El “ecumenismo” fue
una de las grandes “creaciones” del CV II. Y
fue también uno de los grandes “caballos de Troya” que
socavaron la Doctrina, la Pastoral y la misma Teologia católicas; y, por tanto
y de intento, la misma “esencia” de la
Iglesia Católica tal como fue fundada por Jesucristo y asistida por el Espíritu
Santo, “para la salvación del mundo".
Y, de hecho, así se había vivido y enseñado en el seno de la Iglesia…
casi hasta nuestros días.
Pero esto cambió radicalmente
con el CV II y con el concurso, necesario y eficaz, de Juan XXIII y Pablo VI.
Luego, san Juan Pablo II y Benedicto XVI, se encontraron lo que se encontraron,
e hicieron lo que hicieron, y lo que pudieron: lo que no pudieron, no.
¿Qué pretendió
y, en consecuencia, qué trajo el CV II al respecto? ¿Cuál fue ese “cambio
radical” del “entendimiento” y de la “doctrina” respecto al “ecumenismo",
que ha marcado -profunda e inútimente, en mi opinión- el quehacer de la propia
Iglesia, especialmente desde su Cabeza? Finalmente, ¿qué vueltas y revueltas ha
dado el tema, y en qué ha quedado a día de hoy?
Empezando por esto último, hay
que afirmar que ha quedado en “agua de
borrajas", como se dice coloquialmente: algún que otro gesto
-bienintencionado o no: dependerá de la conciencia de sus ejecutores y
patrocinadores-, de cara a la galería y a la opinión pública; pero nada
sustancial, porque no puede pasar de ahí, aunque se haya pretendido. Y, desde
luego, no se puede ir a donde se ha querido llevar el tema, so capa y riesgo de
cargarse la misma Iglesia Católica. Lo dijo muy bien Benedicto XVI cuando afirmó
que “la deseada unión” era más “cosa de Dios” que nuestra. Pues eso.
Porque, ¿qué se pretendía? ¿Era razonable y bueno desearlo? Y,
¿qué precio se estaba dispuesto a pagar?
Precio que, naturalmente, iba a pagar la Iglesia Católica: quien no tiene nada
no puede pagar nada.
Con el ecumenismo se pretendía
la “unidad". Pues muy bien: nada más
deseable. ¿Con qué método? Muy “sencillo": la Iglesia Católica renunciaba a ser
Una, Santa, Católica y Apostólica, es decir, perdía sus señas de identidad y
sus notas fundacionales, para ser “una” con las demás iglesias y nunca sin las
demás.
Por tanto, no podía ya
presentarse como la única Iglesia Verdadera, poseedora de la Verdad Plena sobre
Dios, sobre el mundo y sobre el hombre; con la plenitud de la Revelación divina
en su seno y con todos los medios necesarios -de Doctrina, de Gracia- para
obrar la Salvación que Cristo nos consiguió en el Calvario, Ni tampoco poseer
la plenitud de Cristo. Y ya “lo de fuera de la
Iglesia no hay salvación", ni mentarlo.
La Iglesia Católica no podía
presentarse así porque las cosas -para los grandes “innovadores";
o sea, para la clericalla progre sin Fe y sin Doctrina, aunque sobrada de “títulos” y, también en muchos casos, de cargos
oficiales y dinero a voluntad- no eran así. El camino era “caminar todas juntas hacia la plenitud del encuentro
final con Cristo [siempre “el futuro": única manera de justificar cargarse
el presente: puro marxismo y puro socialismo], porque ninguna lo posee en
plenitud.- y menos aún en propiedad, y porque todas tienen “algo” de
verdad". “Si incluso alguna tiene el Bautismo", aducían los “buenos”
teloneros. Claro que se les podía responder que “para qué lo querían -a
Cristo-, si no reconocían Quién era, ni a qué conducía ni comprometía".
De hecho, en los debates y
discusiones conciliares, uno de los argumentos que constantemente la progrez
clerical ponía sobre la mesa para cargarse la doctrina de siempre era: “es que esto va contra el ecumenismo", o “es que esto puede ir contra la unidad de las iglesias
cristianas” o de los “hermanos
separados", como se empeñaron en llamarles: como si eso no fuese la manifestación patente de que se habían largado
con viento fresco, es decir, manifestación de la falsedad de querer presentarse
aún como “iglesias".
Antes del Concilio ya se había
tratado el tema con seriedad en la Iglesia Católica, desde su misma Cabeza. Y
se había proclamado que ese deseo estaba muy bien; se reafirmaban las Notas de
la Iglesia Católica, la única Verdadera, “sin mancha
ni arruga", fundada por Jesucristo para la Salvación de todos.
Sentado esto, se definía que la “unidad” sólo
podía hacerse en base a la “vuelta", al
“retorno", a la “re-integración” de los que se habían separado. O sea: “pues que vuelvan".
En el CV II, donde se trata
extensa y, en cierto modo, “agriamente” el
tema, a la hora de las conclusiones y de los documentos que se publican, las
bases anteriiores han desaparecido, así como cualquier palabra que pueda
recordar o remitir, aunque sea de lejos, a las usadas por el Magisterio
anterior.
Pero por la Iglesia no iba a
quedar; y así, se crea un organismo para que trabaje la “unión” con los “hermanos
separados” y las “iglesias cristianas";
y ya puestos y lanzados a la vorágine, otro organismo más para el “diálogo” [nuevo “caballo
de Troya” conciliar: demoledor] con los “no-cristianos";
y -total ya-, otro más hasta con los “ateos", pasando por otro con los
judíos. Como era de esperar, estos contestaron inmediatmante que “de eso,
nada". Lo mismo que los ortodoxos. Y en eso están.
Por cierto, ateos organizados
no había, ni hay, más que los “masones", que
yo sepa; y su ADN se caracteriza, como se sabe porque es notorio, por “un deseo insaciable de unidad con la Iglesia
Católica", creo. O sea: anticatólicos a
más no poder, para lo que les valen todos los medios a su alcance. Y los
usan, por supuesto. Sí, en el CV se alentó el trato con los masones: ¡todo por el diálogo y la unidad! Y ahí se está.
A día de hoy, desde la Iglesia
se está dispuesto a dialogar con todos. El problema es que delante no tiene a
nadie que quiera eso mismo. Hay reuniones, sí. Se firma algún papelillo muy de
vez en cuando, también; el problema es que luego en su aplicación, sólo lo hace
la Iglesia, porque es Una y Única: de las demás, ya
se sabe. Y algún que otro gesto público, con la TV delante, claro.
Por lo demás: si da lo mismo
porque todo es lo mismo; si no se puede hablar ni de “apostolado”
ni de “proselitismo", términos
que se han usado en la Iglesia durante dos mil años y que no tenían ni tienen
-en la Iglesia- ni rastro de negativos o peyorativos, ¿para
qué tanto “diálogo", o tanto “ecumenismo” si, en el fondo y como pretende
la clericalla progre, todo es “humo"? O sea: NADA.
Y en eso han quedado las
ínfulas del CV II y del postconcilio, con tanta pompa y aparato como vacío e inanidad.
Amén.
José Luis
Aberasturi
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