Queridos amigos:
Les escribo hoy
desde el Monasterio de la Oliva, móvil en mano, de modo que les pido disculpas
de antemano por el formato que pueda dar a este artículo.
Desde que supe de Dios ya no
veo casualidades. Una no casualidad que me sucedió ayer mismo fue que había
programado ya un muy breve retiro en este querido Monasterio y, “casualmente", mi estancia dio comienzo sólo
unas horas después de que se publicara la carta de Viganó. Como ustedes, me
había quedado con el alma encogida. Con esa “arruga
interior” me vine al Monasterio…
Hacía años que no venía aquí a
retirarme. Es este un lugar queridísimo porque aquí me regaló Dios gritarme su
existencia, y aquí di mis primeros pasos en la fe. Nunca agradeceré lo
suficiente a esta comunidad monástica su valiosa oración escondida. Confiad…por cada monasterio tenemos un pulmón exhalando
alabanzas, súplicas, cánticos.
Les decía que me vine con una
sombra. Y les quiero contar que encontré consuelo. A veces no tengo palabras
para Dios. No sé qué decir, cómo pedir socorro, ni siquiera sé por dónde
empezar a pedir. Y me encuentro entonces con la liturgia.
Desde el primer salmo de
vísperas supe que el mismísimo Espíritu Santo gemía en mí con palabras
inefables. Todos los versículos eran mi súplica, mi alabanza, mi grito y
también mi confianza. Dios me daba Su Palabra para hablarle. Rezad por mí. Una y otra vez me propongo ser fiel al
menos a los laudes pero demasiados días se me quedan en la lavadora o camino
del colegio, con nuestros niños…en fin. Alguna vez acaba el día con las completas.
Algo es algo.
Supongo que fue espeluznante
vivir en una Iglesia con tres papas. No sé si más o menos espeluznante que la
que nos está cayendo hoy encima. En cualquier caso este es el tiempo que Dios
me ha dado vivir. Un tiempo en el que Satanás, como un brujo ante su marmita,
está removiendo en la Iglesia con su enorme cuchara roñosa, degustando con
placer un sopicaldo en el que se remojan, placenteras, almas consagradas que
parecen haber olvidado la fe, desde la primera catequesis con sus diez mandamientos
hasta el último tomo de la Summa. Hay también miles de almas consagradas que
lloran esos pecados, y llorarán en tanto no se apague el fuego. Consuelo,
reparación son esas lágrimas. Gracias, gracias por vuestra fidelidad.
Y está Dios
mismo. El que es. La Santísima Trinidad. Cristo glorioso. La Virgen Santísima.
El Señor es mi
refugio. La liturgia el lenguaje que no sé pronunciar.
Sagrado Corazón
de Jesús, en Vos confío.
Al
amparo del Altísimo no temo el espanto nocturno.
(Por
favor, busquen y recen el salmo 90. El móvil no me deja copiarlo aquí.. )
María Arratíbel
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