Como ya informaron OnePeterFive
y LifeSiteNews,
Su Excelencia monseñor Athanasius Schneider estuvo hace poco –el pasado 30 de
mayo– en Winnipeg (Canadá) para recibir el galardón Regina Sacratissimi Rosarii
de la Society of St. Dominic en el hotel Fort Garry y para oficiar dos misas
pontificales en la iglesia de San Antonio de Padua. La cena de gala estuvo
presidida por Alex Begin, e hizo entrega del galardón Peter Kwasnieski,
colaborador de OnePeterFive. Tras la
ceremonia de entrega, monseñor Schneider pronunció una disertación que puso de relieve
la defensa de la Fe en el cincuentenario que se celebra este año de la
promulgación de Humanae vitae, tras el centenario de las apariciones de Nuestra
Señora en Fátima, celebrado el año pasado. Reproducimos a continuación una
transcripción oficial del discurso pronunciado por monseñor Schneider.
***
LA MISIÓN FUNDAMENTAL DE LA IGLESIA:
PROCLAMAR LA VERDAD
Reverndísimo
Athanasius Schneider
Obispo
auxiliar de María Santísima de Astaná, Kazajistán
Entrega
del galardón Regina Sacratissimi Rosarii por la Society of Saint Dominic
Winnipeg,
30 de mayo de 2018
Este año está señalado por el memorable cincuentenario de la publicación
de la encíclica Humanae vitae, en la que el beato Pablo VI confirmó las
enseñanzas del Magisterio constante de la Iglesia sobre la transmisión de la
vida humana. Es una oportunidad propicia para honrar la memoria de dicha
encíclica y su perenne importancia. Nos encontramos en el mismo edificio en que
hace cincuenta años la Conferencia Episcopal del Canadá promulgó la Declaración
de Winnipeg, que en esencia disentía de las enseñanzas de la mencionada
encíclica. Por tanto, nos será de provecho a todos recordar tan imperecedera
enseñanza según podemos aprenderla en Humanae
vitae y en los documentos de
otros romanos pontífices.
En su profética e histórica encíclica Humanae
vitae, Pablo VI afirmó este deber fundamental de la
Iglesia docente: «La Iglesia, al exigir que los
hombres observen las normas de la ley natural interpretada por su constante
doctrina, enseña que cualquier acto matrimonial debe quedar abierto a la
transmisión de la vida» (nº11).
Testigo destacado de la enseñanza constante e inmutable de la Iglesia en
el tema de la procreación humana es Pío XI, que enseñó lo siguiente:
«Ninguna dificultad puede presentarse que valga para
derogar la obligación impuesta por los mandamientos de Dios, los cuales
prohíben todas las acciones que son malas por su íntima naturaleza;
cualesquiera que sean las circunstancias, pueden siempre los esposos,
robustecidos por la gracia divina, desempeñar sus deberes con fidelidad y
conservar la castidad limpia de mancha tan vergonzosa, pues está firme la
verdad de la doctrina cristiana, expresada por el magisterio del Concilio
Tridentino: “Nadie debe emplear aquella frase temeraria y por los Padres anatematizada
de que los preceptos de Dios son imposibles de cumplir al hombre redimido. Dios
no manda imposibles, sino que con sus preceptos te amonesta a que hagas cuanto
puedas y pidas lo que no puedas, y Él te dará su ayuda para que puedas”
(Concilio de Trento, sec. VI, cap. 11)» (Casti
connubii, 22).
Juan Pablo II reiteró enérgicamente y sin ambigüedades la enseñanza
constante e inmutable de siempre:
«No puede hacer
contradicción verdadera entre las leyes divinas de la transmisión obligatoria
de la vida y del fomento del genuino amor conyugal» (Gaudium et Spes, 51). «Hablar de un conflicto de
valores o de bienes y de la consecuente necesidad de contrarrestarlos
escogiendo uno y desechando otro no es moralmente correcto, y sólo sirve para
generar confusión en la conciencia de los esposos. La gracia de Cristo les da
la capacidad para cumplir verdaderamente la plena verdad de su amor conyugal.
La primera dificultad, y en cierta forma la más grave, es que también en la
comunidad cristiana se alzan voces que ponen en tela de juicio la verdad de la
enseñanza de la Iglesia. Muchos creen que la doctrina cristiana, aunque cierta,
no es en realidad factible, al menos en determinadas circunstancias. Como ha
enseñado siempre la Tradición de la Iglesia, Dios no pide imposibles, sino que
todo mandamiento conlleva un don de gracia que asiste a la libertad humana en
su cumplimiento. Pero hace falta constante oración, uso frecuente de los
sacramentos y practicar la castidad conyugal. Hoy más que nunca, el hombre
empieza a sentir la necesidad de la verdad y de la justa razón en su diaria
experiencia. Estad siempre listos para proclamar sin ambigüedades la verdad
sobre el bien y el mal con respecto al hombre y a la familia» (Discurso a los participantes en una reunión de estudio sobre la
procreación responsable).
«Pensar que pueda haber situaciones en las que no
sea factible a los esposos ser fieles a todas las exigencias de la verdad del
amor conyugal equivale a olvidar este derramamiento de la gracia que
caracteriza la Nueva Alianza: la gracia del Espíritu Santo hace posible lo que
no es posible para el hombre abandonado a sus propias fuerzas. Es necesario,
pues, sostener a los esposos en su vida espiritual, invitarlos a recurrir con
frecuencia a los sacramentos de la Confesión y la Eucaristía con vistas a un
continuo retorno, una conversión permanente a la verdad de su amor
conyugal» (Discurso a los sacerdotes
participantes en un seminario de estudio sobre la procreación responsable).
Benedicto XVI enseñó sobre el valor perenne y el sentido inmutable
de Humanae vitae:
[Humanae vitae] «reafirma la continuidad de la doctrina y la Tradición de
la Iglesia (…) Esa doctrina no sólo sigue manifestando su verdad; también
revela la clarividencia con la que se afrontó el problema. De hecho, el amor
conyugal se describe dentro de un proceso global que no se detiene en la
división entre alma y cuerpo ni depende sólo del sentimiento, a menudo fugaz y
precario, sino que implica la unidad de la persona y la total participación de
los esposos que, en la acogida recíproca, se entregan a sí mismos. (…) ¿Cómo
podría ese amor permanecer cerrado al don de la vida? (…) Lo que era verdad
ayer, sigue siéndolo también hoy. La verdad expresada en la Humanae vitae no
cambia» (Discurso a los participantes en un congreso
internacional sobre la actualidad de la Humanae vitae, 10 de
mayo de 2008).
La
Iglesia tiene que cumplir su misión fundamental de proclamar la verdad,
teniendo presente que siempre será perseguida. El beato John Henry Newman nos
dejó estás clarividentes reflexiones:
«Estamos tan acostumbrados a oír hablar de las persecuciones que ha
sufrido la Iglesia, tanto en el Nuevo Testamento como a lo largo de la historia
de la Cristiandad, que no tiene nada de extraño que hayamos acabado por
entenderlas como algo maquinal, hablamos de ellas sin entender lo que decimos,
y no obtenemos el menor beneficio práctico. Mucho menos probable será que las
entendamos en su verdadero sentido, como un sello característico de la Iglesia
de Cristo. Ciertamente no son el destino irremediable de la Iglesia, pero al
menos son una de las señas identificadoras, de modo que, en conjunto,
observando la Historia, se podría considerar la persecución como uno de los rasgos
que nos permiten reconocer a la Iglesia. Nuestro Señor da a entender lo
apropiada y natural que es la persecución para la Iglesia, al situarla entre
las Bienaventuranzas: “Bienaventurados los que
padecen persecución por causa de la justicia, porque suyo es el Reino de los
Cielos”. Le otorga la misma consideración y honor entre las gracias
evangélicas que tiene el sábado entre los Diez Mandamientos. Quiero decir que
es una especie de señal que distingue a los que siguen a Cristo, y como tal, es
incluida en el código moral aunque en sí sea algo externo.
»Se diría que nos lo muestra de otra manera, es decir, nos indica la
realidad de que la Iglesia nace y culmina en la persecución. La dejó en medio
de la persecución, y la encontrará padeciendo persecución. La reconocerá como
propia –Él la creó, y la reclamará–, como una Iglesia perseguida que porta su
Cruz. Esta tremenda reliquia que le dejó, y que al volver encontrará en
posesión de ella, no se puede perder en ningún momento.
»(…) A fin de cuentas, no será quizás
una persecución cruenta y mortal, sino a base de destreza y sutileza. No
llena de milagros, sino de maravillas y portentos de capacidad humana, logros
humanos en manos del Diablo. Es posible que Satanás empuñe las más peligrosas
armas del engaño –que se camufle–, que intente seducirnos con pequeñeces, y que
así no de una vez sino poco a poco aparte a los cristianos de las posiciones
que ocupan. Sabemos que en los últimos siglos ha hecho bastante en este
sentido. Tiene por norma dividirnos, causar escisiones, para que nos vayamos
saliendo gradualmente de la fortaleza. Si tiene que haber persecución, tal vez
sea entonces. Quizás, cuando en todos los rincones de la Cristiandad estemos
tan divididos y reducidos, plagados de cismas, al borde de la herejía. Cuando
nos hayamos arrojado sobre el mundo y dependamos de él para nuestra protección,
habiendo rendido la independencia y nuestras fuerzas, podrá lanzarse contra
nosotros con toda su furia en la medida en que Dios se lo permita» (Conferencia
nº4. La persecución del Anticristo, predicada por John Henry Newman en Sermones de Adviento, 1835.)
Estas
reflexiones del beato Newman quedan magníficamente ilustradas por el siguiente
pasaje de una carta del obispo Horsley:
«La Iglesia militante de Dios
quedará seriamente mermada, como bien podemos suponer, en tiempos del
Anticristo, por la defección declarada de las potencias del mundo. Esta
apostasía se iniciará como una indiferencia profesada a toda forma particular
de cristianismo, so pretexto de tolerancia universal. Esa tolerancia no
procederá de una actitud de auténtica caridad y paciencia, sino de un proyecto
de socavación de la cristiandad mediante la promoción y el fomento de las
sectas. La supuesta tolerancia irá mucho más allá de una simple tolerancia, incluso
para con las diversas sectas cristianas. Los gobiernos afectarán indiferencia a
todas ellas y no otorgarán preferencia a ninguna. Se dejarán de lado
todas las instituciones. Empezando por tolerar las más perniciosas
herejías, se procederá a tolerar la religión mahometana, el ateísmo, y así
hasta llegar a una persecución indudable de la verdad cristiana. En esos
tiempos el templo de Dios quedará reducido prácticamente al santuario, es
decir, al exiguo número de verdaderos cristianos que adoran al Padre en
espíritu y en verdad y se guían exclusivamente por la palabra de Dios para
regir su vida, su culto y toda su conducta. Todos los cristianos nominales
abandonarán la profesión de la verdad cuando la abandonen las autoridades del
mundo. Entiendo que este trágico acontecimiento por la orden dada a San Juan de
medir el Templo y el Altar excluyendo el atrio exterior (las iglesias
nacionales), que serán holladas por los gentiles. Las propiedades del clero
serán saqueadas, y el culto público vilipendiado por los que abandonaron de la
Fe que un día profesaron, que no se llamarán apóstatas porque nunca se tomaron
en serio su profesión de fe. Se limitaron a cumplir las formalidades y ejercer
la autoridad. Desde un principio siempre fueron lo que hoy parecen ser, gentiles.
Cuando venga esta deserción masiva de la Fe comenzará el ministerio de los
testigos vestidos de saco (…) Se habrá perdido todo el esplendor en el
aspecto externo de sus iglesias. No contarán con el respaldo de las
autoridades, no tendrán honra, ni emolumentos ni inmunidad ni autoridad; sólo
aquello que ninguna autoridad humana les podrá arrebatar, lo recibido de Dios,
que les mandó ser sus testigos. (Brithish Magazine,
mayo de 1834)
El beato
John Henry Newman se dio cuenta del grave peligro que traería en tiempos
futuros la plaga de infidelidad y descreimiento. En un sermón de 1873 dijo:
«En su origen, el cristianismo es suprahumano; es diferente de cualquier
otra religión. Del mismo modo que el hombre se distingue de los cuadrúpedos,
aves y reptiles, también el cristianismo se diferencia de las supersticiones,
herejías y filosofías que lo rodean. Tiene una teología y una ética propias.
Ésa es su idea indestructible. ¿Cómo podemos salvaguardar y perpetuar en el
mundo este regalo del Cielo? ¿Cómo podremos guardar para el pueblo cristiano
este don tan especial y tan divino, que tan fácilmente pasa inadvertido o se
pierde en medio de las imponentes falsedades que atestan el mundo?
»Todas las épocas tienen sus propias tribulaciones que otras no han
conocido. Admito que en otras épocas concretas ha habido peligros especiales
para los cristianos que no nos acechan hoy. Es indudable, pero aun así, me
parece que las pruebas a las que nos enfrentamos horrorizarían y volverían
locos a corazones tan valerosos como San Atanasio, San Gregorio I o San
Gregorio VII. Reconocerían que por muy siniestro que fuera el panorama en su
tiempo para cada uno de ellos, el nuestro tiene un carácter tenebroso muy diferente
a todo lo anterior.
»El peligro particular de los tiempos que nos aguardan está en la
propagación de la epidemia de infidelidad que los Apóstoles y el propio Señor
predijeron que sería el más grave azote en los últimos tiempos de la Iglesia.
Al menos una sombra, una imagen típica del final de los tiempos está
envolviendo al mundo. Lejos de mí la osadía de afirmar que estamos en los
tiempos finales, pero quiero decir que tiene la prerrogativa de parecerse a esa
época más terrible de la que se afirma que hasta los elegidos correrán peligro
de apostatar.
»La mejor arma (aparte de una vida
virtuosa) en la controversia es un conocimiento sensato, preciso y completo de
la teología católica. Sin saberlo, cualquier niño bien instruido en el
Catecismo es un verdadero misionero. ¿A qué se debe esto? A que el mundo rebosa
de duda e incertidumbre, de doctrinas incoherentes. Y por el contrario, una
idea clara y coherente de la verdad revelada no se encuentra fuera de la
Iglesia Católica. La coherencia plena es un argumento convincente de la
veracidad de un sistema. Es indudable que si es incoherente no es cierto»
(Sermón nº 9, La infidelidad del futuro, alocución
inaugural en el Seminario de St. Bernard, 2 de octubre de 1873).
Ya en
1938, Hillaire Belloch hizo un análisis casi profético situación que encara
actualmente el cristianismo, en particular la Iglesia Católica, y en la que su
misión de proclamar la verdad deja entrever su capital importancia:
«El ataque modernista es
un asalto a gran escala a los cimientos de la Fe, a la existencia misma de la
Fe. En este momento el adversario avanza hacia nosotros cada vez más consciente
de que la neutralidad es impensable. Las fuerzas que se enfrentan a la Fe
tienen pensado acabar con ella. A partir de este momento la batalla se libra en
una línea divisoria claramente determinada de la que depende
la supervivencia o la desaparición de la Iglesia Católica. Toda ella; no una
mera parte de su filosofía. Sabemos, naturalmente, que la Iglesia Católica no
puede desaparecer. (…) La verdad se hace cada día más patente, hasta el punto
de que de aquí a unos años será algo universalmente reconocido. No cuelgo el
rótulo de Anticristo al ataque
modernista, porque de momento parecerá una exageración. Pero el nombre es lo de
menos. Lo llamemos ataque modernista o anticristo es
una misma cosa. En este momento está claramente en cuestión la conservación de
la moral, tradición y autoridad católicas por un lado, y el empeño de acabar
con ellas por parte del otro bando. El ataque modernista no nos tolera.
Intentará acabar con nosotros. Tampoco nosotros podemos tolerarlo. (…) A ese
gran ataque modernista (que es más que una herejía) le da igual ser
contradictorio. Se limita a afirmarse. Arremete como un animal, confiado en su
fuerza. Ciertamente se podría decir de pasada que ésa puede ser la causa de su
derrota al final; porque hasta ahora la razón siempre ha vencido a sus
adversarios. Y mediante la razón el hombre domina a la bestia. (…) El ataque
modernista a la Iglesia Católica, el más universal de los que ella ha sufrido
desde su fundación, ha avanzado a tal extremo que ha dado lugar a unas
convenciones sociales, intelectuales y morales que, combinadas, le dan una
apariencia de religión. Pero hoy en día la razón es universalmente condenada. El
método tradicional de persuadirse mediante argumentos y pruebas es sustituido
por afirmaciones reiteradas. Casi todas las expresiones en que se gloriaba la
razón están envueltas en un halo de desprecio. No hay más que ver lo que ha
pasado con las palabras lógica o controversia. Expresiones tan usuales como “los argumentos nunca han convencido a nadie”, o “todo es demostrable”, o “será
muy lógico, pero en la práctica es muy diferente”. El habla de los
hombres se está saturando por doquier de expresiones que denotan desprecio por
el uso de la inteligencia. (…) Una vez destronada la razón, no sólo se destrona
también la Fe (ambas subversiones van paralelas), sino también toda actividad
moral legítima del alma humana. No hay Dios. Decir entonces “Dios es la Verdad”, que en la mentalidad de la
Europa cristiana constituía un postulado en todo lo que hacía, deja de tener
sentido. Nadie puede analizar la autoridad legítima para gobernar ni fijarle
límites. En ausencia de la razón, la autoridad política que se apoya en la mera
fuerza no tiene límites. La razón pasa a ser víctima, ya que lo que está
destruyendo el ataque modernista con su falsa religión de humanidad es la
propia Humanidad. La razón es corona del hombre, y al mismo tiempo lo que lo
caracteriza; los anarquistas se enfrentan a la razón, que es su mayor enemigo.
(…) Los que tenemos la fe nos convertiremos en una isla descuidada y perseguida
en medio de los hombres, o podremos lanzar al final de la contienda el
tradicional grito de batalla de Christus imperat! Hay una última y tal vez decisiva
consideración: aunque la fuerza social del catolicismo, sin duda en lo que se
refiere a números, y también en casi todos los demás factores, está en declive
por todo el mundo, el enfrentamiento entre el cristianismo y el nuevo paganismo
(la destrucción de toda tradición, la ruptura con el legado que hemos recibido)
está claramente definida (Las
grandes herejías.)
Al
arzobispo Fulton Sheen le debemos esta notable afirmación:
«Si no fuera católico y tuviera
que buscar la Iglesia verdadera en el mundo actual, buscaría la iglesia que no
se llevara bien con el mundo; es decir, aquella iglesia a la que el mundo
odiase. Lo haría porque, si Cristo está en alguna de las iglesias actuales, sin
lugar a dudas lo odiarán tanto como lo odiaban cuando estaba encarnado sobre la
Tierra. Quien quiera encontrar a Cristo hoy, que busque la iglesia que no se
lleva bien con el mundo. Que busque la Iglesia a la que odia el mundo, así como
el mundo odió a Cristo. Que busque la Iglesia que el mundo rechaza porque
afirma ser infalible, así como Pilato rechazó a Cristo porque se llamó a Sí
mismo la Verdad. Si la Iglesia gusta tan poco al espíritu del mundo, es que no
es de este mundo, y si no es de este mundo, es que es del otro. Por ser de otro
mundo, es infinitamente amada y odiada a la vez, como lo fe el propio Cristo» (Tomado de Radio Replies, vol.1,
p.9, Rumble & Carty, Tan Publishing, 2015).
Juan
Donoso Cortés, apologista español del siglo XIX, explicó con gran agudeza la
exclusiva misión que Dios ha encomendado a la Iglesia, y que la hace
indestructible:
«La Iglesia católica, considerada como institución religiosa, ha ejercido
la misma influencia en la sociedad que el catolicismo, considerado como
doctrina, en el mundo; la misma que Nuestro Señor Jesucristo en el hombre.
Consiste esto en que Nuestro Señor Jesucristo, su doctrina y su Iglesia no
son en realidad sino tres manifestaciones diferentes de una misma cosa;
conviene a saber: de la acción divina obrando sobrenatural y simultáneamente
en el hombre y en todas sus potencias, en la sociedad y en todas
sus instituciones. Nuestro Señor Jesucristo, el catolicismo y la Iglesia
católica son la misma palabra, la palabra de Dios resonando perpetuamente
en las alturas.
»Su doctrina es maravillosa y verdadera, porque es la enseñada por
el gran Maestro de toda verdad y el gran Hacedor de toda maravilla, y, sin
embargo, el mundo cursa estudios en la cátedra del error y pone un oído
atento a la elocuencia vana de impúdicos sofistas y de oscuros histriones.
Recibió de su divino Fundador la potestad de hacer milagros, y los hace,
siendo ella misma un milagro perpetuo; y, sin embargo, el mundo la llama
vana superstición y vergonzosa y es dada en espectáculo a los hombres y a
las gentes. Sus propios hijos, amados con tanto amor, ponen su mano
sacrílega en el rostro de su ternísima Madre, y abandonan el santo hogar
que protegió su infancia, y buscan en nueva familia y en nuevo hogar no sé
qué torpes delicias y qué impuros amores.
»Suprimid por un momento con la imaginación esa vida, esas verdades, esos
prodigios y esos invencibles testimonios, y habréis suprimido, de un solo golpe
y de una vez, todas sus tribulaciones, todas sus lágrimas, todos sus
infortunios y todos sus desamparos. En las verdades que proclama está el
misterio de su tribulación; en la fuerza sobrenatural que la asiste está el
misterio de su victoria; y esas dos cosas juntas explican a la vez sus
victorias y sus tribulaciones.
»Las instituciones antiguas y las modernas no son la expresión de dos sociedades
diferentes sino porque son la expresión de dos diferentes humanidades. Por eso,
cuando las sociedades católicas prevarican y caen, sucede qe luego al punto el
paganismo hace irrupción en ellas, y que las ideas, las costumbres, las
instituciones y las sociedades mismas tornan a ser paganas.
»La Iglesia obraba sobre la sociedad de una manera análoga a la de
los otros elementos políticos y sociales y, además, de una manera
exclusivamente propia. Considerada como una institución nacida del tiempo
y localizada en el espacio, su influencia era visible y limitada, como la
de las otras instituciones localizadas en el espacio, hijas del tiempo.
Considerada como una institución divina, tenía en sí una inmensa fuerza
sobrenatural, la cual, no sujetándose ni a las leyes del tiempo ni a las
del espacio, obraba sobre todo, y en todas partes a la vez, callada,
secretísima y sobrenaturalmente. Hasta tal punto es esto verdad, que en la
crítica confusión de todos los elementos sociales la Iglesia dio algo a todos
los demásde exclusivamente suyo, mientras que sólo ella, impenetrable a la
confusión, conservó siempre su identidad absoluta.
»Al ponerse en contacto con ella la sociedad romana, sin dejar de
ser romana como antes, fue algo que antes no había sido: fue católica. Los
pueblos germánicos, sin dejar de ser germánicos como antes, fueron algo
que antes no habían sido: fueron católicos. Las instituciones políticas y
sociales, sin perder la naturaleza que les era propia, tomaron una
naturaleza que les era extraña: la naturaleza católica.
»En el acervo común de la civilización europea, que como todas
las otras civilizaciones, y más que las otras civilizaciones, es unidad y
variedad a un tiempo mismo, todos los otros elementos combinados y juntos
le dieron lo que tiene de varia, mientras que la Iglesia por sí sola le
dio lo que tiene de una; y dándola lo que tiene de una, le dio lo que tiene de
esencial, le dio aquello de donde se toma lo que hay de más esencial en una
institución, que es su nombre. La civilización europea no se llamó germánica,
ni romana, ni absolutista, ni feudal; se llamó y se llama la civilización
católica.
»Ese algo divino, sobrenatural,
e impalpable es lo que la ha sujetado el mundo, lo que ha derribado a sus
pies los obstáculos más invencibles, lo que la han avasallado las
inteligencias rebeldes y los corazones soberbios, lo que la ha levantado
sobre las vicisitudes humanas, lo que ha asegurado su imperio sobre las
tribus de las gentes. Ninguno que no tenga en cuenta su virtud
sobrenatural y divina comprenderá jamás su influencia, ni sus victorias,
ni sus tribulaciones». (Juan Donoso Cortés, Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo).
«El verdadero progreso consiste en
someter el elemento humano que corrompe la libertad al elemento divino que la
purifica. La sociedad ha seguido un camino diferente considerando muerto al
imperio de la fe. Y al proclamar el imperio de la razón y de la voluntad humana
ha hecho malo lo que sólo era relativo, contingente y excepcional, absoluto,
universal y necesario. Este periodo de rápida regresión se inició en Europa con
la recuperación de la literatura pagana, que a su vez trajo sucesivamente la
restauración de la filosofía pagana, el paganismo religioso y el paganismo
político. En la actualidad el mundo está al borde de la última de dichas
restauraciones: la del socialismo pagano» (Carta a Montalembert de 4 de junio
de 1849, citada por Jean Joseph Gaume en Paganism in Education, Londres,
Charles Dolman, 1862)
«Síguese de aquí que sólo la
Iglesia tiene el derecho de afirmar y de negar, y que no hay derecho fuera de
ella para afirmar lo que ella niega, para negar lo que ella afirma. El día en
que la sociedad, poniendo en olvido sus decisiones doctrinales, ha preguntado
qué cosa es la verdad, qué cosa es el error, a la prensa y a la tribuna, a los
periodistas y a las asambleas, en ese día el error y la verdad se han
confundido en todos los entendimientos, la sociedad ha entrado en la región de
las sombras, y ha caído bajo el imperio de las ficciones» (Juan Donoso Cortés, Ensayo
sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo).
«La intolerancia doctrinal de la
Iglesia ha salvado el mundo del caos. Su intolerancia doctrinal ha puesto fuera
de cuestión la verdad política, la verdad doméstica, la verdad social y la
verdad religiosa; verdades primitivas y santas, que no están sujetas a
discusión, porque son el fundamento de todas las discusiones; verdades que no
pueden ponerse en duda un momento, sin que en ese momento mismo el
entendimiento oscile, perdido entre la verdad y el error, y se oscurezca y
enturbie el clarísimo espejo de la razón humana.» (Íbid.)
San Pío X
expresó con mucho realismo la necesidad que tiene la Iglesia de los tiempos
modernos de resistir a los falsos profetas:
«El enemigo implacable de la
humanidad nunca duerme. Dependiendo de las circunstancias y de los
acontecimientos, cambia por táctica el lenguaje, pero en todo momento está
listo para combatir. Es más, cuanto más el error, perseguido por la verdad,
esté condenado a ocultarse, más serán de temer las peligrosas acechanzas tras
las cuales no vacila en recomponer sus mortíferas unidades de artillería. Por
consiguiente, jamás debemos dejarnos engañar por una falsa sensación de
seguridad. De lo contrario se nos podrán aplicar las condenaciones promulgadas
contra los falsos profetas que anunciaban paz cuando no la había y cantaban
victoria cuando todo nos convocaba a la batalla. Se hace, pues, necesario en
todo momento, y más aún en los tiempos que vivimos, en los que está en marcha
una poderosa conspiración que apunta directamente a Nuestro Señor Jesucristo y
su religión sobrenatural revelada, denunciar a los falsos maestros del pueblo
que llaman al mal bien y al bien mal, sustituyen la luz por las tinieblas y las
tinieblas por la luz y seducen a numerosas inteligencias que se dejan arrastrar
por cualquier viento de doctrina. Creemos, pues, que ha llegado el momento de
hablar» (Archivo Secreto Vaticano, Epistolae ad principes. Positiones et minutuae 157,
1907/1908, fascículo 35.)
(Traducido por
Bruno de la Inmaculada. Artículo original)
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