Hablar de resistencia en la Historia y la doctrina de la Iglesia no
significa en modo alguno hacer apología de la desobediencia y la rebelión. Todo
lo contrario; voy a hacer apología de la obediencia. La virtud de la
obediencia, no de la desobediencia, autoriza a la resistencia católica frente a
las autoridades familiares, políticas y religiosas cuando éstas infringen la
ley divina y natural.
LA VIRTUD MORAL DE LA OBEDIENCIA
Cuando se
habla de obediencia, se suele pensar en el voto que hacen los religiosos. Es el
voto más difícil de observar, y por tanto el más perfecto de los tres, ya que
sacrifica lo más importante: la propia voluntad. Pero antes que un voto, la
obediencia es una virtud moral. Santo Tomás define la obediencia como la virtud
moral que prepara la voluntad para cumplir los preceptos ordenados por los
superiores. Al obedecer a los superiores legítimos obedecemos a Dios, porque
toda potestad procede de Él (Rom. 13,1). Así pues, la obediencia, como todas
las virtudes, tiene un fundamento divino y no humano.
La virtud
moral de la obediencia proviene del Decálogo. El cuarto mandamiento nos manda:
honrarás a tu padre y a tu madre. Es en la familia donde el ser humano aprende
el valor de la obediencia. El cuarto mandamiento incluye el deber de obedecer,
no sólo a los progenitores, sino a toda autoridad, en tanto que expresión de la
Voluntad de Dios, la cual, como explica Santo Tomás, es la primera regla de
orden para todas las voluntades creadas.
Este
mandamiento, que exige obedecer a las autoridades y las leyes legítimas, como
formulación que son de la ley natural, es tan universal y absoluto como el
quinto mandamiento que prohíbe matar y el sexto que proscribe los actos
impuros.
Pero la
obediencia tiene también un cimiento sobrenatural y es la regla de vida
espiritual para todo cristiano.
Dice San
Pablo que Jesucristo «fue obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Fil.
2,8). Los santos, imitando el ejemplo del Divino Maestro en el respeto de la
ley divina, no se limitaron a obedecer a las autoridades; procuraron obedecer
la voluntad ajena renunciando a la propia. Bienaventurado el que no hace nunca
su propia voluntad, sino siempre y sin excepción la de otros, ya sean sus
padres, sus superiores, su marido o su mujer, e incluso el prójimo con el que
nos encontramos y a quien debemos amar como a nosotros mismos, según una ley de
la caridad que define el propio Santo Tomás en la Suma.
Lo
contrario de la obediencia es la afirmación desordenada del yo, el egoísmo, el
interés por uno mismo y la propia voluntad, que conduce al pecado. El pecado siempre
es, por encima de todo, una desobediencia. Por eso dice San Pablo que «por la
desobediencia de un solo hombre los muchos fueron constituidos pecadores» (Rom.
5,19). La sociedad cristiana es una sociedad reglada por la obediencia y
vivificada por el amor a Dios y al prójimo.
¿ESTÁN OBLIGADOS LOS SÚBDITOS A
OBEDECER EN TODO A SUS SUPERIORES?
El
principio por el cual a los superiores se les debe obediencia porque
representan la autoridad misma de Dios tiene unas repercusiones importantes.
Nuestros superiores en el orden familiar, político y eclesiástico representan
la autoridad en tanto que respetan y hacen respetar la ley divina. La ley
divina no es tal porque la imponga un superior, sino porque se cimenta en sí
misma, o sea, en su autoría divina. Dice San Pablo que quien ejerce la
autoridad «es ministro de Dios para hacer el bien» (Rom.
13,4). Ahora bien, el amor a la voluntad de Dios nos puede impulsar a rechazar
las autoridades y leyes que rechazan a Dios y que, al rechazarlo, perjudican la
gloria de Él y ponen en peligro las almas.
Por eso,
cuando Santo Tomás plantea la cuestión de si están obligados los súbditos a
obedecer en todo a sus superiores la respuesta es negativa.
Según
explica el Doctor Angélico, los motivos por los que un súbdito puede no estar
obligado a su superior son dos.
Primero: En consideración a una autoridad mayor, porque es necesario respetar la
escala jerárquica de la autoridad.
Segundo:
Que el superior ordene al súbdito hacer algo
ilícito. Por ejemplo, los hijos no están obligados a obedecer a los padres en
lo relativo a contraer matrimonio, mantener o no la virginidad y otras cosas
por el estilo.
Concluye
Santo Tomás: «El hombre está sujeto a Dios de modo
absoluto, en todas las cosas internas y externas; por eso está obligado a obedecerle
en todo. Por el contrario, los súbditos no están sujetos a sus superiores en
todo, sino sólo en algunas cosas determinadas. (…) Así pues, pueden
distinguirse tres clases de obediencia: la primera, suficiente para salvarse,
está en obedecer lo que es obligatorio; la segunda, perfecta, obedece en
todo lo que es lícito; y la tercera, desordenada, obedece incluso en lo
ilícito».
Esto
significa que la obediencia no es ciega ni incondicional, sino que tiene sus
límites. En caso de pecado, no sólo mortal sino venial, no tendremos el
derecho, sino el deber de desobedecer. Esta norma se aplica también a todo lo
que sea nocivo para la vida espiritual.
¿Y quién
determina si es ilícito un precepto que nos imponen nuestros superiores? Nos lo
dice la conciencia, que no es una vaga sensación del espíritu, sino el recto
juicio de la razón sobre nuestras acciones; el juicio definitivo sobre lo que
se debe o no debe hacer. La conciencia no posee en sí misma la norma, sino que
debe someterse a la ley moral, que está basada en la divina. El mayor acto de
obediencia que podemos realizar es someter nuestra conciencia a la ley moral.
Debemos
estar dispuestos por amor a Dios a realizar actos de obediencia suprema a su
ley y su voluntad que nos liberan de ataduras a una falsa obediencia humana.
Dios nos obliga solamente para santificarnos, y cuando la ley pone en peligro
nuestra santificación, tenemos derecho a oponernos.
Los
mártires no obedecían a la autoridad estatal que les obligaban a ofrecer
incienso a los ídolos. Ni tampoco a los padres, hijos o cónyuges que les
rogaban que evitasen el martirio por el bien de su familia.
Santo
Tomás Moro era un leal servidor de Enrique VIII, pero no hizo su voluntad ni la
de su mujer Alice, que en sus últimas conversaciones le suplicaba diciéndole: «¿Acaso quieres abandonarme y abandonar a mi desgraciada
familia? ¿Quieres renunciar a la vida en el nido doméstico que hasta hace poco
tanto te agradaba?» Y Tomás Moro repuso: «¿Cuántos
años, querida Alice, crees que pueda seguir gozando aquí abajo de esos placeres
terrenales que me describes con tan persuasiva elocuencia? Veinte al menos, si
Dios quiere. Pero, queridísima esposa mía, no sabes hacer buenos negocios: ¿qué
son veinte años al lado de una eternidad de bienaventuranza?»
LEYES JUSTAS E INJUSTAS
La ley
natural, a la que debe someterse nuestra conciencia, es un orden objetivo e
inmutable de verdades y valores morales. Ante todo, la razón descubre este
orden en el propio corazón, porque este orden es una ley escrita en el corazón
humano por el dedo mismo del Creador (cf. Rom. 2,14-15). La ley moral es válida
para todo hombre precisamente porque todo hombre la lleva impresa en la propia
conciencia; no podría tenerla impresa en la conciencia si no tuviera sus raíces
en la naturaleza humana.
Toda ley
positiva que contraríe la ley natural y divina es injusta, y la autoridad que
pretenda imponerla abusa de su poder.
El
concepto de ley justa e injusta no procede de la filosofía iusnaturalista
moderna, sino de la teología y del derecho medieval, que hereda dichos
conceptos de la filosofía grecorromana y los desarrolla con más profundidad y
precisión.
El profesor Wolgang Waldstein es autor de un hermoso estudio
titulado Escrito en el corazón: el
derecho natural como cimiento de una sociedad humana, en el que demuestra que el derecho natural se
conoce y aplica prácticamente desde los albores de la Historia. Waldstein
recuerda el célebre texto de Sófocles (496-404 a.C.) en la tragedia Antígona, tan frecuentemente
citado por Aristóteles: «Por la arrogancia de un
hombre no podía atraer sobre mí el castigo de los dioses». Los juristas
romanos, y sobre todo Cicerón, desarrollaron en sus escritos sobre la res pública (De república), la ley (De legibus) y
sus deberes (De officiis) las nociones de
la filosofía griega. El derecho romano se compiló en la obra conocida
como Digesto, publicada por el emperador de Oriente
Justiniano en 533 d.C. El redescubrimiento y estudio de esta obra en la Edad
Media condujo a la fundación de la primera universidad europea, la de Bolonia,
que ejerció una influencia decisiva en el pensamiento medieval.
En
Bolonia enseñó Graciano (1075/80-1145/1157), el gran codificador del Derecho
Canónico; derecho en el que a la autoridad de la ley natural se añade la de las
Sagradas Escrituras, los decretos promulgados por los pontífices y los
concilios, y la costumbre de la Iglesia.
Los hermanos Carlyle, autores de una conocida historia de las doctrinas
políticas, recuerdan que los juristas medievales distinguían con precisión
entre la ley natural o divina y la ley positiva elaborada por los hombres.
Henri de Bracton (c. 1216-1268), en su De
legibus et consuetudinibus Angliae, afirma que
ninguna autoridad real puede sustituir a la divina: «Non
est enim rex, ubi dominatur voluntas et non lex». No se trata de una
frase aislada –subrayan los Carlyle–, sino del enunciado sintético de un
principio que impregna toda la estructura constitutiva de la sociedad medieval.
El
concepto político más importante de la Edad Media, concluyen los hermanos
Carlyle, es el de la supremacía de la ley, no tanto como expresión de la
voluntad del gobernante, sino en su doble aspecto de ley natural y ley
consuetudinaria, que tiene su origen en el uso de una sociedad formada por el
rey, los nobles y el pueblo.
El principio del príncipe de legibus solutus se
remonta a los legisladores de Felipe el Hermoso de Francia, y más tarde, en el
siglo XIV, a Marsilio de Padua y a Guillermo de Ockam. De este principio deriva
el concepto moderno, según la cual la soberanía del titular de la ley no está
limitada por ninguna autoridad superior. Según el concepto medieval, por el
contrario, el soberano, fuente del derecho civil, está sometido a la ley
natural y divina, a la cual debe conformarse toda ley humana. Y en caso de
conflicto entre la ley humana y la divina, «hay que
obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch.5,29).
Este
concepto de la ley pertenece al Magisterio de la Iglesia.
En la encíclica Quod numquam del 15 de febrero de 1875 dirigida al
episcopado prusiano, Pío IX afirma: «Conviene más bien obedecer a Dios antes
que a los hombres; sepan al mismo tiempo que cada uno de vosotros está
dispuesto a rendir su tributo y obediencia al César, no por temor a su ira sino
por la ley de la conciencia».
León XIII lo recuerda en la encíclica Libertas: en los gobiernos tiránicos, «cuando se manda algo contrario a la razón, a la ley
eterna, a la autoridad de Dios, es justo entonces desobedecer a los hombres
para obedecer a Dios».
Y si en la encíclica Diuturnum el mismo pontífice pone de relieve el
carácter sagrado de la autoridad y de los deberes de la obediencia, en la Sapientiae Christianae sobre
los deberes del ciudadano cristiano explica que cuando las leyes del Estado se
oponen a la ley divina y la autoridad se pone al servicio de la injusticia, «resistere officium est, parere scelus», resistir
es obligatorio y obedecer culpa. Reitera los mismos conceptos en la carta Officio Sanctissimo a
los arzobispos y obispos de Baviera del 22 de diciembre de 1887, en la que
afirma que «en caso de plantearse como alternativa
inevitable entre desobedecer al mandato de Dios y complacer a los hombres,
asuma con franqueza la memorable respuesta de los apóstoles: “Hay que obedecer
a Dios antes que a los hombres” (Hch.5,29)».
Juan Pablo II lo ratifica en Evangelium
vitae: «Desde los orígenes de la
Iglesia, la predicación apostólica inculcó a los cristianos el deber de
obedecer a las instituciones públicas (cf. Rm 13,
1-7, 1 P 2, 13-14), pero al mismo tiempo enseñó
firmemente que “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch.5,29)».
El poder
se ejerce legítimamente cuando respeta la vida, la libertad de enseñanza, la
familia, el matrimonio natural, la propiedad privada y los principios
religiosos y morales. Pero cuando un Estado legisla contra los derechos de Dios
y de la Iglesia, cuando vulnera la ley moral y natural o cuando persigue y
discrimina a los buenos es un Estado inicuo que debe combatirse y condenarse.
Es posible, pues, desobedecer por obediencia, de modo que la aparente
desobediencia sea en realidad una forma más perfecta de obediencia.
EL DERECHO A LA RESISTENCIA
Ante una
ley o un gobierno injusto, los católicos tienen derecho a colocarse también
fuera de la legalidad. Las insurgencias de la Vandea y de la Santa Fede
napolitana, así como la Cristiada mexicana, nos brindan un ejemplo luminoso de
resistencia del pueblo católico a una autoridad ilegítima. Pero la Historia
también nos proporciona ejemplos de intervenciones de la autoridad eclesiástica
contra autoridades y leyes. La Iglesia es ciertamente custodia de la ley divina
y natural, y tiene la misión de determinar en última instancia si una ley
refleja o no el orden natural divino. En esta autoridad se basa el derecho de
excomunión y destitución ejercido por el Papa sobre reyes y emperadores.
Cuando subió al trono Isabel I Tudor, la Iglesia católica fue
perseguida por la que los contemporáneos llamaban filia sanguinis. El 14 de
noviembre de 1569 se levantaron los católicos del norte de Inglaterra,
enarbolando la antigua bandera con la cruz y las cinco llagas que ya había
ondeado en 1536 en tiempos de Enrique VIII. El 27 de febrero de 1570, Pío V
promulgó en consistorio la bula Regnans in excelsis, por la que declaraba a Isabel I culpable de
herejía y de promoción de la herejía, incurrida en excomunión, y por tanto
había perdido su pretendido derecho a la corona inglesa: sus súbditos quedaban
liberados de cumplir el juramento de fidelidad hacia ella y, bajo pena de excomunión,
no podían obedecerla. Pío V fue objeto de críticas, porque este acto tuvo por
consecuencia un recrudecimiento de la persecución. Estar en posesión de la bula
o difundirla era considerado delito de alta traición. Entre los numerosos
mártires, recordamos al beato Juan Felton, que el 8 de agosto de 1570 fue
ahorcado y descuartizado ante la catedral de San Pablo por haber fijado en un
lugar público la bula mediante la que el Papa excomulgaba a la Reina. Si Pío V
se hubiera guiado por los principios que aplicaron Juan XXIII y Pablo VI en su
relación con los regímenes comunistas, habrían mantenido con Isabel I una
política que hoy podríamos calificar de Westpolitik. Pero Pío V era un pontífice que gobernaba la
Iglesia con criterios sobrenaturales, sin buscar los aplausos del mundo, y
quiso afirmar el principio por el que es preciso obedecer a Dios antes que a
los hombres. Los neronianos decretos de Isabel no se aplicaron al pie de la
letra, y la persecución de la última Tudor no logró su objetivo, que era extirpar
totalmente la fe católica de las tierras británicas. Los católicos no tuvieron
miedo. Entre 1580 y 1585, una nueva oleada de persecución se abatió sobre
Inglaterra, mientras desembarcaban de incógnito en suelo británico los primeros
misioneros de la Compañía de Jesús, entre ellos San Edmundo Campion, formados
en los seminarios ingleses de Roma y Douai.
En la encíclica Firmissimam constantiam del 28 de marzo de 1937, dirigida a los católicos mexicanos, Pío XI
recuerda que en ningún caso es la obediencia un valor supremo: «Por
consiguiente es muy natural que, cuando se atacan aun las más elementales
libertades religiosas y cívicas, los ciudadanos católicos no se resignen
pasivamente a renunciar a tales libertades. Aunque la reivindicación de estos derechos
y libertades puede ser, según las circunstancias, más o menos oportuna, más o
menos enérgica». En caso de que los poderes constituidos «se levantasen contra la justicia y la verdad hasta
destruir aun los fundamentos mismos de la autoridad, no se ve cómo se podría
entonces condenar el que los ciudadanos se unieran para defender la nación y
defenderse a sí mismos con medios lícitos y apropiados contra los que se valen
del poder público para arrastrarla a la ruina».
Seguidamente,
Pío XI recuerda los principios generales que deben tenerse presentes en todo
momento, los cuales no se diferencian de los de Santo Tomás, y exhorta a los
católicos mexicanos a tener «aquella visión
sobrenatural de la vida, aquella educación religiosa y moral y aquel celo
ardiente por la dilatación del reino de Nuestro Señor Jesucristo, que la Acción
Católica se esfuerza en dar a sus miembros. Frente a una feliz coalición de
conciencias que no están dispuestas a renunciar a la libertad que Cristo les
reconquistó (Gál. 4,31), ¿qué poder o fuerza humana podrá subyugarlas al
pecado? ¿Qué peligros ni qué persecuciones podrán separar a las almas, así
templadas, de la caridad de Cristo? (cf. Rom. 8,35)».
EL EJEMPLO PRUSIANO
Hasta
ahora hemos tomado ejemplos de la doctrina y la práctica católica. Pero quiero
recordar también un ejemplo de resistencia a las leyes injustas que nos llega
de un mundo no específicamente católico. La condesa Marion Döhnoff
((1909-1992), destacada escritora y periodista alemana de una familia de honda
raigambre prusiana, ha evocado en sus memorias la conjura antinazi del 20 de
julio de 1944. Muchos de los hombres que en Alemania osaron plantarle cara a
Hitler eran prusianos, en su mayoría altos funcionarios del Estado,
diplomáticos y militares unidos, no por una ideología, sino por un sentimiento
del honor cultivado por familias habituadas desde hacía siglos a servir a su
patria en la guerra y en la paz.
Esos hombres no habían estudiado a Santo Tomás de Aquino, pero su
conciencia, su sentido del bien y del mal, de la justicia y la injusticia, les
hacía comprender la necesidad de rebelarse contra Hitler. Y el supremo
holocausto que aquellos opositores al Führer tuvieron que afrontar antes
incluso que el de dar la vida fue aquel sentimiento de obediencia en torno al que
giraba su formación moral. No hay tradición como la tradición militar prusiana
que cultive con más empeño y sentimiento la obediencia a la autoridad
legítimamente constituida. Pero el valor para desobedecer una orden injusta,
la Libertas oboedientiae, es parte de la tradición prusiana, que ha
conocido otros casos a lo largo de su historia. En la marca de Brandeburgo hay
una lápida que recuerda a Johann Friedrich Adolf von der Marwitz, que se negó a
cumplir la orden de Federico II de saquear el castillo de Hubertusburg. En ella
se lee: «Conoció los tiempos heroicos de Federico y
combatió con él en todas las guerras. Prefirió caer en desgracia cuando la
obediencia dejó de ser compatible con el honor».
¿ESTÁN OBLIGADOS LOS FIELES A OBEDECER
EN TODO AL PAPA?
No se
puede exigir mayor sacrificio que la rebelión a quien ha sido educado para
obedecer y servir. Amar la Patria y desear su derrota en nombre de ese amor es
un sacrificio extremo. La suerte de los conjurados del 20 de julio fue, en este
sentido, amarga. No sólo fueron sometidos a procesos judiciales que
constituyeron una farsa, seguidos de torturas y bárbaras sentencias de muerte,
sino que fueron además objeto de incomprensión por parte de muchos compatriotas
y de sus propios enemigos, que pusieron en duda su patriotismo, a pesar de que
en su mayoría habían demostrado su valor y se habían cubierto de heridas en
todos los frentes. Ahora bien, hay un drama de conciencia mayor aún que el que
afrontó la nobleza prusiana con Hitler. El drama de conciencia que viven hoy
incontables católicos ante las órdenes injustas de las autoridades
eclesiásticas y aun del mismo Papa.
¿Es
posible que un obispo, una conferencia episcopal, un concilio o un papa
incurran en error o herejía, y pretendan que los sigan por ese camino? ¿Qué
deben hacer los fieles en estos casos? Preguntémoslo nuevamente a Santo Tomás.
En varias de sus obras, el Doctor Angélico enseña que en caso de peligro
para la fe es lícito y hasta obligado resistir públicamente una decisión
pontificia, como hizo San Pablo con San Pedro. De hecho, San Pablo, que estaba
sujeto a San Pedro, lo reprendió públicamente debido a un gravísimo peligro de
escándalo en materia de fe. Dice el comentario de San Agustín que «el mismo San Pedro dio ejemplo a los que gobiernan para
que si se apartan del buen camino no rechacen como indebida la corrección por
parte de sus súbditos» (Ad. Gál. 2,
14).
La
resistencia paulina se manifestó en forma de corrección pública a San Pedro.
Santo Tomás dedica toda una cuestión de la Suma a la corrección fraterna, y
explica que es un acto de caridad, superior al cuidado de los enfermos de
cuerpo y a la limosna, «porque consiste en combatir el mal que padece el
hermano, o sea el pecado». La corrección fraterna puede ser de los inferiores a
los superiores, y hasta de los laicos a los prelados. «Como,
no obstante, el acto virtuoso debe ser moderado por las circunstancias, en la
corrección de los súbditos a los superiores se deben observar los modos: no
debe hacerse con insolencia ni con dureza, sino con mansedumbre y respeto». Cuando
hubiere peligro para la fe, los súbditos tienen el deber de incluso reprender
públicamente a sus superiores. «Por eso San Pablo,
que era subalterno a San Pedro, lo recriminó públicamente por el peligro de
escándalo para la fe.».
Si a San
Pedro, príncipe de los Apóstoles, se lo reprendió, ¿no podrá corregirse
fraternalmente a un sucesor suyo que se aparte de la fe? Santo Tomás responde
afirmativamente, como Graciano, príncipe de los canonistas, autor de un célebre
Decreto (1140), que en el campo del derecho es el equivalente de lo que es la
Suma en teología.
El Papa, recuerda Graciano, está obligado por las leyes de las que es
custodio y no puede promulgar cánones que contradigan la autoridad del
Evangelio o las sentencias de los Padres. El axioma Prima Sedis non iudicabitur a quoquam, según el cual ninguna autoridad humana es
superior al Sumo Pontífice, ademite una excepción: el pecado de herejía.
Citando una frase atribuida a San Bonifacio obispo de Maguncia y citada por Ivo
de Chartres, Graciano afirma que el Papa a
nemine est iudicandus, nisi deprehendatur a fide devius.
El Romano
Pontífice tiene potestad plena e inmediata sobre todos los fieles, sobre la
cual no hay autoridad alguna en la Tierra, pero no puede alterar la regla de la
fe ni la divina constitución de la Iglesia. Si ello sucediera, la desobediencia
a una orden en sí injusta se puede llevar incluso a la resistencia al Sumo
Pontífice. Sería un caso excepcional, pero posible, que no vulneraría sino
confirmaría la regla de la devoción y obediencia que debe todo católico a aquel
que está llamado a confirmar en la fe a sus hermanos.
La resistencia puede ser privada, pero también pública, y asumir la
forma de una corrección filial o fraterna. El Dictionnaire
de Théologie catholique afirma
que la corrección fraterna no es un precepto opcional, sino obligatorio, sobre
todo para quien ejerce cargos importantes en la Iglesia, porque su fuente está
en el derecho natural y el derecho positivo divino.
ESPÍRITU DE RESISTENCIA Y AMOR A LA
IGLESIA
El
Concilio Vaticano II y lo que ha venido a continuación al interior de la
Iglesia han planteado graves problemas de conciencia a muchos fieles. Son los
problemas que actualmente plantea también el pontificado de Francisco.
Recuerdo
dos claros ejemplos de resistencia a la autoridad eclesiástica que siguieron al
Concilio Vaticano II y precedieron al caso Lefebvre. Me refiero a la
resistencia del padre Calmel al Novus Ordo de Pablo VI y a la Plinio Correia de
Oliveira a la Ostpolitik del Vaticano para con los regímenes comunistas.
En ambos casos, la actitud fue filial, respetuosa, pero firme y sin
transigencias, y conserva toda su validez todavía. Ningún sacerdote puede ser
obligado a decir la Misa nueva, y ninguna autoridad puede impedir a un
sacerdote celebrar la Misa tradicional. Ninguna autoridad puede imponer una
política de entendimiento con un régimen como el comunista –ayer ruso, hoy
chino– que viola descaradamente la ley natural y persigue con saña a los
cristianos. Tanto en un caso como en otro, así como en el de la exhortación
postsinodal Amoris laetitia, la corrección fraterna es moralmente lícita y
obligada.
En el discurso sobre la sallus animarum, la salud de las almas, como principio del
ordenamiento canónico, pronunciado el 6 de abril de 2000, el cardenal Julián
Herranz, presidente del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos,
reiteró que ése es el principio supremo que ordena el Derecho Canónico. Hoy en
día prevalece un positivismo jurídico que tiende a reducir el derecho a un mero
instrumento en manos de quien ejerce el poder, olvidando sus fundamentos
metafísicos y morales. Según esta concepción legalista que se ha infiltrado en
la Iglesia, todo lo que promulgue la autoridad es justo. En realidad, el ius divinum es
el fundamento de toda manifestación del derecho. Dios es el derecho viviente y
eterno, principio absoluto de todos los derechos. Por eso, en caso de conflicto
entre la ley humana y la divina, «hay que obedecer
a Dios antes que a los hombres» (Hch. 5,29).
Los
tratados espirituales nos enseñan cómo debemos actuar en épocas normales, no en
tiempos excepcionales como los que vivimos. Reconocemos la suprema autoridad
del Papa y su jurisdicción universal, pero sabemos que en el ejercicio de su
potestad puede cometer abusos de autoridad, como desgraciadamente ha sucedido
en la historia. Queremos obedecer al Papa. A todos los papas, incluido el
actual, pero si en la enseñanza de un pontífice encontramos alguna
contradicción, siquiera aparente, nuestra norma de juicio es la ley natural y
divina, expresada en la bimilenaria Tradición de la Iglesia. El espíritu de
rebeldía caracteriza por desgracia a muchos hombres de la Iglesia rebeldes a su
Tradición y sus leyes inmutables. Quieren una Iglesia distinta de la que quiere
Nuestro Señor. Por nuestra parte, queremos emplear nuestras almas en un acto de
obediencia y amor a la Iglesia y a su Tradición.
La
perfecta obediencia cristiana es la que tiene por objeto cumplir la voluntad de
Dios, que ve en la persona del superior. Pero en el caso de ejercicio inicuo e
injusto del poder, explica un teólogo pasionista, «el
rechazo de la orden o la prohibición es la desobediencia obligada; no rebelión
contra la persona del superior, sino protesta contra sus ideas, intenciones y
órdenes».
Según el
padre Zoffoli, los mayores males de la Iglesia no provienen de la malicia del
mundo, de las injerencias y persecuciones del poder laico o de otras
religiones, sino principalmente de los elementos humanos que componen el Cuerpo
Místico: el laicado y el clero. «Es el desacuerdo
resultante de la insubordinación de los laicos a la labor del clero, y del
clero la voluntad de Cristo.»
Podríamos
agregar que dentro de la insubordinación del clero a Cristo, que tantas veces
se ha observado en la Historia, hay una que raras veces se ha visto pero es,
desde luego, la más grave: la rebelión contra la voluntad de Cristo por parte
del Supremo Pastor de la Iglesia, porque nada como ello es más causa de
desorientación, corrupción de la fe y apostasía de los fieles.
¿Qué
podemos hacer, pues? Buscar la solución en el espíritu de verdadera obediencia.
Con frecuencia, quienes dicen que siempre hay que obedecer al Papa son personas
anárquicas y desobedientes en su vida espiritual, porque basan su regla de vida
en sí mismas en vez de una ley moral objetiva y absoluta.
Es
preciso explicar que, por el contrario, que existen la obediencia verdadera y
la obediencia falsa. La verdadera es la de quien, obedeciendo, es capaz de
elevarse a Dios uniendo su propia voluntad a la de Él.
La falsa
obediencia es la de quien diviniza al hombre que representa la autoridad y
llega a aceptar de él órdenes ilícitas.
Hay que
explicar que la obediencia tiene un fundamento, una finalidad, unas
condiciones, unos límites. Únicamente Dios no tiene límites: es inmenso,
infinito, eterno. Toda criatura es limitada, y el límite define su esencia. No
existe por tanto en la Tierra ni autoridad ilimitada ni obediencia sin límites.
La autoridad está definida por sus propios límites, e igualmente pasa con la
obediencia. Conocer esos límites permite perfeccionarse en el ejercicio de la
autoridad y en el de la obediencia. El límite de la autoridad que no se puede
traspasar es el respeto a la ley divina. Y este respeto está también el límite
máximo de la obediencia. Debemos conocer los límites de la obediencia y
respetarlos, sobre todo cuando la propia autoridad no respeta esos límites.
A la
autoridad que se pasa de la raya debe oponérsele una firme resistencia, que
puede llegar a ser pública. Ahí está el heroísmo de nuestros tiempos, la manera
más seria de ser santos hoy en día. Ser santo significa hacer la voluntad de
Dios, y hacer la voluntad de Dios significa obedecer siempre su ley, sobre todo
cuando es difícil, cuando contraviene las leyes humanas.
A lo
largo de la Historia, muchos han hecho gala de un comportamiento heroico
resistiendo las leyes injustas de las autoridades políticas. Mayor todavía es
el heroísmo de quienes resisten las pretensiones de la autoridad eclesiástica
de imponer doctrinas que se apartan de la Tradición de la Iglesia. Una
resistencia filial, devota y respetuosa, que no lleva a abandonar la Iglesia
sino que multiplica el amor a la Iglesia, a Dios y a sus leyes, porque Dios es
el fundamento de toda autoridad y toda obediencia.
En el
fondo, todo se resume en dos palabras: SÓLO DIOS.
Roma Life Forum
(Traducido
por Bruno de la Inmaculada/Adelante la Fe)
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