Se cumple este año
el bicentenario de la publicación de Frankenstein,
la célebre obra Mary Shelley,
una novela de la que había visto varias adaptaciones cinematográficas pero que
no había leído en su versión original. Así que decidí colmar esa laguna e
hincarle el diente.
Quizás sea el problema con
este tipo de obras, sobre las que casi lo sabemos todo antes de leerlas, pero
he de confesar que no ha respondido a las expectativas que había puesto en
ella. Su gran acierto es la figura del monstruo (y sus conversaciones con su
creador), la idea del hombre, aprendiz de brujo, creando una vida que se le va
de las manos, incapaz de asumir (y de amar) a su creación. Pero también me ha
llamado la atención lo antigua que se ve la obra: hija del Romanticismo,
engolada en ocasiones hasta el tedio, inverosímil, previsible, repleta de
tópicos… sus momentos de genio no pueden ocultar que ha envejecido mal.
Y sin embargo creo que vale la
pena rescatar cómo trata Shelley el
tema de la maternidad. La propia Shelley había perdido a su madre, Mary Wollstonecraft, cuando ésta murió
a raíz de complicaciones tras el parto y nunca la llegó a conocer. En
Frankenstein la ausencia de la madre
sobrevuela la obra y sus consecuencias son desastrosas.
Empezando por el propio
monstruo, creado por el joven Víctor Frankenstein, a quien puede considerar su “padre”, pero que carece de “madre”. De hecho, el propio Víctor afirma que “ningún padre puede pretender la gratitud de su hijo
de modo tan completo”: en
ausencia de madre, toda la responsabilidad sobre el nuevo ser es suya.
Pero esta ausencia de madre no
se limita al monstruo: la madre de Víctor Frankenstein es huérfana y muere
pronto de resultas de la escarlatina contraída cuando cuidaba a la “prima” y futura esposa de Víctor, Elizabeth.
Justine, la chica acogida por la familia y condenada injustamente a muerte por
el asesinato del hermano menor de Víctor, también ha perdido a su madre a una
tierna edad. Sobre todos los personajes
se cierne esta especie de maldición de la ausencia de una madre.
Volviendo al procedimiento
empleado por Víctor Frankenstein para crear a su monstruo, podemos decir que ha conseguido un nuevo modo de crear vida que
prescinde de la necesidad de la concepción, del embarazo y del dar a luz, y en
consecuencia, que ya no necesita a una madre. ¡Qué
actual suena!
Y sin embargo, aunque
técnicamente Víctor triunfa, su
criatura es su gran fracaso. Un fracaso que está estrechamente vinculado
a la ausencia de esa madre cuyo cariño suplica el monstruo. Ausente el instinto
maternal ante una creación que nunca ha sido parte de él mismo, Víctor huye ante la visión horrorosa de su
criatura y pretende encontrar la libertad cortando todo lazo con ella.
La procreación ya no es algo natural, sino un proceso tecnológico que descarta
la maternidad y la sacralidad de la vida como vestigios superados del pasado. Sin el elemento femenino, maternal, la
creación de nueva vida se convierte en un acto de dominio sobre la naturaleza.
En tiempos en los que se nos
quiere convencer de que padre y madre son figuras intercambiables o incluso
obsoletas, Frankenstein nos recuerda
los devastadores efectos de eliminar la figura de la madre, aquella que
ama a la criatura que ha llevado en sus entrañas incondicionalmente, sin
necesidad de que responda a sus expectativas (exactamente lo contrario de lo
que le sucede a Víctor). Y nos advierte también de las consecuencias no
deseadas de desacralizar la procreación y asimilarla a un procedimiento técnico
más. En esto radica la fuerza, doscientos años después, de la precoz novela de
Mary Shelley.
Jorge Soley
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