Los
católicos, desde los pastores hasta el último de los fieles, tienen el deber de
dar testimonio de su fe de palabra y con el ejemplo. El catacumbismo no es otra
cosa que el rechazo del concepto combativo del cristianismo. Pero hoy es más
necesario que nunca recuperar ese concepto, teniendo siempre como modelo a la
Santísima Virgen María.
Ante una
crisis de la Iglesia, crisis que cada vez se agrava y profundiza más,
encontramos a veces que alguien exhorta al silencio, garantizándonos que no se
puede decir ni hacer otra cosa que no sea rezar. Son los catacumbistas, los que
se retiran del campo de batalla y se esconden, creyendo ilusamente que podrán
sobrevivir sin combatir. Los catacumbistas se pueden calificar de tales en
alusión a la Iglesia minoritaria y perseguida de los tres primeros siglos,
precisamente la de las catacumbas. Pero Pío XII, en su discurso a los miembros
de Acción Católica del 8 de diciembre de 1947, refuta esa tesis, y explica que
los cristianos de los tres primeros siglos no se refugiaron en las catacumbas,
sino que fueron vencedores.
«Con frecuencia, la Iglesia de los primeros siglos
ha sido presentada como la Iglesia de las catacumbas, como si los cristianos de
entonces acostumbraran vivir escondidos en ellas. Nada más inexacto: aquellas
necrópolis subterráneas, destinada principalmente a la sepultura de los fieles
difuntos, no servían de refugio, salvo quizás en momentos de violenta
persecución. La vida de los cristianos en aquellos siglos marcados por el
derramamiento de sangre, se desenvolvía en las calles y las casas,
abiertamente. No vivían apartados del mundo; frecuentaban, como los demás, los
baños, los talleres, las tiendas, mercados y plazas públicas; ejercían
profesiones como marineros, soldados, agricultores y comerciantes” (Tertuliano, Apologeticum, c.
42).
»Querer convertir a aquella Iglesia valerosa, dispuesta siempre a vivir
al pie del cañón, en una sociedad de cobardes que viven escondidos por
vergüenza o por pusilanimidad, sería un ultraje a su virtud. Eran plenamente
conscientes de su deber de conquistar el mundo para Cristo, de transformar
según la doctrina y la ley del Divino Salvador la vida privada y la pública,
donde debía nacer una nueva civilización, surgir otra Roma sobre los sepulcros
de los dos Príncipes de los Apóstoles. Y lograron su objetivo. Roma y el
Imperio Romano se hicieron cristianos.»
Hay
vocaciones al silencio, como las de tantos religiosos contemplativos; pero los
católicos, desde los pastores al último de los fieles, tienen el deber de dar
testimonio de su fe con la palabra y con el ejemplo. Por medio de la Palabra
los apóstoles conquistaron el mundo y se difundió el Evangelio de un extremo a
otro de la Tierra.
Hoy en
día sería un error hacer del silencio una regla de comportamiento, porque el
Día del Juicio no sólo daremos cuenta de las palabras ociosas, sino también de
los silencios culpables. El catacumbismo no es otra cosa que el rechazo del
concepto combativo del cristianismo. El catacumbista no quiere combatir
porque está convencido de que ya ha perdido la batalla. Acepta como un hecho la
situación de inferioridad de los católicos sin remontarse a las causas que la
han determinado. Pero si los católicos son minoritarios hoy en día es porque
han perdido una serie de batallas. Han perdido esta batalla porque no la han
combatido. Y no la han combatido porque han perdido la idea misma de que hay
enemigos. Han vuelto la espalda al concepto agustiniano de las dos ciudades que
luchan en la Historia, único que puede brindar la explicación de todo lo que ha
sucedido. Rechazar esa mentalidad combativa es aceptar como principio la
irreversibilidad del proceso histórico y del catacumbismo se pasa
inevitablemente al progresismo y el modernismo.
Hace poco, el catacumbismo fue denunciado por el cardenal Raymond Leo
Burke, que afirmó en una entrevista concedida a La nuova bussola quotidiana: «La
situación se ha visto agravada por el silencio de tantos obispos y cardenales
que comparten con el Sumo Pontífice el deber de velar por la Iglesia universal.
Algunos se han limitado a permanecer en silencio. Otros fingen que no reviste
la menor gravedad. Y otros propagan fantasías sobre una nueva Iglesia, una
Iglesia que emprende un rumbo totalmente novedoso, soñando, por ejemplo, con un
nuevo paradigma para la Iglesia o una conversión radical de la praxis
pastoral de la misma, haciéndola de nueva planta. También hay promotores
entusiastas de la supuesta revolución en la Iglesia Católica.
»Los fieles que perciben la gravedad de la situación reaccionan con
perplejidad ante la falta de dirección doctrinal y disciplinar por parte de sus
pastores. Y para los que no entienden la gravedad de la situación, esa falta
los deja confundidos y vulnerables a errores peligrosos para su alma. Muchos
que han entrado en plena comunión con la Iglesia Católica tras haberse
bautizado en una comunión eclesial protestante porque dichas comunidades
abandonaron la fe apostólica sufren intensamente con esta situación: se dan
cuenta de que la Iglesia Católica está siguiendo el mismo camino de abandono de
la fe.»
»Esta situación me lleva a reflexionar cada vez más sobre el mensaje de
la Virgen de Fátima, que nos advierte del mal –peor aún que los gravísimos
males originados por difusión del comunismo ateo– que supone la apostasía de la
fe en el seno de la Iglesia. El número 675 del Catecismo de la Iglesia Católica
nos enseña que “Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por
una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes”, y que “La
persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra desvelará el
misterio de iniquidad bajo la forma de una impostura religiosa que
proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el
precio de la apostasía de la verdad.”»
Debemos
tener gratitud para con los pastores que rompen el silencio para denunciar la
situación de apostasía en que nos encontramos. Antes se decía que el sacramento
de la Confirmación nos hace soldados de Cristo, y Pío XII, dirigiéndose a los
obispos de los Estados Unidos, les dijo: «El
cristiano digno de tal nombre siempre es apóstol; es indecoroso para el soldado
de Cristo alejarse de la batalla, porque sólo la muerte pone fin a su milicia».
Es preciso recuperar esta percepción militar de la vida cristiana, teniendo
siempre como modelo a la Santísima Virgen María, que mantuvo sola la fe el
sábado previo a la Resurrección, y que después de la Ascensión de Jesús al
Cielo no calló, sino que sostuvo a la Iglesia naciente con la firmeza y
claridad de su palabra. Su corazón fue, y sigue siendo, el cofre del tesoro del
que podemos sacar fuerzas para la batalla.
(Traducido por
Bruno de la Inmaculada/Adelante la Fe)
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