El Papa Francisco reflexionó sobre cómo el Espíritu
Santo actúa en los corazones de los que lo reciben y cómo elimina el miedo de
ellos.
Durante la Misa con motivo del Domingo de Pentecostés, el Santo Padre
explicó que “el Espíritu libera los corazones
cerrados por el miedo. Vence las resistencias. A quien se conforma con medias
tintas, le ofrece ímpetus de entrega. Ensancha los corazones estrechos. Anima a
servir a quien se apoltrona en la comodidad. Hace caminar al que se cree que ya
ha llegado. Hace soñar al que cae en tibieza. He aquí el cambio del corazón”.
A continuación, la homilía del Papa Francisco:
En la primera lectura de la liturgia de hoy, la venida del Espíritu
Santo en Pentecostés se compara a «un viento que
soplaba fuertemente» (Hch 2,2). ¿Qué significa esta imagen? El viento
impetuoso nos hace pensar en una gran fuerza, pero que acaba en sí misma: es una fuerza que cambia la realidad. El viento
trae cambios: corrientes cálidas cuando hace frío,
frescas cuando hace calor, lluvia cuando hay sequía... así actúa.
También el Espíritu Santo, aunque a nivel totalmente distinto, actúa
así: Él es la fuerza divina que cambia, que cambia el mundo. La Secuencia nos
lo ha recordado: el Espíritu es «descanso de
nuestro esfuerzo, gozo que enjuga las lágrimas»; y lo pedimos de esta
manera: «Riega la tierra en sequía, sana el corazón
enfermo, lava las manchas». Él entra en las situaciones y las
transforma, cambia los corazones y cambia los acontecimientos.
Cambia los corazones. Jesús dijo a sus Apóstoles: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo […] y seréis mis
testigos» (Hch 1,8). Y aconteció precisamente así: los discípulos, que
al principio estaban llenos de miedo, atrincherados con las puertas cerradas
también después de la resurrección del Maestro, son transformados por el
Espíritu y, como anuncia Jesús en el Evangelio de hoy, “dan
testimonio de él” (cf. Jn 15,27). De vacilantes pasan a ser valientes y,
dejando Jerusalén, van hasta los confines del mundo. Llenos de temor cuando
Jesús estaba con ellos; son valientes sin él, porque el Espíritu cambió sus
corazones.
El Espíritu libera los corazones cerrados por el miedo. Vence las
resistencias. A quien se conforma con medias tintas, le ofrece ímpetus de
entrega. Ensancha los corazones estrechos. Anima a servir a quien se apoltrona
en la comodidad. Hace caminar al que se cree que ya ha llegado. Hace soñar al
que cae en tibieza. He aquí el cambio del corazón.
Muchos prometen períodos de cambio, nuevos comienzos, renovaciones
portentosas, pero la experiencia enseña que ningún esfuerzo terreno por cambiar
las cosas satisface plenamente el corazón del hombre. El cambio del Espíritu es
diferente: no revoluciona la vida a nuestro alrededor, pero cambia nuestro
corazón; no nos libera de repente de los problemas, pero nos hace libres por
dentro para afrontarlos; no nos da todo inmediatamente, sino que nos hace
caminar con confianza, haciendo que no nos cansemos jamás de la vida.
El Espíritu mantiene joven el corazón – esa renovada juventud. La
juventud, a pesar de todos los esfuerzos para alargarla, antes o después pasa;
el Espíritu, en cambio, es el que previene el único envejecimiento malsano, el
interior. ¿Cómo lo hace? Renovando el
corazón, transformándolo de pecador en perdonado.
Este es el gran cambio: de culpables nos hace justos y, así, todo cambia,
porque de esclavos del pecado pasamos a ser libres, de siervos a hijos, de
descartados a valiosos, de decepcionados a esperanzados. De este modo, el
Espíritu Santo hace que renazca la alegría, que florezca la paz en el corazón.
En este día, aprendemos qué hacer cuando necesitamos un cambio
verdadero. ¿Quién de nosotros no lo necesita? Sobre todo cuando estamos
hundidos, cuando estamos cansados por el peso de la vida, cuando nuestras
debilidades nos oprimen, cuando avanzar es difícil y amar parece imposible.
Entonces necesitamos un fuerte “reconstituyente”: es
él, la fuerza de Dios. Es él que, como profesamos en el “Credo”, «da la vida». Qué bien nos vendrá asumir cada día este
reconstituyente de vida. Decir, cuando despertamos: “Ven, Espíritu Santo, ven a
mi corazón, ven a mi jornada”.
El Espíritu, después de cambiar los corazones, cambia los
acontecimientos. Como el viento sopla por doquier, así él llega también a las
situaciones más inimaginables. En los Hechos de los Apóstoles —que es un libro
que tenemos que conocer, donde el protagonista es el Espíritu— asistimos a un
dinamismo continuo, lleno de sorpresas. Cuando los discípulos no se lo esperan,
el Espíritu los envía a los gentiles.
Abre nuevos caminos, como en el episodio del diácono Felipe. El Espíritu
lo lleva por un camino desierto, de Jerusalén a Gaza —cómo suena doloroso hoy
este nombre. Que el Espíritu cambie los corazones y los acontecimientos y
conceda paz a Tierra Santa—. En aquel camino Felipe predica al funcionario
etíope y lo bautiza; luego el Espíritu lo lleva a Azoto, después a Cesarea:
siempre en situaciones nuevas, para que difunda la novedad de Dios. Luego está
Pablo, que «encadenado por el Espíritu» (Hch
20,22), viaja hasta los más lejanos confines, llevando el Evangelio a pueblos que
nunca había visto.
Cuando está el Espíritu siempre sucede algo, cuando él sopla jamás
existe calma, jamás. Cuando la vida de nuestras comunidades atraviesa períodos
de “flojedad”, donde se prefiere la
tranquilidad doméstica a la novedad de Dios, es una mala señal. Quiere decir
que se busca resguardarse del viento del Espíritu. Cuando se vive para la
auto-conservación y no se va a los lejanos, no es un buen signo. El Espíritu
sopla, pero nosotros arriamos las velas.
Sin embargo, tantas veces hemos visto obrar maravillas. A menudo,
precisamente en los períodos más oscuros, el Espíritu ha suscitado la santidad
más luminosa. Porque Él es el alma de la Iglesia, siempre la reanima de
esperanza, la colma de alegría, la fecunda de novedad, le da brotes de vida.
Como cuando, en una familia, nace un niño: trastorna los horarios, hace perder
el sueño, pero lleva una alegría que renueva la vida, la impulsa hacia
adelante, dilatándola en el amor.
De este modo, el Espíritu trae un “sabor de
infancia” a la Iglesia. Obra un continuo renacer. Reaviva el amor de los
comienzos. El Espíritu recuerda a la Iglesia que, a pesar de sus siglos de
historia, es siempre una veinteañera, la esposa joven de la que el Señor está
apasionadamente enamorado. No nos cansemos por tanto de invitar al Espíritu a
nuestros ambientes, de invocarlo antes de nuestras actividades: “Ven, Espíritu Santo”.
Él traerá su fuerza de cambio, una fuerza única que es, por así decir,
al mismo tiempo centrípeta y centrífuga. Es centrípeta, es decir empuja hacia
el centro, porque actúa en lo más profundo del corazón. Trae unidad en la
fragmentariedad, paz en las aflicciones, fortaleza en las tentaciones. Lo
recuerda Pablo en la segunda lectura, escribiendo que el fruto del Espíritu es
alegría, paz, fidelidad, dominio de sí (cf. Ga 5,22). El Espíritu regala la
intimidad con Dios, la fuerza interior para ir adelante.
Pero al mismo tiempo él es fuerza centrífuga, es decir empuja hacia el
exterior. El que lleva al centro es el mismo que manda a la periferia, hacia toda
periferia humana; aquel que nos revela a Dios nos empuja hacia los hermanos.
Envía, convierte en testigos y por eso infunde —escribe Pablo— amor,
misericordia, bondad, mansedumbre. Solo en el Espíritu Consolador decimos
palabras de vida y alentamos realmente a los demás. Quien vive según el
Espíritu está en esta tensión espiritual: se encuentra orientado a la vez hacia
Dios y hacia el mundo.
Pidámosle que seamos así. Espíritu Santo, viento impetuoso de Dios,
sopla sobre nosotros. Sopla en nuestros corazones y haznos respirar la ternura
del Padre. Sopla sobre la Iglesia y empújala hasta los confines lejanos para
que, llevada por ti, no lleve nada más que a ti. Sopla sobre el mundo el calor
suave de la paz y la brisa que restaura la esperanza. Ven, Espíritu Santo,
cámbianos por dentro y renueva la faz de la tierra. Amén.
Redacción ACI
Prensa
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