El esfuerzo serio
por valorar positivamente estas decisiones de la Iglesia, forma parte del
comportamiento que un católico debe adoptar en su relación con Ella, y por
tanto hemos de tomarnos muy en serio lo que nos diga el magisterio eclesiástico.
La preocupación por la unión
de los discípulos de Cristo la encontramos varias veces reflejada en el Nuevo
Testamento. Así en Mc 5,24 leemos: «Un reino dividido internamente no puede subsistir,
una familia dividida no puede subsistir». En la Última Cena, en el
capítulo 17 de San Juan encontramos varias alusiones a lo mismo: «Padre santo, guárdalos en tu nombre, a los que me has
dado, para que sean uno, como nosotros» (v. 11); «para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos
también sean uno en nosotros» (v.21); «para
que sean uno, como nosotros somos uno; yo en ellos, y tú en mí, para que sean
completamente uno» (vv. 22-23). Y San Pablo en 1 Cor 3,3 dice: «Pues si uno dice ‘yo soy de Pablo’ y otro ‘yo de Apolo’,
¿no os comportáis de modo humano?».
A San Agustín se le atribuye
una frase que refleja cuál debe ser el espíritu cristiano: «en las cosas
necesarias unidad, en las dudosas libertad y en todas caridad».
Y sin embargo es cierto que en
la actualidad en muchos fieles hay una gran desorientación, que lleva a menudo
tener una Religión a la carta que tiene poco o nada que ver con la Iglesia de
Jesucristo. No hace mucho, una persona me expresaba sus dudas sobre la virginidad
de María, la existencia de los demonios y el infierno, verdades de fe que
encontramos explícitamente en el Nuevo Testamento. Ante todo hemos de recordar
que «Cristo, que es la Verdad (Jn 14,6), quiso conferir a su Iglesia una participación en su propia
infalibilidad» (Catecismo de la Iglesia Católica nº 889). «Ésta se extiende a todo el depósito de la Revelación
divina; se extiende también a todos los elementos de doctrina, comprendida la
moral, sin los cuales las verdades salvíficas de la fe no pueden ser
salvaguardadas, expuestas u observadas» (CEC nº 2035). La infalibilidad,
que supone la ausencia de error, hace referencia a lo que llamamos dogmas, que son las verdades que
iluminan nuestro camino de fe y lo hacen seguro. «La
autoridad del Magisterio se extiende también a los preceptos específicos de la ley natural, porque su observancia,
exigida por el Creador, es necesaria para la salvación» (CEC nº 2036).
La ley de Dios, confiada a la Iglesia, es enseñada a los fieles como camino de
vida y verdad.
Pero junto a estos dogmas y
preceptos que son infalibles, hay muchas otras disposiciones, incluso la gran
mayoría, no revestidos de infalibilidad y que pueden tener un grado de
obligatoriedad muy diverso. Estas normas no se pueden admitir como seguras absolutamente,
pero tienen que ser respetadas aquí y ahora como criterios válidos de
actuación. Cualquier persona en su vida diaria es consciente de esta realidad,
que afecta también a la Iglesia, en cuanto que ésta, en su doctrina y vida
diaria, no puede situarse en la alternativa de tomar una decisión magisterial
taxativa o simplemente callarse. A fin de poder vivir la fe en la vida diaria,
la Iglesia está obligada, exponiéndose incluso al riesgo de equivocarse, a
impartir instrucciones magisteriales que poseen indudablemente un cierto grado
de obligatoriedad. De no ser así, la Iglesia no podría anunciar su fe como una
realidad determinante para la vida. La postura del fiel en este caso, es
semejante a la del paciente que va a una notabilidad médica, sabiendo que sus
posibilidades de acierto son muy grandes, pero que no puede excluir del todo la
posibilidad de error.
El esfuerzo serio por valorar
positivamente estas decisiones de la Iglesia, forma parte del comportamiento
que un católico debe adoptar en su relación con Ella, y por tanto hemos de
tomarnos muy en serio lo que nos diga el magisterio eclesiástico, que se basa,
no sólo en la fuerza objetiva de los argumentos que emplea, sino sobre todo en
la asistencia del Espíritu Santo o gracia de estado que posee la autoridad
eclesiástica y que nos obliga a tomárnoslo tanto más en serio, cuanto más
empeñada esté su autoridad p.ej. hay que tomarse más en serio una encíclica que
un sermón del Papa en una audiencia general. Si esto es válido para cualquier
católico, mucho más lo es para los sacerdotes, que cuando ejercemos como tales,
hemos de recordar que lo hacemos en nombre de la Iglesia y que los fieles no
nos preguntan: ¿Qué opina Vd. sobre esto?, sino ¿qué
dice la Iglesia? Y desde luego, es en el respeto y en la obediencia al
Magisterio, donde está la clave de la unión en la Iglesia Católica, porque
desde luego lo que no es la Iglesia es una jaula de grillos donde cada uno va
por libre y hace lo que quiere.
Pedro Trevijano
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