Más que nunca, los
sacerdotes debemos acudir a su auxilio ante el dueño de la mies (Mt 9, 38) en esta lacerante, y en extremo necesaria, purificación de la
Iglesia.
Gracias a Dios, la Iglesia
está llena de santos sacerdotes que a lo largo de estos dos mil años
contribuyeron a darle su más bello rostro. Desde San Pedro y San Pablo, hasta
San Juan Bosco, o nuestro San José Gabriel del Rosario (Cura) Brochero; pasando por San Agustín –a
quien celebramos hoy-, Santo Tomás de Aquino, San Francisco de Sales, San
Ignacio de Loyola, San Pío de Pietrelcina, y tantísimos otros. ¡Una auténtica
escuadra de valientes y lúcidos soldados de Cristo Rey; que, en la eternidad, a
las órdenes del Rey de reyes y Señor de señores (Ap
19, 16), siguen intercediendo por su amadísima Iglesia! ¡Estará postergado en
este tiempo su descanso eterno, con
tantas horas extras para pedir al Supremo Pastor (1 Pe 5, 4) por las
víctimas de los malos pastores…!
Más que nunca, los sacerdotes
debemos acudir a su auxilio ante el dueño de la
mies (Mt 9, 38) en esta
lacerante, y en extremo necesaria, purificación de la Iglesia. Su ejemplo de
pastores todo terreno, siempre dispuestos a más y más sacrificios y renuncias
por el cuerpo místico de Cristo, debe sostenernos y retemplar nuestro espíritu
en este tiempo del poder de las tinieblas (Lc 22, 53).
Quiero presentar, en estas
horas de penumbras, un luminoso modelo; bien cercano y contemporáneo. El de un
sacerdote, como tantos otros de todas las diócesis –incluidas Roma y
Washington-; congregaciones e institutos religiosos, que jamás saltaron a los
medios de comunicación y que, precisamente, por no haberse envuelto en ningún
escándalo nunca dieron que hablar al gran
público. De esos sacerdotes a los que no puedo calificar de santos –la
autoridad para ello la tiene solo el Sumo Pontífice-; pero de los que sí puedo
afirmar que buscaron sin pausa serlo, para la mayor gloria de Dios. Y que
murieron en olor de santidad; como hasta hace unos años se decía. Me refiero a
nuestro inolvidable Mons. Jorge Schoeffer, de cuyo fallecimiento se cumplirán
cinco años el próximo 4 de enero de 2019; fecha en la que bien podría su
diócesis de origen, San Isidro, iniciar su causa de beatificación.
En el capítulo De la mano de Dios, haciendo dedo hacia el Cielo,
en mi libro Católico, periodista y sacerdote,
publicado en 2014, escribí de él que pertenecía a esa
estirpe de hombres que están siempre; especialmente cuando más se lo necesita.
Y que parecía ubicarse más allá de cualquier límite de tiempo y espacio; casi
al borde de la bilocación o de la multilocación… En una de las crónicas que se escribieron por su
pascua se dijo que solo Dios podía hacerlo
descansar. Y fue así, efectivamente. Pocos días antes de su muerte
fuimos a visitarlo al Hogar Marín, de San Isidro –donde residió en sus días
finales- con el hoy padre Carlos Reyes Toso; y, por cierto, no paró un instante
aun en el almuerzo y en la sobremesa de evangelizar. Todo y todos para él eran
motivo para anunciar a Jesucristo; nuestro único Salvador. Todo en él hacía
referencia a Dios; y a su obra de amor para cada uno. Tenía la delicadeza de
las almas elegidas, que siempre saben reconocer los dones ajenos; y los alientan
y promueven para la mayor gloria del Señor.
Su estilo verdaderamente único
e irrepetible no siempre era bien entendido. Incluso en curas de distintas
vertientes solía despertar incomprensiones; pues era, de los pies a la cabeza,
políticamente incorrecto. No buscaba el aplauso del mundo sino el triunfo de
Cristo Rey. No buscaba endulzar los oídos con sociología o psicología sino
anunciar y dar testimonio de Jesús; con todas sus exigencias. No buscaba ser el
centro; vivía en total referencia a Cristo, su único centro.
Lo tuvimos en nuestra
Arquidiócesis de La Plata varios años, casi hasta el día de su fallecimiento.
Como provicario general de Mons. Héctor Aguer no tenía, obviamente, una
parroquia a su cargo. ¡Toda la Arquidiócesis era su parroquia! Director
Espiritual del Seminario, era asesor
nombrado o de hecho de cuanta institución eclesial lo requiriera. Iba de aquí
para allá en micros, autos de alquiler, o haciendo autostop (o dedo,
como lo llamamos popularmente en Argentina). Jamás se podía saber en qué
momento descansaba; pues aun después de jornadas extenuantes, iba al Servicio
Sacerdotal de Urgencia (para atender a enfermos y moribundos en las
madrugadas), o a visitar ancianos (preferentemente sacerdotes o religiosas) y
familias cristianas.
De invariable sotana o traje
eclesiástico; sobretodo y bufanda, aun en épocas veraniegas, parecía que las
temperaturas oficiales no le hacían mella. O, si se quiere, como andaba de aquí
para allá, sin límites de horarios, ni extensiones geográficas, ningún bajo registro
térmico lo tomaba por sorpresa. Su hermana llegó a decir que era atérmico; y
que, hasta en eso, rompía todos los moldes…
Los años acrecientan su
figura, y el conocimiento de sus múltiples y, con frecuencia, insólitos
apostolados: jóvenes que cuentan haberse confesado con él en la madrugada, en
su coche, luego de hacerlo subir, a la salida de un hospital; monjas de la zona
rural que veían emerger su figura, de noche, en medio del campo, para dar la
Unción a un moribundo; aquel conductor de un vehículo, a quien le pidió que lo
llevara por pocas cuadras, y con quien terminó en la provincia de Entre Ríos,
en la casa del niño curado por intercesión de la entonces beata Maravillas de
Jesús. Y, por supuesto, su devoción de tiempo completo a Santa Teresita del
Niño Jesús; a quien tanto hizo conocer desde su parroquia de San Isidro.
Pobre y bien austero, sin
embargo tenía siempre algunos pesos para dejar con sobria discreción en los
bolsillos de seminaristas, religiosos o cualquier otro necesitado. Se encargaba
de reunir todos los ornamentos que fuesen necesarios para los seminaristas más
pobres. Y hasta tenía la delicadeza, días antes de las ordenaciones
sacerdotales, de concurrir a los hogares de los futuros presbíteros; para
ponerse a disposición de sus padres, y felicitarlos por haber dado una vocación
a la Iglesia. Por supuesto, también les explicaba cómo sería la celebración; y
los contactaba con otros padres de sacerdotes, para que recorrieran juntos el
próximo camino…
Una anécdota que lo pinta de
cuerpo entero, y que lo muestra bien lejos de cualquier paralizante respeto
humano, fue cuando en septiembre de 2010, luego de la beatificación del
Cardenal Newman, en Inglaterra, llegó tarde para tomar su avión de regreso a la
Argentina. Nadie sabe cómo hizo pero la nave lo esperó ¡en la cabecera de la
pista de partida! ¡Se me voló el tiempo hablando
de Jesús!, fue su espontánea respuesta a la sorprendida tripulación…
Aquel 23 de diciembre de 2013,
de nuestro encuentro final, nos dijo al hoy padre Reyes Toso, y a mí: No lo olviden nunca: todo buen Sacerdote debe tener cerca
enfermos y pobres; penitentes, y un convento de religiosas para atender. Todo
lo demás viene solo.
Efectivamente, todo lo demás viene solo porque el Señor jamás se deja ganar en
generosidad. Y vendrá, se quiera o no, renuncien o no los que deberían hacerlo,
una auténtica renovación del clero. De toda esta inmundicia –como bien lo
sostenía el gran poeta argentino, Leopoldo Marechal-, al igual que en el
laberinto, solo se saldrá por lo alto. Con la mirada solo puesta en Aquel que
debe reinar hasta poner a todos los enemigos
debajo de sus pies (1 Cor. 15, 25). Incluidos, por supuesto,
aquellos con grandes responsabilidades en la Iglesia…
+ P. Christian Viña
Cambaceres, martes 28 de agosto de 2018.
San Agustín, Obispo y doctor de la Iglesia.
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