Uno de los pecados que más
daño emocional, espiritual y síquico hace al ser humano es la práctica de la
fornicación, la lascivia y el adulterio. Todo lo que Dios ha creado es bueno
pero es malo la perversión de cómo se usa. ¿No
habrá llegado el momento de proponer como salud social las bienaventuranzas?
«Bienaventurados los limpios de corazón, pues ellos verán a Dios» (Mt 5,
8).
Uno de los pecados que más daño emocional, espiritual y
síquico hace al ser humano es la práctica de la fornicación, la lascivia y el
adulterio. Se ha puesto de moda el ejercicio de la sexualidad en sus
formas inmorales como si de un juego placentero se tratara y las consecuencias
son muy nocivas. Los medios de comunicación lo presentan, muchas veces, como un
modo de divertirse y como una forma de realizarse la persona. La Sagrada
Escritura, que de sentido común y humanidad nos puede enseñar mucho, dice: «El que cava una fosa se cae en ella, y al que derriba la
tapia le muerde una serpiente» (Eclesiastés,
10, 8). Todo lo que podamos evitar revertirá en bien, pero todo lo que
permitamos de forma pendenciera revertirá en mal.
La realidad es testaruda y
ante tal situación no podemos volver la cabeza como si nada pasara. La
ingenuidad, al pensar que todo es válido, es signo de necedad y si no
utilizamos la sabiduría se camina por un precipicio mortal. Es muy difícil hacer comprender y entender
que el pecado sigue existiendo puesto que se piensa que ha sido superado y es
un residuo del pasado. Con mucha superficialidad se niega lo evidente y
se aplaude aquello que está desintegrando ciertas formas de vida que lesionan
profundamente la genuina antropología de la persona.
La Sagrada Escritura muestra
la verdad sin errores, los caminos de ciencia sin engaños y la experiencia de
la sabiduría sin ambages. Y tanto es así que por mucho que se la quiera
contradecir se vuelve contra uno mismo si no la obedecemos.
«Vivamos decentemente, como a la luz del día,
no en orgías y borracheras, ni en inmoralidad sexual y libertinaje, ni
en disensiones y envidias. Más bien, revistámonos del Señor Jesucristo, y no
nos preocupemos por satisfacer los deseos de la naturaleza pecaminosa» (Rom 13, 13-14).
En la sociedad actual la
lascivia o lujuria se ha convertido en un gran negocio económico; desde las
carteleras a los anuncios y en televisión, se usa el sexo desmedido como un
cebo para atraer la atención del público. En el sermón del monte, Jesucristo habló con palabras muy severas sobre
el adulterio y la lujuria, desafiándonos a hacer todo lo posible para
evitar ser víctimas de los deseos pecaminosos y desenfrenados que lo único que
producen es degeneración moral y distorsión síquica.
Jesucristo advirtió: «Moisés también dijo: No sean infieles en su matrimonio.
Pero ahora yo les aseguro que si un hombre mira a otra mujer con el deseo de
tener relaciones sexuales con ella, ya fue infiel en su corazón» (Mt 5,
27-28).
¿Está diciendo
Jesucristo en este pasaje bíblico que no hay diferencia entre el adulterio
mental y el acto físico? No. Lo que está diciendo es que ambos son pecados. Y la razón es muy
sencilla: Los actos se fraguan y se regulan en la mente. Un teólogo alemán
decía: «No puedo evitar que los pájaros vuelen
sobre mí cabeza, pero sí puedo evitar que hagan nido en mi pelo».
La sexualidad ha sido creada por Dios para armonizar y ejercer su fin último que es la procreación. De ahí
que el matrimonio –la unión indisoluble de un hombre y una mujer, ordenada al
bien de ambos y a la generación y educación de los hijos– es la belleza más
preclara de la Creación y es la expresión más hermosa, donde se constituye una
familia.
La sexualidad tiene sus raíces
en el plan creador de Dios, la lujuria
tiene sus raíces en la depravación humana, la del hombre y la mujer que
se abandonan a la tentación del Diablo, el que quiere separarnos de Dios, Padre
de todo bien y fundamento de nuestra felicidad. El mismo San Pablo advertía:
«Pues la
naturaleza pecaminosa es enemiga de Dios siempre. Nunca obedeció las leyes de
Dios y jamás lo hará. Por eso, los que todavía viven bajo el dominio de la
naturaleza pecaminosa nunca pueden agradar a Dios» (Rom 8, 7-8).
Todo lo que Dios ha creado es
bueno pero es malo la perversión de cómo se usa. Trastocar la naturaleza es muy
peligroso y muy arriesgado; siempre acaba mal. ¿No
habrá llegado el momento de proponer como salud social las bienaventuranzas? «Bienaventurados los limpios de corazón, pues
ellos verán a Dios» (Mt
5, 8). Este ha sido el versículo más útil para aquellos que han luchado
y luchan contra la lujuria y la tentación de la inmoralidad sexual.
+ Mons.
Francisco Pérez González
Arzobispo de
Pamplona y Obispo de Tudela
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