Eran
los tiempos de nuestro Señor Jesucristo. Un labrador sudoroso, tomó un puñado
de semillas y las arrojó a los surcos de su campo. Los granos de trigo ocuparon
sus lugares, conscientes de su importancia para los hombres. Pero entre ellos
se había infiltrado un diminuto grano oscuro.
— ¡Quítate de aquí, enano!— le gritó una semilla de
trigo sobre la que había caído el grano negro.
Y una
carcajada recorrió los campos que con el tiempo se convertirían en verdes
trigales. Se burlaron de su pequeñez las amapolas y las hierbas que comenzaron
a crecer junto a los granos de trigo. Y hasta se cruzaron apuestas sobre la
altura que alcanzaría tan pequeña semilla… ¡tan pequeña era! Y un rastrojo de
la anterior siembra juró que nunca había visto nada más pequeño y que no
serviría para nada; es más, estropearía la belleza de los trigales.
La pobre
semilla negra no se amilanó por las burlas. Había nacido para dar fruto, para
transformarse y convertirse en algo valioso: no sabía en qué y para quién; pero
debía cumplir su cometido. Y como para empezar no necesitaba demasiado espacio,
se acurrucó en un pedacito de tierra. Pronto echó raíces. Aquel era un buen
suelo, bien nutrido y húmedo.
El
invierno fue duro. Su tallo, tierno, poco a poco, con mucho esfuerzo, se abrió
camino hacia el cielo. Pasada la primavera, llegó el caluroso verano y la que
había sido considerada una semilla inútil sobresalía en el trigal. Las espigas
observaban calladas su crecimiento asombroso, no atreviéndose a hacer
predicciones sobre un fenómeno que desbordaba todas sus expectativas.
Un día
pasó Jesús por allí. Iba acompañado de sus apóstoles y seguidores. Les hablaba
del Reino de los Cielos al que estaban destinados los hombres y que debía
comenzar ya en la tierra. Y utilizaba imágenes tomadas del campo para que sus
oyentes comprendieran mejor su enseñanza.
En esto
que se detuvo y paseó la mirada por los campos ya dorados. La naturaleza calló.
Enmudeció el viento entre las espigas que detuvieron su rítmico cabeceo.
Cesaron los gorriones sus gorjeos, pendientes de lo que dijera el Maestro.
Jesús llamó la atención de sus apóstoles sobre una planta que sobresalía entre
las demás en medio del trigal.
—Mirad el grano de mostaza —dijo. Es la semilla más
peña, pero cuando crece se convierte en la más alta de las plantas; se
transforma en árbol frondoso y hasta los pájaros anidan en sus ramas.
Al oír
tales alabanzas del Señor, todos aquellos que se había reído de la pequeña
semilla ahora callaron avergonzados…
*** ***
***
Las almas
grandes siempre son humildes y modestas. Llega un momento en el que sobresalen
sobre las demás, pero nunca se reirán porque las demás sean más pequeñas; todo
lo contrario, siempre las tendrán en gran estima. Las almas grandes saben muy
bien del valor de las cosas pequeñas; y aunque ellas sean grandes, para ellas,
todas las almas son importantes y únicas.
¡Qué lección tan
bella e importante nos da el Señor! ¡Aprendámosla!
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