Un sacerdote de gran santidad me comentaba que un feligrés se había
extrañado de veras, al escuchar por primera vez en su vida que hay pecados que claman venganza al cielo, y que luego de explicárselos, le había
respondido su interlocutor que debería decirse que había este tipo de
pecados, que clamaban al
cielo.
La
tradición catequética recuerda que existen pecados que claman al cielo,
señalados por la Biblia, de donde se concluye que hay pecados cuya gravedad ha
de ser verdaderamente notable, y es verdad, no todos los pecados son iguales,
ni por la malicia que contienen en sí mismos, ni por la calidad del insulto que
ofrecen a Dios, ni por sus consecuencias sociales.
Hoy como
nunca, estos pecados están a la orden del día.
Dícese
que estos pecados claman al cielo porque lo dice el Espíritu Santo, y porque su
iniquidad es tan grave y manifiesta que provoca a Dios a castigarlos con los
más severos castigos.
Se entiende por pecados que claman al cielo aquellos que envuelven una especial malicia y repugnancia abominable
contra el orden social humano… que en virtud de su especial injusticia contra el bien social, parecen
provocar la ira de Dios y la exigencia de un castigo ejemplar para escarmiento
de los demás.
Tradicionalmente, los
pecados que se dicen clamar al cielo son cuatro:
1.° el
homicidio voluntario
2.° el
pecado impuro contra el orden de la naturaleza
3.° la
opresión del pobre
I. EL HOMICIDIO VOLUNTARIO
Clama al
cielo: la sangre de Abel (cf Gn 4, 9-10), pues que se trata de un
asesinato vil, en la persona de un inocente motivado sólo por la envidia, pues
que Abel era mejor que su hermano Caín, y de él no había recibido motivo alguno
de venganza.
Preguntó Yahvé a Caín: “¿Dónde
está Abel, tu hermano?” Contestó: “No sé. ¿Soy acaso el guarda de mi hermano?”
Y dijo (Yahvé): “¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano está
clamando a Mí desde la tierra.
«¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?» Es ésta, exactamente, la
pregunta del individualismo moderno. De ahí que necesitemos tantas leyes
sociales, tantas instituciones y organizaciones, que en vano se esfuerzan por
neutralizar las desastrosas consecuencias del lema cainista. El individualismo
no se cura desde afuera sino por el espíritu del Sermón de la Montaña (Mateo
Caps. 5-7) y la observancia del gran mandamiento del amor, que nos obliga a ver
en cada hombre un hermano que nos ha sido confiado por el mismo Creador y Padre
del género humano. Citando este versículo, dirige el Cardenal Mercier esta
exhortación a su clero: “Nosotros somos los que
tenemos las primeras responsabilidades. Nosotros hemos de marchar al frente del
pueblo fiel, y confiados en la fe de su bautismo y en las riquezas inagotables
de la misericordia divino, hemos de invitarlo a seguirnos, y resueltamente
debemos facilitarle el camino”.[2]
No es la voz de Abel la que acusa, no
es su alma, sino la voz de la sangre que has derramado…. Si tu hermano se
calla, la tierra te condena.[3]
Es un pecado horrendo, que clama al cielo, sobre todo cuando se le añade
la malicia específica contra la piedad en el fratricidio y, a fortiori, en el
parricidio, que se opone en grado máximo a la conservación del individuo y de
la sociedad. Por eso dijo Dios a Caín cuando asesino a su hermano Abel: «La voz de la sangre de tu
hermano está clamando a mí desde la tierra».[4]
Partiendo
de la autoridad de San Agustín, el Doctor Angélico hace una distinción entre
asesinato y homicidios justificados tanto en la pena capital como en la
guerra. La Sagrada Tradición ha mantenido siempre una distinción entre la
toma justa e injusta de una vida humana:
Según San Agustín en el libro
II Contra Manich., quien empuña la espada sin autoridad superior o
legítima que lo mande o lo conceda, lo hace para derramar sangre. Mas el
que con la autoridad del príncipe, o del juez, si es persona privada, o por
celo de justicia, como por autoridad de Dios, si es persona pública, hace uso
de la espada, no la empuña él mismo, sino que se sirven de la que otro le ha
confiado. Por eso no incurre en castigo. Tampoco quienes blanden la espada con
pecado mueren siempre a espada. Mas siempre perecen por su espada propia,
porque por el pecado que cometen empuñando la espada incurren en pena eterna si
no se arrepienten.[5]
Aunque en la Iglesia Católica se habla mucho del aborto, no siempre se
lo coloca dentro del homicidio
premeditado. Ya los Padres de la Iglesia lo condenaron:
«He aquí el segundo precepto de
la Doctrina: No matarás; no cometerás adulterio; no prostituirás a los niños,
ni los inducirás al vicio; no robarás; no te entregarás a la magia, ni a la
brujería; no harás abortar a la criatura engendrada en la orgía, y después de
nacida no la harás morir».[6]
«No matarás a tu hijo en el seno
de la madre ni, una vez nacido, le quitarás la vida».[7]
«Destruir al feto “es algo peor
que el asesinato”. El que hace esto “no quita la vida que ya ha nacido, sino
que impide que nazca».[8]
El aborto
es el asesinato a sangre fría de los niños más indefensos e inocentes. Y es más
grave todavía cuando son asesinados precisamente por aquellas personas que
mayor obligación tienen de defenderlos.
II. LA SODOMÍA
Dijo, pues, Yahvé: “El clamor de Sodoma
y Gomorra es grande, y sus pecados son extraordinariamente graves. Bajaré a
comprobar si han hecho realmente según el clamor que ha llegado hasta Mí; y si
no, lo sabré” (Gn 18, 20-21).
La sodomía, o pecado de inversión
sexual. Se opone directamente a la
propagación de la especie y al bien social, y en este sentido clama venganza al
cielo. Así dice Dios en la Sagrada Escritura: «El clamor de Sodoma y Gomorra ha crecido
mucho, y su pecado se ha agravado en extremo; voy a bajar, a ver si sus obras
han llegado a ser como el clamor que ha llegado hasta mí» (Gen.
18, 20-21). Sabido es que las ciudades nefandas que se entregaban a este pecado
fueron destruidas por el fuego llovido del cielo (Gen. 19, 24-25).[9]
San Pablo denunció la estrecha asociación entre la cultura homosexual
con el rechazo a Dios y la idolatría (Rom 1, 18-32). «La condenación fue hecha por causa de su
asociación con la idolatría».
Dios
mediante el profeta Ezequiel pone de manifiesto cuál es el proceso de la
depravación de los pueblos gentiles, y así lo vimos exactamente en la caída del
Imperio Romano. Pero hay para Él algo peor que esos vicios paganos, y es el
aspecto místico de la apostasía de Jerusalén, porque nada indigna tanto como la
falsía del amor fingido, la traición de la propia esposa:
He aquí cuál fue el crimen de tu
hermana Sodoma: la soberbia, la hartura de pan, el reposo ocioso que gozaron
ella y sus hijas, y el no socorrer al pobre y al menesteroso. Y así se
ensoberbecieron, y cometieron lo que era abominable delante de Mí; por eso las
quité de en medio conforme a lo que he visto (Ez 16, 49-50).
Como observa Santo Tomás, no lo hizo empujándolos al mal, sino abandonándolos, retirando de
ellos su gracia. Así cayeron en grandes errores y en vicios vergonzosos (Gil. 5, 19; Ef. 4, 19).
Lo mismo hizo con Israel según el Salmo 80, 13. La Sagrada Escritura nos
pone de aviso que esa forma pagana de vivir es incompatible con el Dios
Verdadero[10],
y San Pablo nos advierte que habrán
tiempos en los que la verdadera doctrina será rechazada, despreciada, y los que
la sigan perseguidos.[11]
«Por primera vez en la historia
del Occidente cristiano, y quizás de la humanidad, la sociedad enfrenta no sólo
a grupos dispersos de homosexuales influyentes sino a un movimiento organizado
y visible de homosexuales declarados, que no sólo se jactan de sus hábitos,
sino que se unen en un intento de imponer su ideología a la sociedad».
«No es un movimiento de derechos civiles, ni aún un movimiento de
liberación sexual, sino una revolución moral dirigida a cambiar la visión
mortal que la gente tiene sobre la homosexualidad».[12]
El pecado de Sodoma, o pecado carnal contra la naturaleza, es un derramamiento voluntario de la semilla de la naturaleza,
fuera del uso debido del matrimonio, o la lujuria con un sexo diferente,
incluye no solo la sodomía, sino también la anticoncepción en el derramamiento voluntario de la semilla
de la naturaleza.
III. EL LAMENTO DEL EXTRANJERO, DE LA
VIUDA Y EL HUÉRFANO
¡Ay de
los que establecen leyes inicuas, y de los que ponen por escrito las
injusticias decretadas, para apartar del tribunal a los desvalidos, y privar de
su derecho; a los pobres de mi pueblo, para que las viudas sean su presa y los
huérfanos su botín (Is 10, 1-2).
La opresión de los pobres, viudas y
huérfanos. Clama al cielo, no cuando
significa la simple denegación de los beneficios de la misericordia que
preceptúa la caridad (limosna, etc.), sino cuando se abusa de su condición
humilde e impotente, obligándoles a servicios inicuos, impidiéndoles sus
deberes religiosos, dándoles jornales de hambre y otras cosas semejantes,
contra las cuales no se pueden defender ni exigir su reparación ante los
hombres. Entonces es cuando estos crímenes claman al cielo y atraen sobre los
culpables la indignación de Dios, según aquello de la Sagrada Escritura: «No maltratarás al extranjero ni le oprimirás…
No dañarás a la viuda ni al huérfano. Si haces eso, ellos clamarán a mí, y yo
oiré sus clamores, se encenderá mi cólera y os destruiré por la espada, y
vuestras mujeres serán viudas, y vuestros hijos, huérfanos»
(Ex. 22, 20-23).[13]
He aquí,
a propósito de esto, unas palabras enérgicas de S. S. el Papa Pío XII:
«Que
nadie de vosotros pertenezca al número de aquellos que, en la inmensa calamidad
en que ha caído la familia humana, no ven sino una ocasión propicia para
enriquecerse inicuamente, tomando pie de la miseria de sus hermanos y
aumentando más y más los precios para obtener un lucro escandaloso. ¡Contemplad
sus manos! Están manchadas de sangre, de la sangre de las viudas y de los
huérfanos, de los niños y adolescentes, de los impedidos o retrasados en su
desarrollo por falta de nutrición y por el hambre, de la sangre de miles y
miles de infortunados de todas las clases del pueblo que derramaron sus
carniceros con su innoble traficación. ¡Esta sangre, como la de Abel, clama al
cielo contra los nuevos Caínes!”.
Este
pecado que clama al cielo es el efecto de situaciones permanentes de injusticia
en las que se oprime a algunas personas cuyos derechos ante Dios y ante los
hombres son de la misma categoría. Son la violencia y el abuso de poder, contra
personas que no han dado ocasión para tal conducta. La dureza de oídos y de
corazón de quienes poseyendo bienes con los que podrían ayudar a los que
padecen necesidad, se hacen los sordos y sólo piensan en si mismos. La
imposición de leyes, horarios, costumbres injustas que destrozan la vida ajena
y el abandono de personas que buscan ayuda y protección y que sólo hallan
cerradas las puertas de las casas y de los corazones ajenos.
El
conflicto último de la historia no se da entre clases, estructuras, sistema o
modos de producción, sino que se da en ese combate sin tregua entre el bien y
el mal, que ocurre cada día en cada corazón humano, sin demarcación posible de
clase, nación o estructura social.
El conflicto histórico radical -que no es dialéctico– se da entre la
gracia y el pecado, entre la vida divina y los poderes demoníacos que actúan en
el mundo sin cesar.
Los abusos de menores de edad, ya sean
sexuales, de poder o psicológicos, constituyen pecados que claman venganza al
cielo.
IV. LA INJUSTICIA PARA CON EL
ASALARIADO
Hermanos son el que derrama la sangre,
y el que defrauda el jornal al jornalero (Ecl 34, 27).
He aquí que ya clama el jornal
sustraído por vosotros a los trabajadores que segaron vuestros campos, y el
clamor de los segadores ha penetrado en los oídos del Señor de los ejércitos (St 5, 4).
“Que los amos no se ensoberbezcan por su autoridad
en el mando; de lo alto viene toda autoridad. Y por eso la mirada del cristiano
se levanta para contemplar en toda autoridad, en todo superior, aun en el amo,
un reflejo de la autoridad divina, la imagen de Cristo, que se humilló desde su
forma de Dios (Fil. 2, 7 s.), adoptando la forma de siervo nuestro, hermano
según la naturaleza humana” (Pío XII, Aloc. del 5 de agosto
de 1943 a los recién casados). Para el problema social, que no se resolverá
levantando a unos contra otros, sino haciendo que cada uno conozca la voluntad
de Dios a su respecto para sembrar la paz (Mt. 5, 9).[14]
La defraudación del salario al
trabajador. Bajo cualquier pretexto que se
haga, ya sea retrasando inicuamente el pago, o disminuyéndolo, o despidiendo
sin causa a los obreros, etc., apoyándose precisamente en la impotencia de los
mismos para defenderse eficazmente. En la Sagrada Escritura se condena con
energía este crimen. He aquí algunos textos: «No oprimas al mercenario pobre e
indigente… Dale cada día su salario, sin dejar pasar sobre esta deuda la puesta
del sol, porque es pobre y lo necesita. De otro modo clamaría al Señor contra
ti y tú cargarías con un pecado» (Deut. 24, 14-15). «El jornal de los obreros
que han segado vuestros campos, defraudado por vosotros, clama, y los gritos de
los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos».[15]
La injusticia
para el asalariado, cuando no se le paga lo que merece su trabajo, cuando se
abusa del horario de su labor, cuando se le trata injuriosamente, o cuando no
se le distingue prácticamente de un animal inferior.
La teología moral tradicional afirma que la usura es
ilegítima, es decir que la cosa separada
del hombre no concede derecho a un excedente de valor automático: la fecundidad
física del dinero está sometida al orden más fundamental de las relaciones
morales entre personas. De allí la condenación del préstamo a interés mientras
el dinero no cobró.
La doctrina del salario justo ha sido explanada por el Magisterio,
particularmente en la encíclica Rerum Novarum, en la que el Papa León XIII,
llama asunto
de la mayor importancia.
Bien se
ve que los llamados actualmente pecados sociales, existieron siempre, y siempre
fueron los más perseguidos y condenados por Dios. En los casos citados del
Antiguo Testamento, no hay uno solo que sea puramente personal, verificado en
la misma persona, sino que todos poseen efectos en los demás.
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[14] Podría hacerse un juicioso e instructivo
estudio consultando textos como los siguientes: sobre el plan de Dios: Si. 11,
14 y 23; Sal. 36, 25; Ap. 3, 19; Jn. 12, 5 y 8; sobre los amos: 1 Tm. 6, 9 s. y
17 ss.; St. 5, 1-6; Lv. 19, 13; Mal. 3, 5; 1 Co. 13, 1 ss.; sobre los
servidores: Dt. 32, 35; Rm. 12, 19; St. 5, 7-11; Si. 28, 1-14; Tt. 2, 9 s.;
Col. 3, 22-25; 1 Pe. 2, 18-24; 1 Jn. 4, 11; Mt. 6, 33; Lc. 3, 14, etc.
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