El lunes por la
mañana, al llegar a la oficina, Pepe llamó a unos cuantos compañeros,
diciéndoles:
—Venid, que os
cuento lo que me ha pasado este fin de semana.
—Cuenta, cuenta —respondieron ellos,
frotándose las manos, porque Pepe era conocido en la oficina por lo bien que
contaba historias.
—Pues resulta que el
sábado por la noche, volvía a casa en el coche a eso de las dos o las tres de
la madrugada con mi mujer, porque habíamos ido a una boda, y nos perdimos. Os
lo imagináis: noche cerrada, ni la más remota idea de dónde estábamos y
cruzando un vecindario malísimo, una especie de mezcla entre el Bronx y Corea
del Norte.
—Sí, pero ya sabéis
que siempre mantengo la calma pase lo que pase. Y eso que la cosa se puso fea,
porque, al girar por una esquina, vimos que la calle estaba bloqueada por un
coche en medio de la calzada y un tipo nos dio el alto.
—¡Vaya susto! Si
me pasa a mí, me muero —reconoció Martínez, que se asustaba de una mosca.
—Pegué un frenazo y
nos quedamos en el coche, mientras el tipo se acercaba. Era muy alto y tenía
cara de pocos amigos. Mi mujer estaba temblando, pero yo, tranquilo.
—¡Eres grande,
Pepe!
—Lo malo fue que,
cuando se acercó un poco más, vimos que el tío llevaba un pistolón como un
cañón de grande.
—¿Y no te
moriste ahí de miedo?
—Tampoco —siguió Pepe, quitándole
importancia a la cosa con un gesto—. Tranquilo, como siempre. El caso es que el hombre empezó a interrogarnos, con la mano
puesta en el pistolón.
—¿Y qué pasó? No
nos dejes con la intriga.
—Pues todo terminó
bien: fue muy amable, nos dijo que tuviéramos cuidado, nos dio indicaciones
para llegar a la autopista… y ni siquiera me puso una multa por llevar el carné
de conducir caducado. Ojalá los demás policías fueran igual de simpáticos.
El grupito se disolvió entre
risas, mientras multitud de bolas de papel golpeaban al contador de historias,
que se sentaba satisfecho en su mesa, con el deber cumplido.
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Dejemos a los oficinistas con
su trabajo y volvamos al tema del artículo, la frase “Dios
es amor”.
Dios no es amor. No propiamente. ¿Qué? Pero, pero, pero… si hace un par de semanas lo
escuchamos en la segunda lectura de la Misa. ¡Hasta sale en una canción: “Dios es amor, la biblia lo dice; Dios es amor, San Pablo
lo repite, tirurí, tirurá…”! Así que tiene que ser verdad.
Pues no es verdad. O, al
menos, se trata solo de media verdad.
Decir que Dios es amor es como una de las historias que cuenta Pepe: falta
información fundamental para entender lo principal de la cuestión. Es una media
verdad que oculta la otra media,
precisamente la mitad que más necesitamos escuchar, la que nuestra época
no entiende, ni sospecha ni quiere oír.
Lo cierto es que Dios es caridad. No cualquier amor, amor de caridad:
ὁ θεὸς ἀγάπη ἐστίν, dice el original griego. Deus caritas est, traduce
la Vulgata de San Jerónimo.
La distinción es fundamental,
porque el amor de caridad es el amor
sobrenatural, el revelado por Dios y que solo puede ser don suyo, el que
Cristo nos ha regalado y que es fruto de la gracia. Sin amor de caridad, el
cristianismo no tiene sentido, todas las religiones son iguales, la Encarnación
solo es un cuento y el mundo está perdido. Los demás amores están dañados por
el pecado, retorcidos por la concupiscencia, y necesitan ser redimidos,
transformados y sobrenaturalizados.
Por ejemplo, cuando nuestra
época habla de relaciones prematrimoniales, adulterio, parejas del mismo sexo,
anticonceptivos, eutanasia y todo lo demás, se siente deliciosamente sabia al
decir: “si se quieren,
está bien”, “mientras haya amor…” o “si eso es lo que les hace felices, será bueno".
De alguna forma, resuena en esas afirmaciones el eco lejano de las palabras de
San Agustín ("ama y haz lo que quieras")
y de San Ireneo ("la gloria de Dios es que el
hombre viva").
La distancia espiritual que
supone la apostasía, sin embargo, hace que ese eco esté distorsionado y el
mensaje original resulte irreconocible.
Tanto para San Agustín como para San Ireneo, la clave estaba en la caridad,
el amor de Dios revelado al hombre. Ama y haz lo que quieras, siempre que ese
amor sea verdadera caridad, porque la caridad ama los mandatos de Dios. Como
dijo San Pablo, la caridad es paciente, es
servicial: la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es
decorosa; no busca interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se
alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree.
Todo lo espera. Todo lo soporta.
Del mismo modo, la gloria de Dios es que el hombre viva, que sea feliz, pero
sabiendo que esa vida y esa felicidad son las que da la gracia de Dios, que es
la que crea en el hombre la auténtica caridad, más fuerte que la muerte.
El hombre moderno, en cambio,
dice “si se quieren, está bien", pero no entiende la desoladora realidad: que no se
quieren, que no es verdad que se quieran, que esos amores no son amor de
caridad. Ha renunciado a la luz de la fe y ya no se da cuenta de que en el
adulterio, las relaciones prematrimoniales, los anticonceptivos y todo lo demás
puede haber amores carnales, pero no amor de caridad, porque el amor de caridad
es fiel hasta la muerte, no soporta la injusticia, es fecundo y no estéril,
busca el verdadero bien del otro, lo respeta y venera como imagen del mismo
Dios, espera con paciencia, se deleita en la pureza, no miente, no se acaba
porque viene del cielo y da la vida por el que ama.
Del mismo modo, a ojos del
mundo moderno, la eutanasia parece un
bien, un acto de amor a uno mismo, porque ¿quién desea sufrir? ¿quién no
teme a la muerte? ¿quién no preferiría ahorrarse la enfermedad, la debilidad,
el sufrimiento y la agonía? Sin embargo, ese amor a uno mismo es mero amor animal, pues también los
animales aborrecen el sufrimiento, pero no es amor de caridad. La caridad no
teme el dolor, sino que lo transforma en fuente de vida eterna. Por eso la
Cruz, el estandarte de la auténtica caridad, es el único y eterno Sacrificio,
que hace sagrado (sacrum facit) el
dolor ofrecido a Dios para cumplir su voluntad. Por desgracia, el mundo apóstata,
que ha perdido la Misa y ya no entiende lo que es el sacrificio, huye
despavorido de la Cruz, sin darse cuenta de que ella es nuestra esperanza,
nuestra salvación y nuestra vida.
No podemos renunciar a
anunciar la entera verdad del Evangelio, que es el amor de caridad. Solo la
caridad salva, solo la caridad tiene sentido, solo la caridad es más fuerte que la muerte, solo la caridad
transforma los demás amores del hombre caído, solo la caridad es digna de fe y
hace firme nuestra esperanza. Y solo mirando la Cruz y al Corazón traspasado de
Cristo se puede entender lo que es la caridad.
Repitámoslo una y mil veces,
hasta que nos quedemos sin voz: Dios es amor… de caridad.
Bruno
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