martes, 15 de mayo de 2018

EDUCAR EN Y PARA LA INTERIORIDAD




(Reflexiones desde San Agustín)
Los criterios que rigen en nuestra sociedad son la utilidad y la eficacia, y las energías, hasta en el campo educativo, se dirigen a crear hombres hábiles, eficientes y competitivos. A veces se educa para el éxito, para el triunfo, para lo espectacular; pero quizá se olvide el ser íntimo del hombre y haya demasiados hombres superficiales, vacíos por dentro, con poco o con nada que ofrecer a los demás. Decía Einstein: «La escuela debe tener siempre como objetivo que el joven salga de ella con una personalidad armoniosa, no como un especialista». Posiblemente los esfuerzos docentes deban encaminarse a la adquisición del arte de pensar de manera crítica y creativa y, por tanto, a que el alumno no sólo adquiera conocimientos sobre las cosas, sino a que busque la verdad por sí misma. Eso no va contra la cultura y al saber. San Agustín orienta a un saber y una cultura al servicio del ser humano y para la promoción de todo lo humano.

Hablar de la interioridad hoy es una necesidad para ser uno mismo frente a la superficialidad y a la dispersión, porque la interioridad tiene mucho que ver con el reconocimiento personal y con el descubrimiento de nuestro ser más íntimo. Sin duda, el hombre actual necesita una nueva experiencia de la interioridad, necesita comenzar desde el recogimiento y el silencio e ir avanzando hasta llegar a una profunda vida de interioridad. Pero en Agustín la interioridad nos está hablando de potenciar el hombre interior, que es la sede de la verdad, frente al hombre exterior, que vive de los sentidos, que se rige por el «me gusta» o el «me apetece». La interioridad agustiniana no se puede vulgarizar; no es la introspección psicológica. En la interioridad se entra dentro del yo, pero se entra con la luz valorativa de la que depende el sentido del yo. Esa luz es la invitación que se hace al yo a que realice en sí mismo la imagen de Dios, que es la vocación fundamental del hombre. El hombre se conoce a sí mismo en cuanto realiza su vocación fundamental, que es ser imagen de Dios e hijo de Dios. En el nivel más alto, interiorizarse viene a significar identificarse con Cristo, revestirse de la filiación de Cristo. Conocerse a sí mismo a este nivel, ser interior a sí mismo, es comprometerse en el dinamismo del Cuerpo de Cristo, del Cristo Total.

1. AGUSTÍN, UN HOMBRE DE INTERIORIDAD

Es en el hombre interior donde el ser humano encuentra su consistencia y su alimento. Por eso dice Agustín: «Sintamos, pues, hambre y sed de justicia, para ser saturados de ella, de la que ahora estamos hambrientos y sedientos. Seremos saciados de lo que ahora sentimos: hambre y sed. Sienta hambre y sed nuestro hombre interior, pues también él tiene su alimento y su bebida» (Sermón 53,4). Pero la interioridad agustiniana es un modo de leer y de vivir el mensaje cristiano, es valorar el mundo interior, el corazón, donde nos encontramos con Dios, por eso la interioridad es imprescindible para la búsqueda de Dios, y nos debe llevar a analizar críticamente las motivaciones profundas, sabiendo que «sólo puede encender a los demás quien dentro de sí tiene fuego» (Comentario al Salmo 103, s. 2,4). Dios habita en nosotros para ser advertido y reconocido como nuestra verdad y nuestra vida.

Sin duda, Agustín es el hombre de la interioridad y desea que todos ahondemos en este mundo interior, porque es la única manera de que no nos olvidemos de nosotros mismos. Por eso Agustín amonesta: «¡Oh hombre!, ¿hasta cuándo vas a estar dando vueltas en torno a la creación? Vuélvete a ti mismo, contémplate, sondéate, examínate» (Sermón 52,17).

Será necesario, por tanto, ayudar a que todos entren en el santuario interior, y allí se examinen en profundidad: «Despereza tu conciencia, sube al tribunal de tu mente, no te perdones, examínate, te hable el interior del corazón, ve si te atreves a confesarte inocente» (Comentario al Salmo 101,10). La verdad es que no es posible ocultarse a sí mismo por mucho tiempo: «¿Por qué quieres esconderte a ti mismo? Te hayas de espaldas a ti mismo, no te ves; haré que te veas. Lo que colocaste a la espalda, lo pondré delante de ti; y verás tu fealdad, no para corregirte, sino para avergonzarte» (Comentario al Salmo 49,28). Es posible que muchos vivan de espaldas a su propio ser y a su propia vocación, y todos sabemos que mi espalda es mi mitad olvidada y casi desconocida, colocarme a la espalda es no querer saber nada de mí mismo. La interioridad me obliga a tenerme en cuenta, a considerarme; en el fondo esta es la gran obra que realizó Ponticiano en el umbral mismo de la conversión de Agustín; así, al menos, lo ha experimentado él: «Narraba estas cosas Ponticiano, y mientras él hablaba, tú, Señor, me trastocabas a mí mismo, quitándome de mi espalda, adonde yo me había puesto para no verme, y poniéndome delante de mi rostro para que viese cuán feo era, cuán deforme y sucio, manchado y ulceroso. Veíame y llenábame de horror, pero no tenía adónde huir de mí mismo. Y si intentaba apartar la vista de mí, con la narración que me hacía Ponticiano, de nuevo me ponías frente a mí y me arrojabas contra mis ojos, para que descubriese mi iniquidad y la odiase. Bien la conocía, pero la disimulaba, y reprimía, y olvidaba» (Confesiones 8,7,16). No hay que tener miedo a entrar en el interior, lo problemático será no entrar porque nos convertimos en huéspedes en la propia casa, viviendo como desterrados en la patria; entrar en el interior es intentar reintegrarse desde dentro, porque es ahí donde se vive y se tienen los grandes ideales: «¿Por qué miras alrededor de ti y no vuelves los ojos adentro de ti? Mírate bien por dentro, no salgas fuera de ti mismo» (Sermón 145,3).

En todos los tonos y siempre que tiene ocasión, Agustín invita a sus oyentes a que hagan la experiencia de la interioridad: «Retornad, hombres, de vuestras afecciones. ¿Adónde vais? ¿Adónde corréis? ¿Adónde huís, no sólo de Dios, sino también de vosotros? Volved, prevaricadores, al corazón, escudriñad vuestro espíritu, pensad en los años eternos, encontrad la misericordia de Dios que tiene para con vosotros, contemplad las obras de Dios: su camino está en el Santo» (Comentario al Salmo 76,16). En el fondo, Agustín nos está diciendo que la carrera que tenemos que hacer tiene como meta nosotros mismos, y allí, estando en íntimo contacto con nosotros mismos y con Dios, hemos de procurar agradar al Señor en todo: «Recapacita; sé juez para ti en tu corazón. Procura que en lo secreto de tu aposento, en el fondo más íntimo de tu corazón, donde estás tú solo y Aquel que también ve, te desagrade allí la iniquidad para que agrades a Dios» (Comentario al Salmo 65,22).

La interioridad, tal como la propone y la ha vivido Agustín, nunca es una evasión porque las cosas nos van mal en el exterior, ni es un ir en busca de la soledad porque nos estorban los hombres: «Luego por eso tú intentabas conseguir la soledad y las alas, por eso te quejas al no poder tolerar la contradicción y la iniquidad de esta ciudad. Descansa con aquellos que están dentro contigo y no pretendas conseguir la soledad» (Comentario al Salmo 54, 15).

2. EDUCAR PARA LA INTERIORIDAD ES OPTAR POR LA VERDAD H-INTERIOR/QUIEN-ES: Educar para la interioridad tiene mucho que ver con educar para el silencio, la admiración, la libertad. El hombre interior es aquel que supera la superficialidad y llega a lo profundo de sí mismo. Agustín está convencido que el ser humano lo es más auténticamente cuanto más deja salir su originalidad, cuando es más él mismo, porque cada uno es único e irrepetible.

El centro de la pedagogía agustiniana siempre es el hombre concreto, que oculta dentro de sí enormes tesoros, el más importante, sin duda, es Dios. Ciertamente para Agustín Dios habita en el interior de todo hombre: «Mas he aquí que él está donde se gusta la verdad: en lo más íntimo del corazón» (Confesiones 4,12,18). Dios constituye la intimidad más íntima del hombre, es el hondón del hombre: «Porque tú estabas dentro de mí, más interior que lo más íntimo mío y más elevado que lo más sumo mío» (Confesiones 3,ó,11).

Siempre en la educación, y en casi toda actividad del hombre, lo que manda es la verdad. Para Agustín la verdad es la única y principal aspiración de la vida humana, es el único negocio necesario en la vida del hombre, lo que merece la pena hacer bien, porque es el comienzo y el fin. La verdad enciende en el alma deseos del puerto seguro. La investigación de la verdad, su búsqueda, es, según Agustín, uno de los fines que persigue toda actividad humana, y a esto se dirige con todas sus fuerzas el hombre: «El fin del hombre es indagar la verdad como se debe: buscamos al hombre perfecto, pero hombre siempre» (Contra los académicos 1,3,9). De aquí que nuestra ocupación suprema sea el caminar para encontrarnos con la verdad: «Creo que nuestra ocupación, no leve y superflua, sino necesaria y suprema, es buscar con todo empeño la verdad» (Contra los académicos 3,1,1). Y esto porque «la verdad es inconmutable, la verdad es el pan que alimenta a las almas; sin menguar, trueca a quien la come; no es ella lo que se convierte en el que la come» (Comentario al Evangelio de Juan 41,1).

La verdad es un valor superior al mismo hombre, ella está por encima y más allá: «Te prometí demostrarte, si te acuerdas, que había algo que era mucho más sublime que nuestro espíritu y que nuestra razón. Aquí lo tienes: es la misma verdad. Abrázala, si puedes; goza de ella» (Del libre albedrío 2,13,35). De hecho Agustín llega a decir que cuando se busca la verdad lo que se busca es a Dios (Cfr. Comentario al Salmo 104,3). VERDAD/BUSQUEDA/AG: Buscar la verdad para Agustín es obra de todo el hombre, no es esfuerzo sólo de la inteligencia, y alcanzar la verdad es alcanzar la completa posesión de sí mismo, la plenitud. El amor nos arrastra a la búsqueda de la verdad y la consecución de la verdad es el premio del amor: «Si la sabiduría y la verdad no se aman con todas las fuerzas del espíritu, no se puede, en modo alguno, llegar a su conocimiento; pero si se busca como se merece, no se retira ni se esconde a sus amantes… El amor es el que pide, y busca, y llama, y descubre, y el que, finalmente, permanece en los secretos revelados» (Las costumbres de la Iglesia I,17,32).

Es más, la verdad es la gran pasión del hombre, su alimento cotidiano: «¿Qué hay, exclama Agustín, que se ame con más pasión que la verdad?» (Comentario al Evangelio de Juan 26,5). «La verdad es inconmutable, la verdad es el pan que alimenta a las almas» (Comentario al Evangelio de Juan 41,1). Parece lógico, conociendo un poco la doctrina agustiniana, que el paso obligado para una búsqueda de la verdad con garantías de éxito, sea la interioridad; es decir, será en el hondón del hombre, en la intimidad más íntima donde la verdad se hace presente y, en cierta medida, se impone con fuerza irresistible: «Pues ¿adónde arriba todo pensador si no es a la verdad? La cual no se descubre a sí misma mediante el discurso, sino es más bien la meta de toda dialéctica racional. Mírala como la armonía superior posible y vive en conformidad con ella. Confiesa que tú no eres la Verdad, pues ella no se busca a sí misma, mientras que tú le diste alcance por la investigación, no corriendo espacios, sino con el afecto espiritual, a fin de que el hombre interior concuerde con su huésped» (De la verdadera religión 39,72). Este es el sentido de la famosa frase: «no quieras derramarte fuera; entra dentro de ti mismo, porque en el hombre interior reside la verdad; y si hallares que tu naturaleza es mudable, trasciéndete a ti mismo, mas no olvides que, al remontarte sobre las cimas de tu ser, te elevas sobre tu alma, dotada de razón» (De la verdadera religión 39,72), que es el mejor resumen de la doctrina de la interioridad trascendente agustiniana y donde se enraíza la doctrina del Maestro interior (Cfr. Del Maestro) capaz de fundamentar la relación interhumana. Es más, para alcanzar la verdad, se hace nuestra ayuda la misma verdad, aunque por parte del hombre será necesario un esfuerzo para purificarse, llevar una vida recta para poder encontrarse con la verdad, porque «la verdad no se capta con los ojos del cuerpo, sino con la mente purificada, y que toda alma con su posesión se hace dichosa y perfecta; que a su conocimiento nada se opone tanto como la corrupción de las costumbres y las falsas imágenes corpóreas, que mediante los sentidos externos se imprimen en nosotros, originadas del mundo sensible, y engendrando diversas opiniones y errores; que, por lo mismo, ante todo se debe sanar el alma, para contemplar el ejemplar inmutable de las cosas y la belleza incorruptible» (De la verdadera religión 3,3). Para llegar a la verdad tenemos a nuestra disposición un doble camino: la autoridad y la razón, la religión y la filosofía (Cfr. Las dimensiones del alma 7.12: Del orden 2,5,16), pero como en la conquista de la verdad el hombre encuentra muchas dificultades, Dios envió a su Hijo (Ctr. La ciudad de Dios 11,2).

La verdad es uno de los valores que es común por naturaleza y que tiende a hacerse de todos: «Por consiguiente, la verdad, que vemos ambos como una sola, y cada uno con nuestra propia inteligencia, ¿acaso no es común a los dos?» (Del libre albedrío 2,10,28). Es decir, la verdad nunca puede ser propiedad de nadie: «Cuando con rectitud de intención trata el alma de captar las cosas interiores y trascendentes, patrimonio común, no propiedad privada, de cuantos la aman y sin solicitud ni envidia, con casto amplexo, las poseen, entonces mira por su propio bien y por el bien de los demás» (La Trinidad 12,10,15).

La consecuencia inmediata de esta naturaleza común de la verdad es la necesidad de que sea comunicada porque es dada para disfrute de todos: «Por eso, Señor, son temibles tus juicios, porque tu verdad no es mía ni de aquél ni del de más allá, sino de todos nosotros, a cuya comunicación nos llama públicamente, advirtiéndonos terriblemente que no queramos poseerla privada, para no vernos de ella privados. Porque cualquiera que reclame para sí propio lo que tú propones para disfrutar de todo, y quiere hacer suyo lo que es de todos, será repelido del bien común hacia lo que es suyo, esto es, de la verdad a la mentira» (Confesiones 12,25,34). Para Agustín lo propio del hombre es la mentira, mientras que la verdad le pertenece a Dios y, si está en nosotros, es porque la hemos recibido de Él, pero sólo la verdad construye: «Cuando lo que se dice tiene de Él su origen, es útil para mí y para vosotros. Lo contrario, cuando viene del hombre, entonces es mentira. El hombre no tiene suyo propio sino mentira y pecado (/Jn/08/44 MENTIRA/SAS). Lo que hay en el hombre de verdad y de justicia tiene su origen en aquella fuente que se debe en este destierro con ansia desear, para que, refrescados por ella como con unas gotas de rocío y confortados durante el tiempo de esta peregrinación, no muramos en el camino y podamos llegar al descanso y fruición plena de ella. Si, pues, el que dice mentira habla de lo suyo, el que dice verdad habla de lo que tiene de Dios» (Comentario al Evangelio de Juan 5,1). Desde aquí se entiende que ser fiel a uno mismo, es ser fiel a la verdad, que siempre está identificada con lo más íntimo del mismo hombre.

3. INTERIORIZACIÓN Y PERSONALIZACIÓN

Educar para la interioridad es educar para aprender a ser, es ayudar a que se personalice, es decir, que se vaya haciendo persona. Para Agustín la persona humana es un potencial abierto que ha de desplegarse; dentro del hombre está la luz interior de la verdad: «Mas cierto aviso que nos invita a pensar en Dios, a buscarlo, a desearlo sin tibieza, nos viene de la fuente misma de la Verdad. Aquel sol escondido irradia esta claridad en nuestros ojos interiores. De él procede toda verdad que sale de nuestra boca, incluso cuando por estar débiles o por abrir de repente nuestros ojos, al mirarlo con osadía y pretender abarcarlo en su entereza, quedamos deslumbrados, y aun entonces se manifiesta que Él es Dios perfecto sin mengua ni degradación en su ser» (De la vida feliz, 4,35). La grandeza del hombre está en que es un ser referencial, sólo con relación a Dios se le puede comprender. Parece difícil hablar de la concepción agustiniana del hombre sin hacer referencia a la teología y es que la antropología agustiniana es religiosa. Toda su grandeza y dignidad está aquí. Por esto el hombre aspira a Dios: «Los hombres están, por lo general, ávidos de divinidad» (Epístola 137,3,12).

Agustín considera al hombre como un ser complejo y misterioso, fuente de grandes riquezas naturales puestas en él por Dios en orden a la vida sobrenatural, mezcla de luz y tinieblas, de virtud y de pecado, que se encuentra a sí mismo y a Dios en lo más íntimo de su ser y que se redime bajo la acción amorosa, iluminativa y restauradora de la gracia; el hombre es un ser con vocación de eternidad y sólo Dios, su Creador, es mayor que él: «Dirígete, ¡oh alma!, menospreciando todo lo demás, o pasa por encima de todo y vete allá. No existe nada más eficaz que esta criatura que lleva el nombre de alma racional; no existe ser creado de mayor sublimidad; lo que existe superior a ella es ya el Creador. Allí tienes algo tú por razón de tu enfermedad y allí tienes algo también por razón de tu perfección. Que te saque Cristo de tu postración por su ser de hombre, y te guíe por su ser Dios-Hombre, y te eleve hasta su ser Dios» (Comentario al Evangelio de Juan 23,6).

Para Agustín el hombre es un ser siendo, una realidad inacabada; el hombre es sobre todo quehacer, proyecto, por eso es necesario abrirse, vivir en la inquietud y nunca dar por terminada la tarea de la propia construcción. En el libro de nuestra historia falta por escribir un capítulo que resume y sintetiza los demás, porque el hombre es un ser siempre en camino, y, por tanto, que debe seguir avanzando, que no puede pararse en lo conseguido, y para ello necesita la ayuda de Dios: «Usa del mundo, no te dejes envolver por él. Sigue el camino que has comenzado; has venido para salir del mundo Y no para quedarte en él. Eres un caminante; esta vida es un mesón; utiliza el dinero como utiliza el caminante en la posada la mesa, el vaso, la olla, la cama; para dejarlo, no para permanecer con él. Si lo haces así, levantad el corazón los que podéis hacerlo, y escuchadme: si lo hacéis así, llegarás a conseguir sus promesas. No es mucho para vosotros, porque es grande la ayuda de quien os ha llamado. Él nos llamó, invoquémosle nosotros, digámosle: Nos has llamado, nosotros te invocamos; mira que hemos atendido a tu llamamiento; oye nuestros ruegos y llévanos al lugar que nos has prometido; concluye lo que has comenzado; no dejes perder tus dones, no abandones tu campo hasta que tus semillas sean recogidas en el granero» (Comentario al Evangelio de Juan 40,10). Para Agustín, el hombre es un ser de conquista, un ser que vive en la noche y anhela la luz, pero es un ser «llamado a realizar aquella perfecta naturaleza en la que Dios le hizo y estaba antes de cometer el primer pecado» (De la verdadera Religión 46,88). «El hombre es imagen de Dios, en cuanto es capaz de Dios y puede participar de él» (La Trinidad 14,8,11).

Educar para la interioridad es educar para acoger lo más profundo del hombre e invitar a la reflexión. Cuando el hombre es capaz de reflexionar sobre sí mismo, descubre en su interior un mundo lleno de riquezas: ve que el Dios creador le ha hecho partícipe de su vida sublime haciéndolo a su imagen y semejanza: «su naturaleza es sublime, pues es capaz y puede ser partícipe de una gran naturaleza» (La Trinirlarl 14,4,6). Pero a la vez descubre en su interior un mundo lleno de paradojas y de luchas que le hace sentirse miserable.

MAESTRO-INTERIOR: Agustín no quiere que el hombre renuncie a ser él mismo para ser otra cosa, lo que quiere es que sea plenamente él mismo, como ser humano, es decir, como potencial dinámico y autocreador que es dentro de sí algo irrepetible: «En mi corazón, donde yo soy lo que soy» (Confesiones 10,3,4). Este hombre va creciendo bajo la acción permanente del maestro interior, que habla y actúa directamente desde dentro de cada educando. Agustín es consciente que lo importante en la enseñanza no es el maestro, que es solamente un instrumento, un punto de referencia, sino que, en este campo, lo fundamental es una actitud de escucha, por parte del alumno y del maestro, pero una escucha al Maestro interior, que es el que verdaderamente enseña siempre que se aprende algo. Reconocer que esta es la función que tenemos como educadores, es vivir en la humildad, saber situarse en el propio puesto y no pretender otras cosas; por eso, él dice: «Pero recuerda bien que aunque puedas aprender algo saludablemente por mi ministerio, te enseñará Aquel que es el Maestro interior del hombre interior, pues Él en tu corazón te hace ver que es verdad lo que se te dice» (Epístola 266,4).

4. EL MAESTRO ESTÁ DENTRO

Para Agustín, existe un único Maestro: Cristo Él nos enseña todo cuanto sabemos. La instrucción que Cristo nos da es en el interior, y será necesario un proceso de interiorización para poder participar de estas enseñanzas: «Mas qué haya en los cielos, lo enseñará aquel que por medio de los hombres y de sus signos nos advierte exteriormente, a fin de que, vueltos a Él interiormente, seamos instruidos. Amarle y conocerle constituye la vida bienaventurada, que todos predican buscar; mas pocos son los que se alegran de haberla verdaderamente encontrado» (Del maestro 14,46).

Todo hombre consulta a este Maestro; él enseña al que habla y al que escucha una misma verdad; su presencia interior, es la presencia de la verdad, de la que habla Agustín frecuentemente; Él es más interior que lo más interior nuestro (Cfr. Confesiones 3,4,11; La verdadera religión 39,72). Todos los hombres estamos hermanados en este mismo Maestro interior; es más, Agustín insiste en que todos somos condiscípulos en la gran escuela de este único Maestro; nadie debe creerse ya licenciado de ser escolar, ya que, renunciando a ser discípulos de esta escuela, nos quedamos en la oscuridad. Es este maestro el que habla por la boca de todos los maestros; es Él el que nos enseña en todas nuestras enseñanzas. Él es el Maestro, el gran Maestro, el único Maestro: «Vuestra caridad sabe cómo tenemos un Maestro único, bajo cuya autoridad somos todos condiscípulos. No por hablaros yo desde un sitial más elevado soy vuestro maestro, no; hay un Maestro común, el que mora en nosotros, y acaba de hablaros» (Sermón 134,1). Este maestro es el que ilumina la verdad: «Dios, que es luz, ilumina por sí mismo las mentes piadosas para que entiendan las cosas divinas que se dicen o muestran… y la ilumina por sí mismo, de suerte que no sólo aprovechando vea las cosas que se muestran por la verdad, sino la misma verdad» (Comentario al Salmo 118,18,4).

Agustín ve a Cristo como el maestro único y verdadero, el doctor que enseña, que desde la autenticidad comunica la verdad y que no puede engañarse ni engañar; lo suyo es una pedagogía de delicadeza y de profundidad, en comparación con la pedagogía de la ley, y que sólo cuando se le sigue, se llega a comprender toda la trascendencia de lo que nos dice: «El auténtico maestro, que a nadie adula y a nadie engaña; el verdadero doctor y a la vez salvador al que nos conduce el insoportable pedagogo, al hablar de las buenas obras… No lo dice Agustín, sino el Señor. ¿Qué dice el Señor? Sin mí nada podéis hacer… Dejaos guiar, pero corred también vosotros; dejaos guiar, pero seguid al guía, pues después de haberle seguido, será cierto aquello de que sin él nada podéis hacer» (Sermón 156,13). Desde aquí Agustín tiene claro que tanto él como los que están escuchando son condiscípulos: «Lo más seguro, sin embargo, es que tanto nosotros que hablamos, como vosotros que escucháis, sepamos que somos condiscípulos del único maestro» (Sermón 23,2).

La misión que tiene Agustín, es decir lo que el maestro auténtico le manda decir, el maestro presta su voz para que Cristo diga su mensaje: «Hablo a condiscípulos en la escuela del Señor. Tenemos un único maestro, en el que todos somos uno; quien, para evitar que podamos vanagloriarnos de nuestro magisterio, nos amonestó con estas palabras: “No dejéis que los hombres os llamen maestro, pues uno es vuestro maestro: Cristo”. Bajo la autoridad de este maestro, que tiene en el cielo su cátedra -pues hemos de ser instruidos en sus escritos-, poned atención a lo poco que voy a decir, si me lo concede quien me manda hablaros. Quienes ya lo sabéis, recordadlo; quienes lo ignoráis, aprendedlo» (Sermón 270,1).

Este maestro, que tiene su cátedra en el Evangelio, habla a todos desde dentro: «Vuestra caridad sabe cómo tenemos un Maestro único, bajo cuya autoridad somos todos condiscípulos. No por hablaros yo desde un sitial más elevado soy vuestro maestro, no; hay un Maestro común, el que mora en nosotros y acaba de hablaros en el Evangelio a todos…, hablaba desde la cátedra del Evangelio» (Sermón 134,1).

La gran seguridad que tiene Agustín es que enseñando lo que ha dicho Cristo él no se equivoca, con la particularidad que no hay cosa mejor que hacer que esto: «Habiéndosele acercado, pues, sus discípulos, el Maestro único y verdadero les enseñaba diciéndoles lo que brevemente he recordado. También vosotros os habéis acercado a mí para que, con su ayuda, os hable y enseñe ¿Puedo hacer cosa mejor que enseñar lo que tan gran Maestro ha dicho?» (Sermón 53 A, 1). Cristo es el maestro bueno, el maestro profundamente humano que «acaricia, exhorta, amenaza» (Sermón 22,3), pero humanísimo no al estilo humano, sino divino, porque enseña haciéndose uno, encarnándose, poniéndose a la altura de los que quiere enseñar para que lo vean realizado en su persona: «Veían en él a un maestro, un animador y consolador, un protector, pero humano, como se veían a sí mismos, y si esto no aparecía a sus ojos, lo consideraban ausente, siendo así que él está presente por doquier con su majestad. Es verdad, él los protegía, como la gallina a sus polluelos, según él se dignó afirmar; como la gallina, que, ante la debilidad de sus polluelos, también ella se hace débil. Como recordáis, son muchas las aves que vemos engendrar polluelos, pero no vemos que ninguna, salvo la gallina, se haga débil con sus polluelos. Esta es la razón por la que el Señor la tomó como punto de comparación; también él, en atención a nuestra debilidad, se dignó hacerse débil tomando la carne» (Sermón 264,2). Lo mismo que la gallina y la madre se acomodan en todo a sus pequeños, como también lo hizo el Señor, así deben hacerlo también los educadores: «Por eso se hizo niño en medio de nosotros, como la madre que vela por sus hijos. ¿Es que resulta agradable balbucir palabras infantiles y entrecortadas si a ello no invita el amor? Y, con todo, los hombres desean tener hijos para hablarles de esa manera. Y la madre se complace más en dar a su pequeñito trocitos diminutos que en comer ella misma manjares más sólidos. Por tanto, no se aparte de tu mente la imagen de la gallina que cubre con sus plumas delicadas los tiernos polluelos y llama con su voz quebrada a sus crías que pían, mientras los otros, huyendo en su soberbia de sus blandas alas, resultan presas de las aves rapaces. Si a nuestra mente agrada penetrar en las verdades más recónditas, que no le desagrade comprender que la caridad, cuanto más obsequiosa se rebaja hasta las cosas más humildes, tanto más vigorosamente asciende hacia las realidades íntimas mediante la buena conciencia de no buscar entre aquellos a que se abajó ninguna otra cosa sino su salvación eterna» (La catequesis de los principiantes 10,15). «Por tanto, con la ayuda del Señor, os serviremos lo que él nos conceda, recordando y teniendo bien presente en el ánimo nuestro deber de servir, para hablaros no en calidad de maestro, sino de servidor; no a discípulos, sino a condiscípulos; porque tampoco a siervos, sino a consiervos. Sólo hay un maestro para todos» (Sermón 292,1).

Agustín nos invita a que juntos escuchemos a ese único maestro para aprender sus enseñanzas: «Escuchemos juntos; escuchemos juntos como condiscípulos en la única escuela del único maestro, Cristo; su cátedra está en el cielo, precisamente porque antes lo fue su cruz en la Tierra. Él nos enseñó el camino de la humildad para ascender después, visitando a quienes yacían en el abismo y elevando a quienes querían unirse a él» (Sermón 240 A, 4). A la vez, para Agustín, después de la resurrección, Cristo no está en el quinto cielo desentendido de lo que pasa aquí en la Tierra con los hombres, sino que ha colocado su cátedra en el interior de cada uno de nosotros; ahí sigue enseñando, sigue hablando silenciosamente: «Volveos a vuestro interior y si sois fieles, allí encontraréis a Cristo. Él es quien os habla allí. Yo grito, pero él enseña con su silencio más que yo hablando. Yo hablo mediante el sonido de mi palabra; él habla interiormente infundiendo pensamientos de temor. Grabe él, pues, en vuestro interior las palabras que me atreví a deciros: “Vivid bien para no morir mal”. Puesto que hay fe en vuestro corazón y, en consecuencia, habita Cristo en él, él os enseñará lo que yo deseo proclamar» (Sermón 102,2).

Cristo es un maestro muy especial y es que enseña en todo momento, con cada uno de sus actos y dichos e, incluso, sin actos ni dichos, dado que es maestro por estructura, no por oficio: «Hasta cuando padecía nos estaba enseñando, como nos enseñó cuando fue tentado. Como te enseñó lo que debes responder al tentador en el momento de la tentación, de idéntica manera te enseñó lo que has de responder al perseguidor cuando seas juzgado» (Sermón 299 E, 2). Este mismo Señor es el que enseña ahora en el corazón de cada hombre: «mejor os enseñará quien habla dentro de vosotros incluso en ausencia mía, en quien pensáis devotamente, a quien recibisteis en el corazón, convirtiéndoos en templos suyos» (Sermón 293,1).

La genuina educación agustiniana va en la línea de la iluminación, no de la fuerza, «ya que nadie hace bien lo que hace a la fuerza, aunque sea bueno lo que hace» (Confesiones 1,12,19). A semejanza de Cristo, que «nada obró con violencia, sino todo con persuasión y consejo» (De la verdadera religión 16,31).

5. EDUCACIÓN Y AUTOCONCIENCIA

Agustín se inclina a una educación para la libertad, la comprensión y la responsabilidad mutua, y la educación al estilo agustiniano es sobre todo concienciación, es decir, despertar la autoconciencia para que el educando descubra por sí mismo la verdad y despliegue todo lo que contiene en su interior. Para que el hombre sea él mismo es necesario que viva conscientemente, y vivir conscientemente, entre otras cosas, será vivir conociéndose: «En gran estima suele tener el humano linaje la ciencia de las cosas terrenas y celestes; pero sin duda son más avisados los que a dicha ciencia prefieren el propio conocimiento. Más digna de alabanza es el alma conocedora de su debilidad que la de aquel que, desconociendo su condición enfermiza, avizora el curso de los astros en afanes de nuevos conocimientos con el fin de contrastar nuevas teorías, pero ignora la senda de su salvación y de su estabilidad. El que, movido por el fervor del Espíritu Santo, despertó ya en el Señor, y en su amor conoce la propia vileza, y, suspirando por la proximidad de Dios, experimenta su impotencia, e iluminado por el esplendor divino entra en sí y se encuentra a sí mismo, éste estará cierto de que su indigencia no puede anteponerse a la pureza de Dios» (La Trinidad 4, prólogo, 1). El propio conocimiento es prioritario, «¿cómo puede el alma conocer otra alma si se ignora a sí misma?» (La Trinidad 9,3,3). «Volved al corazón, ¿qué es eso de ir lejos de vosotros y desaparecer de vuestra vista? ¿Qué es eso de ir por los caminos de la soledad y vida errante y vagabunda? Volved. ¿A dónde? Al Señor. Es pronto todavía. Vuelve primero a tu corazón; como en un destierro andas errante fuera de ti. ¿Te ignoras a ti mismo y vas en busca de quien te creó? Vuelve, vuelve al corazón y deja tu cuerpo, tu cuerpo es tu casa. Tu corazón siente también por tu cuerpo; pero tu cuerpo no siente lo que tu corazón. Deja también tu cuerpo y vuelve a tu corazón» (Comentario al Evangelio de Juan 18,10). Parece que Agustín nos quiere decir que sólo podemos conocer de forma vivencial a Dios si entramos en el propio corazón: «Prevaricadores, volved al corazón y adheriros a Aquel que os ha creado. Manteneos en su compañía y alcanzaréis estabilidad. Descansad en Él y hallaréis sosiego. ¿Adónde vais por caminos impracticables? ¿Adónde vais? El bien que amáis procede de Él » (Confesiones 4,12,18).

Por otra parte, según Agustín, sólo vive de verdad el que es fiel al propio mundo interior, es decir, el que es fiel a la verdad que habita dentro. Agustín invita a que eduquemos al hombre para la propia armonía interna, para la paz: «Si quieres ser artífice de la paz entre dos amigos tuyos en discordia, comienza a obrar la paz en ti mismo; debes purificarte interiormente, donde quizás combates contigo mismo una lucha cotidiana» (Sermón 53 A, 12), que eduquemos para la libertad propia, es decir, para que sea él mismo, que es la meta principal del hombre. Dios mismo da la gracia para que el hombre consiga la plena libertad: «Mirad, pues, cómo la libertad de la voluntad se armoniza muy bien con la gracia, no va en contra de ella. Pues la voluntad humana no obtiene la gracia con su libertad, sino más bien con la gracia de libertad, y para perseverar en ella, una gustosa permanencia e insuperable fortaleza» (De la corrección y de la gracia 8,17). «El libre albedrío no es aniquilado, sino antes bien fortalecido por la gracia, pues la gracia sana la voluntad para conseguir que la justicia sea amada libremente» (Del espíritu y de la letra 30,52). Educar en la interioridad es ayudar a vivir la autoconciencia; Agustín quiere que todos seamos condiscípulos, tiene miedo a entorpecer la labor del auténtico maestro: «Se nos denomina doctores, pero en muchas cosas buscamos nosotros un doctor y no deseamos ser tenidos por maestros. Es peligroso y ha sido prohibido por el Señor mismo… Lo más seguro, sin embargo, es que tanto nosotros que hablamos, como vosotros que escucháis, sepamos que todos somos condiscípulos del único maestro; es esto, sin duda, lo más exento de peligro; en consecuencia, conviene que nos escuchéis no como a maestros, sino como a condiscípulos vuestros» (Sermón 23,1-2).

Educar en la interioridad es ayudar a que se consulte esa luz interior, es cierto que los educadores pueden sugerir, pero el que enseña está dentro: «Los hombres pueden traer en cierto modo a la memoria las cosas mediante los signos que son las palabras, pero quien enseña es el único verdadero maestro, la misma verdad incorruptible, el único maestro interior. Él se hizo también maestro exterior para llamarnos de lo exterior a lo interior, y tomando la forma de siervo, se dignó aparecer humilde a los que yacían, para que, al levantarse, se les mostrase su sublimidad» (Réplica a la carta llamada del Fundamento 36). No aprendemos del maestro exterior, aunque su labor no sea inútil, ya que tiene como función llamar la atención: «El sonido de nuestras palabras hiere el oído, pero el maestro está dentro. No penséis que alguno aprende algo del hombre. Podemos llamar la atención con el ruido de nuestra voz; pero si dentro no está el que enseñe, vano es nuestro sonido» (Comentario a la Epístola de Juan 3,13). Las palabras del maestro exterior, nos mueven a consultar nuestro interior, y esta verdad interior, que es el mismo Cristo, se da a conocer a cada uno según la propia capacidad: «Comprendemos la multitud de cosas que penetran en nuestra inteligencia no consultando la voz exterior que nos habla, sino consultando interiormente la verdad que reina en el espíritu; las palabras tal vez nos mueven a consultar. Y esta verdad que es consultada y enseñada, es Cristo… Toda alma racional consulta a esta Sabiduría; mas ella revélese a cada alma tanto cuanto ésta sea capaz de recibir, en proporción de su buena o mala voluntad» (Del maestro 11,38). Esto postula claramente una llamada a la interioridad tanto para los educandos como para los mismos educadores.

EDUCADOR/QUIEN-ES: La función del maestro no consiste en creer que él sólo posee la verdad y, por tanto, en querer ser centro y protagonista de toda acción educativa. El verdadero educador es consciente de lo secundario que es su papel. La educación o es autoeducación, o no es educación en absoluto, por eso dice Agustín: «No te hagas demasiado esclavo de la autoridad, sobre todo de la mía, que nada vale. Horacio dice: «Atrévete a saber», a fin de que la razón te subyugue antes que el miedo» (De la cuantidad del alma 23,41). Podemos decir que para Agustín el educando ha de ser él mismo, y el educador deberá respetar su ritmo y ayudarle a que piense por sí mismo ya que no es un vaso que hay que llenar, a lo sumo es una llama que hay que alumbrar; pero esto mismo hace que Agustín no puede ser partidario de una autoeducación en el sentido de una autonomía absoluta del proceso educativo; él reconoce expresamente la necesidad de la instrucción, de la educación y de la disciplina para que en el alumno la razón llegue a dominar sobre la sensibilidad y lo eterno sobre lo caduco: «Es débil todavía el alma que se rige por estos cinco sentidos y que obra según la ley de estos cinco maridos. Mas cuando le llega ya la aurora de la razón, si entonces recibe una óptima educación y la ciencia de la sabiduría, verá cómo toma la dirección, en lugar de aquellos cinco maridos, el solo verdadero y legítimo marido, y mejor que ellos, y que la rige mejor: la rige para la eternidad, y la cultiva para la eternidad, y la instruye para la eternidad. Estos cinco sentidos no nos rigen para la eternidad; sólo nos rigen en la apetencia u odio de los bienes temporales…» (Comentarío al Evangelio de Juan, 15,21).

El educador invita y orienta a cada educando, pero, consciente que es desde dentro desde donde se educa, se preocupa por formar el hombre interior, que es el que vive según razón, según lo mejor de sí mismo, que es ser imagen de Dios; para formar este hombre interior es importante esforzarse por educar en actitudes y motivaciones. La misión que tiene el maestro externo es hacer posible el encuentro con la verdad, desde el propio conocimiento, que es la clave para el conocimiento de la realidad: «Y la causa principal de este error es que el hombre se desconoce a sí mismo. Para conocerse necesita estar muy avezado a separarse de la vida de los sentidos y replegarse en sí y vivir en contacto consigo mismo. Y esto lo consiguen solamente los que cauterizan con la soledad las llagas de las opiniones que el curso de la vida ordinaria imprime en ellos, o las curan con la medicina de las artes liberales. Así, el espíritu, replegado en sí mismo, comprende la hermosura del universo, el cual tomó su nombre de la unidad. Por tanto, no es dable ver aquella hermosura a las almas desparramadas en lo externo, cuya avidez engendra la indigencia, que sólo se logra evitar con el despego de la multitud. Y llamo multitud, no de hombres, sino de todas las cosas que abarcan nuestros sentidos» (Del orden 1,1,3-2,4).

Educar en la interioridad es educar en la libertad personal, invita a ser uno mismo, por eso dirá Agustín que en esta vida no se puede considerar feliz al que no profundiza y se conforma con la autoridad: «Mas a quienes contentándose sólo con la autoridad, se esfuerzan por alcanzar la práctica de una vida buena y morigerada, sea por desdén, sea por dificultad de imbuirse en las disciplinas liberales, no sé cómo llamarlos bienaventurados en esta vida» (Del orden 2,9,26). Ser uno mismo es un deber porque todos somos distintos, cada uno tiene sus propios dones: «Hay, pues, muchos dones, y unos más excelsos y gloriosos que otros y para cada uno su don particular» (Sobre la santa virginidad 46,46). Desde las reflexiones que hemos visto es posible que ahora podamos hablar sobre qué estrategias podemos seguir para transmitir esta doctrina. Es decir, ahora nos tocaría abordar las concretizaciones educativas, desde el qué queremos, es decir, qué tipo de hombre o mujer estamos proyectando, y qué tipo deberíamos proyectar, hasta la reflexión sobre los valores y actitudes que estamos potenciando, cómo ayudamos a superar en nuestro centro la superficialidad y el individualismo en el que vivimos comúnmente y en el que han nacido y crecen nuestros alumnos…

Santiago Sierra Rubio, OSA
RELIGIÓN Y CULTURA 198-99. Págs. 573-601

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