencia.
Por supuesto creo en Dios y en
consecuencia también creo en el Diablo. Bajando la famosa escalera de le muerte
del campo de concentración de Matthausen tuve la clara sensación que aquello
había sido el reino del espíritu del mal.
En la Sagrada Escritura hay
multitud de textos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, que hacen
referencia al Demonio o Diablo. Basta con mirar cualquier índice bíblico.
Recordemos simplemente el episodio de las tentaciones (Mt 4,1-11; Mc 1,12-13;
Lc 4,1-13). Está claro que Jesús, los apóstoles y los evangelistas estaban
convencidos de la existencia de la existencia de las fuerzas demoníacas, y en
un sentido no simbólico, sino bien real.
El Concilio Vaticano II hace
referencia a él en sus documentos nada menos que en diecisiete ocasiones.
También el Catecismo de la Iglesia Católica se refiere a él (números. 391 a 401
y otros).
La gran habilidad del demonio
ha sido intentar convencernos que no existe e incluso que el infierno está
vacío. Para ello nos da tres leyes, que son comunes a los satanistas y en
apariencia nos liberan, pero nos llevan a una profunda esclavitud. Son éstas:
1) Haz lo que quieras. Disfruta
de una total libertad, sin impedimentos y prohibiciones de ninguna clase. 2) Nadie tiene derecho a mandar sobre ti. No tienes por qué obedecer
a nadie, porque nadie puede darte órdenes. 3) Sé tu propio Dios. Es la repetición de lo que le dijo la serpiente
a Eva (cf. Gen. 3,5), pero nuestra deseable divinización la obtendremos
obedeciendo y amando a Dios, y no rebelándonos contra Él. Por supuesto tampoco
nos creamos que quien no cree en Dios, tiene una mente más lúcida. Lo normal
del no creyente es dejarse llevar por aberraciones supersticiosas, detrás de
las que no es difícil encontrar la huella del Maligno. Chesterton cuenta que en
una reunión de filósofos, todos no creyentes, todos llevaban consigo un amuleto que pensaban les protegía del
mal. Y es que quien no cree en Dios, cree en cualquier cosa.
La victoria de Jesús sobre el
Tentador nos demuestra que es posible vencer al Demonio, pero nuestra
evangelización y personal santificación no consiste solamente en nuestra
promoción humana, sino en nuestra participación y entrada en el Reino de Dios.
Creemos no sólo que Dios existe, sino que se ha hecho hombre para redimirnos,
salvarnos y abrirnos las puertas del cielo, es decir de la eterna felicidad.
Ahora bien ese Dios que sí quiere salvarme, me ha hecho un hombre libre y
respeta mis decisiones. Por eso el evangelio nos advierte: «Velad y orad, para que no caigáis en la tentación» (Mt
26,41; Mc 14,38; Lc 22,46).
Pedro Trevijano, sacerdote
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