«Al principio
[el Anticristo] no odiaba a Jesús. Reconocía
el mesianismo y la dignidad de Cristo, pero creía sinceramente que no era más
que su gran predecesor. La acción moral de Cristo y su absoluta
originalidad se escapaban a su inteligencia, oscurecida por el amor propio. “Cristo”, pensaba, “vino antes que
yo. Yo vengo después, pero lo que sigue en el tiempo es anterior en el plano
del ser. Yo soy el último, al final de la historia, precisamente porque soy el
salvador definitivo y perfecto. Cristo fue mi heraldo. Su misión fue preparar
mi aparición”.
[…] También
justificaba de otra forma el hecho de anteponerse a Cristo: “Cristo”, se decía, “al enseñar y
cumplir en su vida el bien moral, fue el redentor de la humanidad, pero yo debo
ser el bienhechor de esa humanidad, en parte redimida y en parte no redimida.
Yo daré a los hombres todo aquello que necesitan. Como moralista, Cristo dividió a los hombres mediante los
conceptos del bien y del mal, pero yo los uniré por medio de beneficios
tan necesarios para los buenos como para los malos. Seré el verdadero
representante de Dios, que hace brillar el sol sobre malos y buenos y hace
llover sobre justos e injustos. Cristo trajo una espada, yo traeré la paz. El
amenazó a la tierra con el juicio final, pero yo seré el juez y mi juicio no será el juicio de la justicia,
sino el de la misericordia”».
Vladimir Soloviev, Relato sobre el Anticristo, 1900
¿Cómo será el
Anticristo? No hace
falta pensar mucho. Basta mirar
alrededor. Ya lo dijo San Juan: Hijitos,
es la última hora, y así como oísteis que el anticristo viene, también ahora
han surgido muchos anticristos.
Basta ver que, en menos de un
mes, en dos países antiguamente católicos, entre el alborozo generalizado, se
aprueba la matanza de niños inocentes en el santuario que Dios creó para ellos
y en el que Él mismo quiso habitar durante nueve meses. Y que esa destrucción
despiadada de lo más profundo del ser de la mujer se hace en nombre del bien de las mujeres, de
la misericordia con sus sufrimientos, y es acogida con júbilo por las mismas
desdichadas a las que se les arranca brutalmente su dignidad. Y que la gran
mayoría de los sucesores de los Apóstoles, sin sangre en las venas, se callan o
hablan muy bajito para que nadie los oiga, porque lo que importa es la
democracia, la modernidad y ser tolerantes.
No hace falta más que ver que
los católicos apostatan a millones para ser “más
libres”, trocando la libertad de Cristo por la esclavitud del mundo
relativista. Y ver que los que siguen siendo “católicos”
en la práctica resultan indistinguibles
de los demás. Y que la humanidad se muere porque no tiene a Cristo, pero
la respuesta de los prelados es que hay que tener mucho cuidado de no hacer
proselitismo y que lo verdaderamente importante y misericordioso es que todos
nos llevemos bien y la ecología, porque Cristo vino a traer la paz y no la
espada.
Es suficiente con darse cuenta
de que una muchedumbre inmensa de clérigos, Dios les perdone, están ansiosos de
acoger y bendecir todo aquello que
destruye la familia, ya sea el adulterio, la fornicación, el mismo
aborto o cualquier otra indignidad. No contentos con eso, tratan de convencer a
los fieles de que es imposible no pecar, de que la fidelidad en momentos
difíciles no tiene sentido, de que pecar es precisamente lo que Dios quiere que
hagan. Y lo hacen en nombre de la
misericordia, porque se creen más misericordiosos que Jesucristo.
Como adolescentes rebeldes,
hemos preferido vivir entre los cerdos a habitar en la casa del padre, los
espejismos del anticristo al dulce nombre de Jesús. Pues bien, lo que hemos sembrado, eso mismo tendremos.
Mi pueblo no escuchó mi voz, Israel no quiso
obedecer: los entregué a su corazón obstinado, para que anduviesen según sus
antojos.
Bruno M.
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