Hacía mucho tiempo que no se
hablaba tanto del discernimiento como ahora. Y es bueno que así sea, porque el discernimiento es fundamental para un
cristiano. Examinadlo todo y quedaos con
lo bueno, aconsejaba San Pablo. Discernir viene de cernir o cerner,
una palabra que muchos ya no conocen y que significa separar con el cedazo la
harina del salvado. Es decir, quedarse con lo sustancial, lo que vale, lo que
alimenta; con el grano y no con la paja. ¿Por
qué gastáis dinero en lo que no es pan, y vuestro salario en lo que no sacia?, clamaba Isaías. Escuchadme
con atención, comed lo que es bueno, y vuestra alma disfrutará en la abundancia.
¿Y cómo se hace
eso? Como siempre
lo ha hecho la Iglesia: de acuerdo con la Palabra de Dios, la Tradición de la
Iglesia, el Magisterio perenne y, por supuesto, la razón que Dios nos ha dado. Para que algo sea acción del Espíritu, tiene
que concordar con lo que siempre ha hecho el Espíritu. Si no solo no
concuerda sino que es lo contrario, lo normal es suponer que, lejos de venir de
Él, provenga de otras fuentes mucho menos recomendables. Así lo enseña también
San Pablo cuando critica durísimamente a los que se mueven por el afán de novedades o
se dejan llevar de un lado a otro por todo
viento de doctrina.
Por desgracia, hay un nutrido
grupo de personas en la Iglesia, en
buena parte clérigos, que piensan que la fe católica y la vida de la
Iglesia son su cortijo privado, en el que pueden hacer y deshacer a voluntad,
como una vulgar parodia del poder de atar y desatar que Cristo entregó a su
santa Esposa la Iglesia. No disciernen. O, peor aún, dicen que disciernen, pero usan un falso
discernimiento como excusa. Su
criterio para saber si algo viene del Espíritu Santo parece ser la coincidencia
con sus ideas preconcebidas, sus apetencias o sus intereses. Inevitablemente,
terminan considerando que una idea viene del Espíritu Santo si es políticamente correcta, si resulta
suficientemente progresista o si halaga su propia vanidad y los oídos del
mundo. Es decir, lo que hacen es tirar el grano y quedarse con la paja.
Veamos un ejemplo que puede resultar paradigmático (pun intended, como dicen los ingleses) y
servirnos para escarmentar en cabeza ajena. Ya he dicho alguna vez que Mons. Santiago Agrelo, arzobispo de Tánger,
me cae simpático. Es cierto que periódicamente dice barbaridades, que ya hemos
criticado en más de una ocasión en el blog, pero al menos las dice
abiertamente y a las claras, sin esconderlas. No las envuelve con astucia en
lenguaje calculadamente ambiguo. Y eso es de agradecer (además de resultar
mucho más útil como ejemplo).
Con cierta ingenuidad, en una
entrevista concedida hace poco y titulada “Fuera de los pobres no hay salvación”,
Mons. Agrelo parece afirmar que hay que quitar los crucifijos de las paredes: “A bajar
crucifijos de las paredes para dar alivio al Señor crucificado me lo
enseñó el que todo lo sabe, aunque yo no sabía para qué me lo enseñaba”.
Cuál es el alivio que proporciona al Señor quitar los crucifijos de las
paredes, eso no lo explica, ni tampoco explica por qué todos los laicistas y
enemigos de la Iglesia coinciden en esa costumbre de “aliviar
al Señor” quitando de la vista los crucifijos siempre que pueden.
No contento con eso, con
cierto aire a las “sorpresas del Espíritu” del
Papa Francisco, don Santiago Agrelo nos dice que fue el Espíritu Santo quien le dijo que quitara los crucifijos de las
paredes. ¡El Espíritu Santo!: “Entonces, el
mismo Espíritu que me enseñó a bajar crucifijos de las paredes, me recuerda que
he de aliviar el dolor de Cristo en su cuerpo que son los pobres”.
Con todo el respeto para D.
Santiago, es una barbaridad de las gordas y sería muy difícil encontrar un
ejemplo más claro de falta de discernimiento. Cualquier confesor con dos dedos de frente (o, en este caso
particular, un exorcista) podría haberle dicho que la aversión a los crucifijos
es un signo de libro de influencia del mal espíritu. También bastaría que hubiera
acudido a la Escritura y a San Pablo: nosotros
predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y necedad para los
gentiles… nada quise saber entre vosotros, sino a Jesucristo, y este
crucificado. O podría haberse
fijado en la Tradición de la Iglesia, que siempre ha colocado crucifijos en las
paredes y en los altares y en los tejados de las iglesias y en los caminos y
sobre las camas y en los cuellos de sus hijos.
Igualmente sencillo habría
sido recordar el amor de todos los santos
por los crucifijos y especialmente la devoción del fundador de su orden
por el crucifijo de San Damián, que fue quien le dijo “Francisco,
vete y repara mi casa, que se desmorona” o cómo él mismo, que llevaba en
sus manos, sus pies y su costado las llagas de su Señor, era una imagen viva
del Crucificado. También podría haber recurrido al sentido común, para darse cuenta de que quienes odian los
crucifijos y quieren quitarlos son siempre los enemigos de la Iglesia, los que
no soportan su voz y tienen como divisa el non
serviam. O quizá incluso podría haber preguntado a alguna ancianita
de las que rezan solas el rosario en la Iglesia y ella se habría encargado de
quitarle las ideas absurdas de la cabeza de un buen bolsazo en la coronilla.
La costumbre de no discernir,
sin embargo, es demasiado fuerte. El vino del amor del mundo se sube
rápidamente a la cabeza y, como su primo no metafórico, conduce a hacer las
mayores tonterías. Siempre con buenas
excusas, claro, todas ellas políticamente o eclesialmente correctas.
Como hemos visto más arriba, el propio Mons. Agrelo nos explica que, gracias a
quitar los crucifijos, ha aprendido a ayudar mejor a los pobres, aunque no
termina de explicar por qué San Juan de Dios, San Damián de Molokai, Santa
Teresa de Calcuta, San Camilo de Lelis, San Pedro Claver, San José Benito
Cottolengo, San Vicente de Paúl, Santa Luisa de Marillac, Santa Juana Jugan,
Santa Ángela de la Cruz y tantísimos otros santos recibían la fuerza para ayudar a los pobres precisamente
a los pies del crucifijo.
Por supuesto, el ejemplo de
Mons. Agrelo es muy claro pero poco importante en sí mismo, porque no son
muchos los que se dejan engañar de forma tan evidente. Nos muestra, sin
embargo, un principio fundamental: no
basta con decir que algo es una “sorpresa del
Espíritu” para que, en efecto lo sea.
Hay que hacer un auténtico discernimiento de espíritus,
basado en la enseñanza de la Iglesia, la Escritura interpretada como la
interpretaron los santos y los padres de la Iglesia, y la humildad de saber que
somos siervos inútiles incapaces de inventar nada y todo lo que tenemos lo
hemos recibido de la Tradición que viene de Cristo. De otro modo, confundiremos
al Espíritu Santo con nuestras apetencias (la carne), con el espíritu de la
época (el mundo) y con aquel que ronda buscando
a quién devorar y al que no le
gustan nada los crucifijos (ya saben).
Bruno
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