Con el Evangelio de San Juan se completa y se cierra el número de
evangelios tenidos por la Iglesia como sagrados y canónicos. Es, como los
sinópticos, un “evangelio”, un anuncio de la
Buena Noticia; pero supone respecto de aquéllos una profundización en la
comprensión de la vida y enseñanza del Señor. [1]
Existen testimonios de principios del siglo II que muestran la gran
autoridad de que gozaba este evangelio, pues ya en ese tiempo se citan de él
frases literales, o se alude al sentido de sus expresiones. Así, por ejemplo,
San Ignacio de Antioquía (a. 110) habla del Espíritu que sabe de dónde viene y
adónde va[2], y dice que el Verbo, el Hijo de Dios,
complace en todo al que lo ha enviado (Cfr. Jn 1:11). San Policarpo, en su
carta a los de Filipos (a. 110), se hace eco también de algunas frases
presentes en el Evangelio de Juan, y lo mismo San Justino (a. 150), al decir
que es necesario nacer de nuevo para entrar en el Reino de los Cielos[3]. Por otra parte, se conserva un fragmento
del cuarto evangelio en un papiro de la biblioteca John Rylands de Manchester,
el P52, que fue encontrado en el Fayum (Medio Egipto) y ha sido datado en la
primera mitad del siglo II. Muestra la gran difusión de este evangelio en tan
temprana fecha.
Del cuarto evangelio atribuyéndole ya la autoría de San Juan habla San
Ireneo, obispo de Lyon, nacido hacia el año 130 en Esmirna (Asia Menor),
donde conoció a San Policarpo. Su testimonio tiene gran valor ya que, según
Tertuliano[4], San Policarpo había sido constituido
obispo de Esmirna por el mismo San Juan. San Ireneo dice textualmente que “Juan, el discípulo del Señor, el mismo que reposó en su
pecho, ha publicado el Evangelio durante su estancia en Éfeso”
[5]. A partir del siglo IV es tradición
común y constante atribuir al apóstol San Juan el cuarto evangelio, y según
dicha tradición se ha expresado el magisterio de la Iglesia[6].
1.- ESTRUCTURA Y CONTENIDO
En líneas
generales, en San Juan, como en los Sinópticos, se encuentra el mismo esquema
que presentaban los Apóstoles en su predicación oral: Jesús comienza su
ministerio público tras ser bautizado en el Jordán por Juan Bautista, predica y
obra milagros en Galilea y Jerusalén, y acaba su vida en la tierra con la
pasión y resurrección gloriosa (Cfr Hech 10: 38-41). Pero dentro de ese cuadro
general, en San Juan se descubre una estructura peculiar caracterizada por la
mención de las distintas fiestas judías y por la progresiva manifestación de
Jesús como Mesías e Hijo de Dios. A grandes rasgos, el esquema del cuarto
evangelio puede presentarse así:
Prólogo (1:
1-18). Se ensalza a Jesucristo como el Verbo eterno de Dios, Creador del mundo
junto al Padre, iluminador de todos los hombres, que se ha hecho hombre para
comunicar al mundo la verdad sobre Dios y dar la posibilidad de ser hijos de
Dios a cuantos crean en Él.
Primera parte: La manifestación de Jesús como el
Mesías, mediante sus signos y palabras (1:19-12:50).
Abarca desde el testimonio de Juan Bautista sobre Jesús hasta la Pascua en que
sucederá su muerte. Tras una introducción, que recoge el primer testimonio del
Bautista (1: 19-34) y la vocación de los primeros discípulos (1: 35-51),
presenta la primera manifestación de Jesús como portador de la salvación, y las
primeras adhesiones de fe (2: 1-4.54). Esta manifestación se realiza a través
de su ministerio en Galilea, un primer viaje por la fiesta de la Pascua a
Jerusalén, y el retorno a Galilea pasando por Samaría. A continuación, Jesús
manifiesta su divinidad (5: 1-47) en una nueva subida a Jerusalén con motivo de
una fiesta. De nuevo en Galilea, se presenta como el Pan de Vida (6: 1-71) y
otra vez en Jerusalén, durante la fiesta de los Tabernáculos, se revela como
enviado del Padre, la Luz del mundo y Buen Pastor (7: 1-10:21). Seguidamente,
en una nueva confrontación con los judíos en Jerusalén en la fiesta de la
Dedicación, Jesús dice que Él es uno con el Padre (10: 22-42) y, en Betania,
cerca de Jerusalén, donde Jesús resucita a Lázaro, se presenta como el que
otorga al hombre la resurrección y la vida eterna (11: 1-57). Finalmente, tras
la unción por María en Betania, Jesús es aclamado Rey mesiánico en Jerusalén
(12: 1-50).
Segunda parte: Manifestación de Jesús como el Mesías,
Hijo de Dios, en pasión, muerte y resurrección (13:
1-21.25). Comienza con la última cena —el momento en que Jesús manifiesta su
intimidad— (13: 1-17.26), sigue con su pasión y muerte (18: 1-19.42), y
finaliza con las apariciones del resucitado (20: 1-21.25). El sepulcro vacío y
las apariciones testimonian el realismo de la resurrección. Jesús resucitado
infunde a los Apóstoles el Espíritu Santo, les da el poder de perdonar los
pecados, y establece a Pedro guía de su Iglesia.
2.- COMPOSICIÓN Y MARCO HISTÓRICO
2.1.- Autor y circunstancias de composición
Al leer el cuarto evangelio se aprecian enseguida algunos detalles que
parecen romper el hilo de la narración y hacen sospechar un proceso de
redacción en varias etapas. Los más significativos son los siguientes: la
actividad de Jesús en Jerusalén descrita en el cap. 5 con ocasión de una
fiesta, sin precisar cuál sea, no parece encajar bien entre los caps. 4
y 6, en los que Jesús se encuentra en Galilea; la reanudación del discurso
de Jesús en la última cena en el cap. 15, después de indicar al final del
cap. 14: “Levantaos, vámonos de aquí”, resulta un tanto sorprendente; la narración
de la aparición de Jesús a orillas del lago en el cap. 21, con una
conclusión del escrito semejante a la que ya se encuentra al final del
cap. 20, parece ser un añadido posterior. Estos y otros rasgos literarios
llevan a suponer que la forma actual del evangelio es obra de un redactor final
que ha reelaborado un material ya existente dándole el orden que actualmente
tiene. Ese redactor final habla, al terminar el libro, en primera persona del
plural —“sabemos que su testimonio es
verdadero”— haciéndose eco del sentir de la comunidad, al
tiempo que señala al “discípulo que Jesús amaba”
como el que “da testimonio de estas cosas y
las ha escrito” (Jn 21:24).
El “discípulo que Jesús amaba” y, por tanto, el
verdadero autor del evangelio es el apóstol San Juan, según se desprende de la
comparación de los datos del mismo evangelio con los de los Sinópticos. Por
otra parte, muchos rasgos literarios del Evangelio confirman que quien lo
escribió era un hebreo, buen conocedor de la geografía de Palestina, y de las
costumbres y fiestas judías. El estilo del escrito tiene además una clara
huella semita en el vocabulario y las construcciones gramaticales. La Tradición
de los santos Padres y escritores eclesiásticos confirma desde el siglo II
la autoría de San Juan respecto al cuarto evangelio, y sitúa su redacción en
Éfeso, adonde se había trasladado el apóstol predicando el evangelio.
El
Evangelio de San Juan refleja una situación en que los cristianos se han
separado definitivamente del judaísmo. Así por ejemplo, se refiere a “los judíos”, y no sólo a las autoridades judías,
como un bloque unitario opuesto a Jesús (Cfr. Jn 1:19; 2:18; 5:10), y recuerda
cómo decidieron arrojar a los cristianos de la sinagoga (Cfr. Jn 9:22). La
mención de las fiestas judías, como marco en el que Jesús es presentado
estableciendo una nueva economía salvífica, indica que la comunidad
destinataria del evangelio se identifica como el verdadero y nuevo Israel al
margen de las antiguas instituciones judías; la nueva religión es considerada como
sustitutiva del judaísmo. Ese enfrentamiento con el judaísmo y el expulsar de
la sinagoga a los cristianos se producía a finales del siglo I, por lo que es
lógico pensar, de acuerdo también con la Tradición, que el evangelio fue
compuesto en la década de los 90.
2.2.- Finalidad del escrito y
comparación con los Sinópticos
El cuarto evangelista escribe su libro, según dice él mismo, “para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para
que creyendo tengáis vida en su nombre” (Jn
20:31). Es decir, el escrito se encamina a formar y fortalecer la fe de los
lectores. Para alcanzar ese objetivo señalado al final del libro, el autor del
cuarto evangelio sigue un plan distinto del de los Sinópticos. Se fija sobre
todo en la actividad de Jesús en Judea y en el Templo de Jerusalén, a donde el
Señor sube al menos tres veces con ocasión de las fiestas (Cfr. Jn 2:13; 7:10;
12:12), y sólo refiere unos pocos detalles de la actividad de Jesús en Galilea.
Resalta además su paso por Samaría (Cfr Jn 4: 1-42). En cambio, los tres
primeros Evangelios sólo nos narran una subida de Jesús a la Ciudad Santa
durante el ministerio público, aquella en la que morirá durante la fiesta de la
Pascua.
De los
veintinueve milagros que narran los Sinópticos, San Juan refiere sólo dos (Jn
6: 11.19) y habla de otros cinco milagros distintos (Cfr. Jn 2: 1-11; 4:
46-54…). Pero el rasgo más sobresaliente es que presenta los milagros como “signos”, pues le sirven de base para exponer
realidades más profundas que las que se veían a simple vista: con las bodas de
Caná —el primero de los signos—, se manifiesta la gloria de Jesús, se revela el
comienzo de la era mesiánica y se vislumbra ya la función de su Madre Santa
María en la Redención (Jn 2: 1-11); la multiplicación de los panes y los peces,
testificada también por los Sinópticos, es el apoyo de las palabras de Cristo,
cuando se presenta como el Pan de Vida (Jn 6); la curación del ciego de
nacimiento precede a la manifestación de Jesús como Luz del mundo (Jn 9); la
resurrección de Lázaro enseña que sólo Jesús es la Resurrección y la Vida (Jn
11).
En la
historia de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, el cuarto evangelio
coincide con los Sinópticos; pero también estos acontecimientos se narran desde
una perspectiva propia: a la luz de la glorificación de Cristo. En esos
momentos se manifiesta “la hora” de Jesús
(Jn 2:4; 7:30), en la que el Padre glorifica al Hijo, que, al morir, vence al
demonio, al pecado y a la muerte, y es exaltado sobre todas las cosas (Jn 12:
32-33). De este modo, en los anuncios que Jesús hace de su pasión, los Sinópticos
se fijan en la conveniencia de que el Hijo del Hombre padezca (Mt 16:21),
mientras que San Juan subraya la conveniencia de que el Hijo del Hombre sea
exaltado (Jn 3: 14-15; 8:28; 12: 32-33).
El cuarto
evangelista presenta asimismo la enseñanza de Jesús con matices propios
respecto a los Sinópticos. Por ejemplo, habla una sola vez del “Reino de Dios”, mientras que los Sinópticos,
especialmente San Mateo, lo mencionan con mucha frecuencia (Jn 3:5). San Juan
no trata temas frecuentes en los Sinópticos, como la cuestión del sábado, el
legalismo farisaico, etc.; en cambio, habla de la vida, la verdad, la luz, la
gloria, temas éstos que apenas aparecen en los tres primeros evangelios.
El propósito del escrito, tal como se dice al final del libro, es dar un
testimonio de lo que el autor ha visto (Jn 19:35; 21:24). Esta intención se
observa a lo largo de todo el escrito, en el que más que los términos “evangelizar” o “predicar”,
emplea los verbos “testimoniar” y “enseñar”. El objeto de ese testimonio será siempre
Jesucristo. Así pues, nos presenta la predicación del Bautista como un
testimonio histórico a favor de Cristo (Jn 1:7). Pero, ante todo, de Él da
testimonio el Padre que le ha enviado (Jn 5:37); y Jesús mismo da testimonio de
Sí, porque sabe de dónde viene y adónde va (Jn 8:14), y porque testifica lo que
ha visto (Jn 3:11). También las Escrituras dan testimonio de Él (Jn 5:39), y
asimismo lo hará el Espíritu Santo que será enviado (Jn 15:26). Por último, el
Señor dice a los Apóstoles: “También vosotros daréis
testimonio, porque desde el principio estáis conmigo”(Jn 15:27).
Finalmente el evangelio escrito es el testimonio dado y reconocido por la
Iglesia (Jn 21:24).
3.- ENSEÑANZA DEL CUARTO EVANGELIO
3.1.- La revelación de Dios
El aspecto más importante de carácter religioso doctrinal que presenta
el cuarto evangelio es mostrar cómo el Dios invisible se ha dado a conocer a
través de Jesucristo: “A Dios nadie lo ha visto
jamás, el Dios Unigénito, el que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a
conocer” (Jn 1:18). Solo
Jesús ha podido revelar la intimidad de Dios, porque Él es el Logos de Dios, el
Hijo eterno, que conoce verdaderamente al Padre, y porque, por su intercesión y
en su nombre, Dios ha enviado su Espíritu que da a conocer toda la verdad. Ya en
el Prólogo se dice que el Verbo era Dios; y, al mismo tiempo, se afirma
implícitamente que es consustancial con el Padre al indicar que estaba junto a
Dios.
El Verbo es el Hijo Unigénito del Padre (Jn 1:14). A lo largo del
Evangelio Jesús hablará insistentemente de su Padre y, en las dos ocasiones que
ora en voz alta, empieza su oración invocando al Padre (Jn 11:41; 17:1). Junto
a esa distinción entre Él y el Padre, Jesús expresa también la identidad de
naturaleza entre los dos, al manifestar: “Yo
y el Padre somos uno” (Jn 10:30).
También
del Espíritu habla Jesús como de una Persona. En la última cena, y después de
la resurrección, Jesús habla a los suyos del Espíritu y de su acción
reveladora. Les dice que Él mismo rogará al Padre para que les dé otro Consolador,
el Espíritu de la Verdad (Jn 14: 16-17), y que el Padre atenderá ese ruego y
enviará al Paráclito (Jn 14:26), que procede del Padre y recibe del Hijo lo que
ha de anunciar (Jn 16: 13-15).
La obra de Cristo va unida a la acción del Espíritu. Ya en el testimonio
de Jesús dado por el Bautista, la señal para reconocerle como el Hijo de Dios
es el descenso sobre Él del Espíritu en forma de paloma (Jn 1:32), y se afirma
que, en contraposición al bautismo de agua del Precursor, Jesús bautiza en el
Espíritu Santo (Jn 1: 32-34). Es el Espíritu, junto con el agua, el que crea en
el hombre una nueva condición, como un renacer de nuevo: “Si uno no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el
Reino de Dios” (Jn 3:5). Esta relación entre el agua y el
Espíritu vuelve a aparecer en 7: 37-39 donde el Señor afirma que de su
seno brotarán ríos de agua viva, palabras que el evangelista explica así: “Se refirió con esto al Espíritu que iban a recibir los que
creyeran en él, pues todavía no había sido dado el Espíritu, ya que Jesús aún
no había sido glorificado” (Jn
7:39). El Espíritu es quien recordará y hará comprender a los discípulos las
obras y palabras de Jesús en cuanto revelador del Padre (Cfr. Jn 14:26),
llevándoles a la verdad plena y glorificándole a Él (Cfr. Jn 16:13). Por
último, es el Espíritu el que actúa la liberación del hombre mediante el
ministerio apostólico: “Recibid el Espíritu Santo; a
quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los
retengáis, les son retenidos” (Jn
20: 22-23).
3.2.- El conocimiento de Dios: la fe y
el amor.
Creer,
según el cuarto evangelio, va unido a conocer la verdad sobre Cristo. Muchas
veces encontramos los verbos “creer” y “conocer” unidos en una sola frase; incluso en
ocasiones parecen intercambiables (Cfr. Jn 6:69; 17:8). El término “conocer” no tiene únicamente un sentido
intelectual, de aprehensión de la verdad, sino que, indica la adhesión sin
reservas a la Verdad, que es Jesucristo. Por eso, la fe incluye tanto el acto
de entrega confiada como el acto de conocer. Tal conocimiento se adquiere por
el testimonio del autor del Evangelio y por la acción del Espíritu de la
Verdad. La fe es así al mismo tiempo un don gratuito por parte de Dios, y un
acto libre por parte del hombre. Por eso Jesús exhorta insistentemente a creer
en Él, es decir, a querer creer, y no cerrarse voluntariamente a la verdad (Jn
3:36).
Quien cree en Jesucristo se hace poseedor de la vida eterna, esto es,
participa de la misma vida de Dios que se comunica a través de la unión con Jesús,
de manera similar a como los sarmientos están unidos a la vid (Jn 15: 1-8).
Comunicar esa vida es la finalidad de la revelación de Dios: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para
que todo el que cree en él no perezca sino que tenga vida eterna” (Jn 3:16). Esa vida que tiene el hombre que
cree en Jesucristo —“El que cree en el Hijo tiene
vida eterna” (Jn 3:36)— es también garantía de la resurrección
al final de los tiempos: “Esta es la voluntad de mi
Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo le
resucitaré en el último día” (Jn 6:40).
La vida eterna consiste en el conocimiento del Padre y del Hijo, en la
fe: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti,
el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú has enviado” (Jn
17:3). Y ese conocimiento es al mismo tiempo la participación en el amor entre
el Padre y el Hijo: “Les he dado a conocer tu
nombre y lo daré a conocer, para que el amor con que Tú me amaste esté en ellos
y yo en ellos” (Jn 17:26).
La fe que comunica al hombre la vida eterna está por tanto inseparablemente
unida al amor, pues consiste precisamente en entrar en la relación de amor
entre el Padre y el Hijo: “Como el Padre me amó, así os
he amado yo. Permaneced en mi amor” (Jn
15:9). De ahí que deba manifestarse también en el amor fraterno, único
mandamiento que da Jesús en el Evangelio, en el que se pone Él mismo como
modelo (Jn 15: 9-12).
3.3.- La Iglesia y los sacramentos
Aunque en el cuarto evangelio no aparece el término “Iglesia”, el autor deja entrever que se siente
miembro del grupo formado por los discípulos de Jesús. Así, por ejemplo, ocurre
cuando emplea la primera persona del plural tanto para presentar el testimonio
sobre Cristo —“hemos visto su gloria” (Jn
1:14)— como para garantizar la verdad de lo transmitido por
el Apóstol —“sabemos que su testimonio es
verdadero” (Jn 21:24)—. Además, en el Evangelio se recuerdan
las palabras de Jesús que describen a los que crean en Él como un redil, cuya
puerta es el mismo Cristo (Jn 10: 1-6), y aquellas otras en las que, aludiendo
a las profecías del Antiguo Testamento sobre la renovación del pueblo de Israel
(Ez 34), Jesús se presenta como el buen Pastor que viene a formar un solo
rebaño en el que quepan todos los hombres (Jn 10: 11-17). Ese redil y ese
rebaño significan a la Iglesia. Asimismo, la Iglesia está simbolizada en la vid
a la que permanecen unidos los sarmientos (Jn 15: 1-8). Tanto en esta como en
las imágenes anteriores, queda expresado que es Jesucristo el que rige y da
vitalidad a su Iglesia, y Él mismo pide al Padre que haya entre los discípulos
la misma unidad que Él tiene con el Padre (Jn 17: 21-23).
La
comunidad posterior de los que crean en Jesús, la Iglesia, es continuidad del
grupo de discípulos que estuvieron con Él y dan testimonio de Él. Entre éstos
destaca el “discípulo amado”, mediante cuyo
testimonio el lector del evangelio llega al conocimiento de Cristo (Jn 20:31).
Sin embargo el discípulo que tiene la preeminencia es Pedro, como se refleja en
que él es el primero que entra al sepulcro (Jn 20: 6-8) y en el hecho de que es
a él a quien Cristo resucitado le concede el pastoreo de todo el rebaño de los
creyentes (Jn 21: 15-19).
Podría
decirse que en el cuarto evangelio las acciones que Jesús realizaba tenían un
carácter sacramental, pues en ellas, mediante signos externos, se comunicaban
dones divinos. Jesús promete a los discípulos que también ellos realizarán
obras como las suyas (Jn 14:12), y, después de resucitar, les da el Espíritu
Santo para que perdonen los pecados, es decir otorguen al hombre la salvación
(Jn 20: 22-23). El evangelio da a entender de ese modo que los dones de
salvación son concedidos al creyente mediante acciones realizadas por los
discípulos, es decir, mediante acciones sacramentales. En definitiva, en la
Iglesia, rebaño de Cristo, se entra por la adhesión a Él mediante la fe y por
un nuevo nacimiento del agua y del Espíritu (Jn 3:5), expresión que alude al
rito del Bautismo cristiano, simbolizado también en el relato de la curación
del ciego de nacimiento (Jn 9: 1-41). Finalmente, el rebaño de Cristo cuenta
también con el alimento del pan de vida, la carne y la sangre de Cristo, que se
ofrece a los creyentes en la Eucaristía (Jn 6 48-59).
3.4.- La Virgen Santa María
Un rasgo
peculiar del cuarto evangelio es la relevancia que en él tienen algunas
mujeres, como Marta y María, María Magdalena, y, especialmente, la Madre del
Señor, la Virgen María. Aunque sólo aparece dos veces, éstas son precisamente
al inicio y al final de la manifestación de Jesús como Mesías e Hijo de Dios:
en 2: 1-11, cuando se narran las bodas de Caná en las que Jesús dio
comienzo a sus milagros, y en 19: 25-27, cuando Jesús muere en la cruz.
Estos pasajes indican que la presencia de María incluye toda la manifestación
de Jesús y guardan entre sí un claro paralelismo: en ambos la Virgen es
designada como la “Madre de Jesús”, y en
ambos Él se dirige a ella llamándola “mujer”. Por
otra parte tanto en Caná como en el Calvario, se habla de la “hora” de Jesús,
esa hora que marcará toda su vida (Jn 7:30; 8:20; 12:27, etc). En el primer
caso, como de algo que no había llegado aún, y en el segundo, como de una
realidad ya presente.
En los
dos pasajes, el de Caná y el del Calvario, Jesús se dirige a su madre
llamándola “mujer”. El empleo de esta
palabra implica cierta solemnidad y énfasis, y por eso la mayoría de los
comentaristas se inclinan a ver en este título una alusión a Gen 3:15
donde se habla de la “mujer” y de su linaje
como vencedor de la serpiente. De ahí que los Santos Padres hablen del
paralelismo entre Eva y María, semejante al que se da entre Adán y Cristo.
Efectivamente, en la muerte de Cristo tenemos el triunfo sobre la serpiente,
pues Jesús al morir nos redime de la esclavitud del demonio: “La muerte nos vino por Eva, la vida por María”.
[1] Las
introducciones a cada evangelio y cartas del Nuevo Testamento están tomadas de
la Sagrada Biblia, Ed. Eunsa, Navarra y de la Introducción a la Biblia de A.
Robert y A. Feuillet, Ed. Herder, Barcelona 1967.
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