Esa exclamación: “¡Qué bonita es nuestra religión!” la decía a cada
paso un compañero que vivía en el mismo pasillo del Colegio Mayor en el que yo
también residía durante mis estudios en Roma.
Cada vez que le oía decir eso
yo pensaba: “Esto es folclore”. Y lo pensaba
con un cierto desdén. “Bonito” se puede decir
de un coche, de unos zapatos, de una casa, que puede ser “bonita”, pero decir eso – que es “bonita” - de una religión, y no de una
cualquiera, sino de la nuestra, me parecía, sencillamente, una frivolidad.
Lo “bonito”
es lo lindo y agraciado. No es, simplemente, lo “bello”.
Lo bello es más universal y, muchas veces, más abstracto. Lo bonito es
menos pretencioso, pero más concreto, está más a nuestro alcance.
Ahora, que ya soy mucho más
mayor de lo que era, lo empiezo a ver de otro modo. Para muchas personas lo “bonito” puede ser un primer escalón para
descubrir lo “bello”. Y lo bello puede ser –
esa potencialidad la tiene – un medio para llegar a lo bueno y a lo verdadero.
La Semana Santa en muchas de
sus expresiones populares es bonita. Yo diría que es hasta bella. Pero, si se
profundiza un poco más, se verá que la Semana Santa – incluso en sus exponentes
más folclóricos – es más que folclore. Es un medio – muy vinculado a la
sensibilidad – gracias al cual se sigue transmitiendo y anunciando la fe.
Popularmente, la Semana Santa
es equivalente, sobre todo, a las procesiones. En mi pequeño país, Galicia,
tienen, las procesiones, relieve en Ferrol, en Viveiro y en algunos otros
lugares. Yo no he percibido muchas veces, de modo directo, ese fervor procesional.
Lo más cerca que he estado de ello ha sido en Tui y en Cangas de Morrazo. Y las
procesiones de uno y otro lugar me han parecido muestras importantes de la
piedad y de la cultura popular.
Si se escucha el mensaje de
las procesiones, hay que reconocer su inmenso valor. Yo veo en toda esta
representación dramática del misterio Pascual de Cristo, una obra de arte.
Pero, también, una forma de expresar de modo sensible la fe. Kant decía que el
arte era como la expresión fenoménica del reino “nouménico”
– oculto - del valor. Lo invisible, según Kant, se expresa, en el arte,
en lo sensible.
Para un cristiano, sucede algo
similar. Lo divino se expresa en lo humano, el todo en el fragmento… Pero esa
es la lógica – y la gramática – de la Encarnación y de la revelación. Dios se
sirve de lo humano, hace propio lo humano, para llegar a los hombres.
Hasta en el plano puramente
externo la Semana Santa - considerando solo lo que se ve, que los medievales
llamarían el “signum tantum” - , es mucho
más que “rito del duelo”. Algunos se empeñan
en ver en la Cruz lo que está ya no es: Ya no es un medio de tortura y de
muerte. Estaríamos locos los cristianos si glorificásemos, sin más, un
patíbulo. O la tortura. O el dolor. O la muerte.
Quien vea solo esto en las
procesiones del Crucificado está algo corto de vista. La Cruz es la cruz y
ya no lo es. Ya no es la tortura, sino que es la señal de un amor, de un
compromiso que no retrocede, ni ante la amenaza de la tortura y de la muerte,
pero no para engrandecer estas realidades horribles, sino para superarlas,
asumiéndolas.
El amor “hasta el final” no sale gratis. Cuesta, a veces,
la vida. A Cristo le costó la vida. Pero, viendo la Semana Santa en su
expresión exterior, hay muchos pasos y tronos del Resucitado. Ni siquiera en
ese plano, más visual, la Semana Santa se acaba en la muerte. No ver esto es no
querer verlo.
El puro signo remite a la pura
realidad. Lo que es solo signo remite a lo que es sola realidad. En el fondo,
la Semana Santa apunta a algo muy real, a lo más real de todo: Dios es más
fuerte que la muerte. El amor de Dios es más fuerte que la muerte. Donde todo,
humanamente, fracasa, surge, de modo nuevo, la iniciativa de Dios, la
Resurrección. Este mensaje de “pura realidad”, “res
tantum” –, que dirían los medievales – es el mensaje importante.
Pero entre la superficialidad
aparente de lo “bonito”, de las procesiones
de la Semana Santa, y la radical verdad de lo “verdadero”:
“Dios vence a la muerte”, se establece como mediación, muy necesaria,
muy querida por Dios, ya que Él la ha elegido, la sacramentalidad de lo
cristiano, el campo de la “res et sacramentum”, en
un mundo religioso que remite a la Encarnación de Cristo, a su Pasión, a su
Muerte, a su Resurrección.
El Cristianismo no es folclore
externo, ni es un mensaje esotérico. Es carne y espíritu, es Dios y hombre, es
mundo y eternidad.
Es un poco reductivo decir que
nuestra religión es “solo” bonita. Es peor
decir que no tiene nada que ver con la belleza, con los sentidos, con la carne
y la sangre. Con la Pasión y con la Muerte, vencidas, sin prescindir de ellas,
por la gloria de la Pascua, por la belleza del Resucitado.
Me gusta pensar en ello, en
los vínculos entre Dios y la sensibilidad, entre la fe y los sentidos, entre el
Verbo y la carne. Entre la fe y los sacramentos
Ahí radica lo esencial –
concreto – de lo cristiano.
Guillermo Juan
Morado.
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