340. ––La ordenación a Dios es universal, porque todas las criaturas tienden a
Dios como a su último fin. Cada una de ellas lo alcanza según la medida en que
participa de la semejanza divina ¿Cuál es el
modo en que las criaturas intelectuales alcanzan a Dios?
––Las criaturas espirituales,
los ángeles y las almas humanas, alcanzan a Dios como fin último, con sus
facultades espirituales de entendimiento y voluntad, al igual que las otras
criaturas, por vía de semejanza. Sin embargo, esta semejanza es específica,
porque es por vía del conocimiento. Escribe Santo Tomás al comenzar el capítulo
XXV de la tercera parte de la Suma contra los
gentiles: «Todas las criaturas, incluso las que carecen de entendimiento,
están ordenadas a Dios como a su último fin, y cada una de ellas lo alcanza en
la medida en que participa de la semejanza divina, pero las criaturas
intelectuales lo alcanzan de un modo especial, es decir, entendiendo con su
propia operación a Dios». El fin de la criatura intelectual es entender
a Dios.
Con el conocimiento de Dios,
se consigue una semejanza más perfecta, porque: «el
fin último de todas las cosas es Dios, pues cada una intenta unirse a Dios,
como último fin, todo cuanto puede. Una cosa se une más íntimamente a Dios si
es capaz de alcanzar de alguna manera su substancia, lo que se realiza cuando
uno puede conocer algo de la substancia divina, que consiguiendo una
determinada semejanza de la misma», como una semejanza en el ser o en el
vivir, pero no en el entender, grado supremo del vivir y del ser.
Concluye, por ello, Santo
Tomás que: «Así como las cosas que carecen de
entendimiento tienden hacia Dios como fin por vía de semejanza, así las
substancias intelectuales tienden hacia Él por vía de conocimiento».
341. ––Si las criaturas racionales, y sobre todo las humanas, no pueden
conseguir un conocimiento completo y perfecto de Dios ¿Cómo es posible que un conocimiento imperfecto sea el
último fin?
––Para el ser humano, no
importa que el conocimiento de Dios no sea perfecto para que sea su fin último.
Debe tenerse en cuenta que: «aunque las cosas que
carecen de entendimiento tiendan a asemejarse a sus próximos agentes, no
obstante su tendencia natural no descansa ahí, pues tiene por fin el asemejarse
al sumo bien, aunque dicha semejanza al alcance de modo imperfectísimo, como ya
se ha dicho (c. 19)». Por consiguiente, puede afirmarse que: «lo poco que el entendimiento humano pueda percibir del
conocimiento divino, eso será pues su último fin, más bien que el conocimiento
perfecto de los inteligibles inferiores».
Toda criatura: «lo que principalmente apetece es su último fin», y
queda confirmado que «el último fin del hombre es
el entender de alguna manera a Dios», porque: «el
entendimiento humano apetece y ama y sobremanera se deleita en el conocimiento
de lo divino, por menguado que sea, mucho más que con el conocimiento perfecto
que tiene de las cosas inferiores» [1].
342. ––La criatura racional apetece,
ama y se deleita en el conocimiento de Dios, aunque sea mucho más escaso que el
conocimiento más completo posible de una criatura perfecta que pueda tener de
lo creado. ¿En el conocer a Dios está la
bienaventuranza o felicidad última de los seres racionales?
––.Explica seguidamente Santo
Tomás que: «El fin último del hombre y de toda
substancia intelectual se llama felicidad o bienaventuranza, pues esto es lo
que desea toda substancia intelectual, como fin último y lo desea sólo por sí
mismo». El fin último en cuanto relativo al hombre es la felicidad, a la
que tiende el hombre de una manera natural y necesaria. La felicidad es «el estado perfecto por la agregación de todos los bienes» [2],
tal como la definió Boecio. «En consecuencia, la
bienaventuranza y felicidad última de cualquier substancia intelectual es el
conocer a Dios».
La posesión intelectual, que
proporciona el conocimiento del Bien perfecto, que es Dios, sacia el anhelo de
felicidad de la criatura espiritual. Lo
confirma lo que: «dice San Mateo: “Bienaventurados
los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5, 8) Y San Juan: “Esta
es la vida eterna, que te conocen, a ti, verdadero Dios” (Jn 17, 3)».
Nota también Santo Tomás que: «La opinión de Aristóteles está de acuerdo con esta
sentencia, pues en el último libro de su Ética dice que la felicidad última
del hombre es “especulativa, concretamente, la que tiene como objeto de
contemplación lo óptimo” (X, c. 7)» [3].
Los seres racionales o espirituales
poseen a Dios por la facultad espiritual del entendimiento, pero tal posesión
satisface también a las facultades corpóreas del hombre.Satisface a las
facultades sensitivas, pero no directamente como las espirituales –porque Dios
no es un cuerpo, es un espíritu–, sino indirectamente, en cuanto pueden
participar de la felicidad de las facultades superiores.
343. ––Si el último fin proporciona la felicidad se puede plantear la siguiente
dificultad, que expone el Aquinate seguidamente: «Como
la substancia intelectual alcanza con su operación a Dios, no sólo
entendiéndole, sino también deseándole y amándole, y deleitándose en Él,
mediante un acto de la voluntad, podría parecer a alguien que el último fin y
la felicidad última del hombre no consisten en conocer a Dios, sino más bien en
amarle o en posesionarse de Él mediante algún otro acto de la voluntad». ¿Es
posible que la bienaventuranza o felicidad esté en un acto de la voluntad?
––Santo Tomás, después de
aportar cinco razones que parecen apoyar que la felicidad se consigue con un
acto de la voluntad, afirma que: «se demuestra
claramente que esto es imposible». En la primera razón, que considera la
principal, se argumenta: «el objeto de la voluntad
es el bien, que implica razón de fin; mientras que lo verdadero, que es el
objeto del entendimiento, sólo tiene razón de fin en cuanto es bueno. Por eso
no parece que el hombre haya de alcanzar su último fin por un acto del
entendimiento, sino más bien que por un acto de la voluntad». Por ser la
verdad un bien del entendimiento, parece que, en lugar de la verdad, objeto del
entendimiento sea el bien, objeto de la voluntad, el fin último.
No es así, porque replica
Santo Tomás: «el fin último de la substancia
intelectual es Dios. Por lo tanto, aquella operación del hombre con que primero
pueda llegar a Él será para el hombre substancialmente su bienaventuranza o
felicidad. Y tal operación es el entender, porque no podemos querer lo que no
entendemos. Luego la felicidad última del hombre consiste substancialmente en
conocer a Dios por el entendimiento y no en un acto de la voluntad». Con
respecto al objeto de la voluntad, el conocimiento es primero, porque no es
posible querer el bien sino se conoce.
El segundo argumento es el
siguiente: «La perfección de la operación es la
delectación, “que perfecciona a la operación como la hermosura a la juventud” (Aristóteles,
Ética, X, 4). Si pues la perfección perfecta
es el fin último, mejor parece que el fin último consista en una operación de
la voluntad que en una del entendimiento». Si la delectación es
perfeccionante de la voluntad, en esta facultad, habrá que buscar el fin
último.
Tampoco esta objeción es válida,
porque: «la
delectación es una perfección de la operación, pero no en el sentido de que la
operación se ordene específicamente a ella, puesto que se ordena a otros fines,
tal como el comer se ordena específicamente a la conservación del individuo;
sino que es una perfección parecida a la que se ordena a la formación de la
especie; porque mediante la delectación insistimos con más atención y esmero en
la operación con que nos deleitamos». La delectación o complacencia no
completa a un acto perfecto para que pueda alcanzar su fin, sino que lo
acompaña y le ayuda.
En el tercer argumento,
también basado en la delectación o goce, se dice: «La
delectación se nos presenta como algo que se desea de por sí y no en orden a
otra cosa; pues es necio preguntar a uno por qué quiere deleitarse. Tal es la
condición del último fin, que se busque de por sí. Luego, al parecer, el último
fin consiste más bien en una operación de la voluntad que en una operación del
entendimiento»
No se puede llegar, sin
embargo, a esta conclusión, porque: «Que los
hombres quieran la delectación por sí misma y no con otra finalidad, no es
señal suficiente de que ella sea el último fin, como se deduce en esta tercera
objeción. Pues la delectación, aunque no es el último fin, es, no obstante,
algo concomitante, puesto que, al alcanzarlo, aparece la delectación».
Igualmente, se insiste, en el
cuarto argumento, en la delectación al argumentar: «Todas
las cosas coinciden principalmente en apetecer el último fin, por ser algo
natural. Es así que muchos buscan más la delectación que el conocimiento. Por
lo tanto, parece que la delectación es más fin que el conocimiento».
Reconoce Santo Tomás, en la
correspondiente respuesta, que: «Es verdad que son
pocos los que se afanan en conocer, y no muchos más los que buscan la
delectación que nace del conocimiento mismo. También lo es que son muchos los
que van tras de las delectaciones sensibles prefiriéndolas al conocimiento
intelectual y a su consiguiente delectación. Mas esto se explica porque las
cosas exteriores son más conocidas para la mayoría, ya que el conocimiento
humano comienzan por los sentidos».
Por último, en la quinta
objeción, se dice: «Parece que la voluntad es una
potencia superior al entendimiento, porque ella mueve al entendimiento a
realizar su acto; pues el entendimiento, cuando uno quiere considera en acto lo
que posee de modo habitual. Luego la acción de la voluntad parece ser más noble
que la del entendimiento. Según esto, el fin último, que es la bienaventuranza,
parece consistir más bien en un acto de la voluntad que en un acto del
entendimiento».
Sobre esta objeción basada en
que se puede querer entender o entender, advierte Santo Tomás: «el que la voluntad es superior al entendimiento, pues es
como su motor, es falso manifiestamente. Pues el entendimiento, primeramente y
de por sí, mueve a la voluntad; porque ésta, en cuanto tal, se mueve por su
objeto, que es el bien aprehendido. La voluntad, no obstante, mueve al
entendimiento de un modo como accidental, o sea, en cuanto que el entender
mismo se aprehende como bien, y así es deseado por la voluntad; resultando de
ello que el entendimiento pasa al acto de entender. Más el entendimiento
precede incluso en esto a la voluntad, pues nunca desearía entender la voluntad
si antes el entendimiento no aprehendiera el mismo entender como un bien». Cuando
la voluntad mueve el entendimiento, por tanto, previamente se ha entendido que
ello es un bien.
Nota además sobre el modo que
la voluntad actúa sobre el entendimiento que, por una parte: «la voluntad mueve a manera de agente al entendimiento
para que ejecute el acto»; en cambio: «el
entendimiento mueve a la voluntad a modo de fin, porque el bien entendido es el
fin de la voluntad». Por otra que: «el
agente en orden a mover es posterior al fin, pues el agente sólo mueve por el
fin». Se concluye de ello que: «el
entendimiento es en absoluto superior a la voluntad; mientras que sólo
accidentalmente y en un sentido restringido, la voluntad es superior al
entendimiento».
344. ––Además de las argumentaciones con las que responde a las objeciones
sobre la primacía del entendimiento en el fin último y felicidad suprema del
hombre, ¿el Aquinate da una demostración de esta
tesis, que podría denominarse intelectualista?
––Para demostrar que el fin
último y bienaventuranza consiste en un acto del entendimiento, Santo Tomás argumenta:
«Siendo la bienaventuranza el bien propio de la
naturaleza intelectual, es preciso que le convenga en conformidad con lo que es
propio de la misma. Y lo propio de la naturaleza intelectual no es el apetito,
pues éste se halla en todos las cosas, aunque de diversa manera».
Si la bienaventuranza o
felicidad es el bien que requiere la naturaleza intelectual tiene que ser
acorde con lo característico de la misma, que es el entendimiento y no la
voluntad o a petición intelectiva. En cambio, la a petición se halla en todos
los seres, aunque de manera distinta. «Tal
diversidad nace de los diversos modos como se encuentran las cosas respecto al
conocimiento».
El modo de hallarse la a petición,
en la escala de los entes, depende de su relación con el conocimiento, porque «los entes que carecen en absoluto de conocimiento sólo
tienen apetito natural», que expresa la tendencia activa por parte de su
misma naturaleza. Añade Santo Tomás que: «los que
tienen conocimiento sensitivo tienen apetito sensitivo también, que comprende
el irascible y el concupiscible», la tendencia al bien difícil o al mero
bien.
Los entes que tienen
conocimiento sensitivo tienen apetito sensitivo, que es ya elícito o atraído,
ya que se tiende a obrar porque se es actuado por una forma externa conocida,
que atrae. En cambio, en el siguiente grado de la escala, en «los que tienen
conocimiento intelectivo tienen un apetito proporcionado a él, o sea, la
voluntad». En los entes, que tienen conocimiento intelectual, por seguir a este
conocimiento, el apetito es intelectivo y se denomina voluntad.
Por consiguiente: «la voluntad, según que es apetito no es lo
característico de la naturaleza intelectual; lo es en cuanto que depende del
entendimiento». En cambio: «el entendimiento
en sí considerado, es lo propio de la naturaleza intelectual». Queda así
demostrado que, la bienaventuranza o felicidad consiste substancial y
principalmente más bien en un acto del entendimiento que en acto de la
voluntad» [4],
345. –– ¿Cómo debe entenderse la precisión de la tesis del
fin último de las criaturas espirituales como un acto «sustancial y
principalmente» de la facultad espiritual del entendimiento más que en un acto
de la voluntad, la otra facultad espiritual?
––Para la adecuada comprensión
de esta tesis debe tenerse en cuenta la explicación de Ramón Orlandis sobre el
fin último del hombre en Santo Tomás. El tomista español notaba frente a una
generalizada interpretación intelectualista, que un sistema que: «pusiera el bien supremo del hombre, su bienaventuranza
esencial en la adquisición y posesión intelectual de la verdad (…) un sistema
moral que apenas tuviera en cuenta sino las tendencias y aspiraciones
intelectuales del hombre (…) sería éste evidentemente egocéntrico, que haría
aspirar al hombre como a su suprema perfección y felicidad, a la adquisición, a
la posesión y al goce consiguiente de un tesoro de la verdad»
[5].
En este sentido: «la ética del Estagirita es egocéntrica y pagana». El
pensamiento cristiano, en este aspecto, no podía aceptar la solución de
Aristóteles por ser la de un «intelectualismo
pagano, egocéntrico y glacial, carcoma mortífera que corroería en su raíz la
vida espiritual» [6].
Aunque se identificara el fin
último con el verdadero Dios: «el sistema, por ser
parcial, por detenerse a la mitad del camino, sería insostenible, y no
merecería menos los calificativos», con que se le ha denostado, porque: «miraría a Dios solamente como bien del hombre, como mero
objeto de su satisfacción intelectual. No dejaría, por tanto de ser
egocéntrico».
Su parcialidad se advierte
respecto a Dios, porque: «no tendría en cuenta el
mérito y el derecho de la divina Bondad a ser amada en sí misma con amor de
benevolencia». También con respecto al hombre, porque: «no tendría en cuenta la tendencia innata en su corazón,
a no encerrarse en sí, sino a salir de sí por la entrega misteriosa del amor;
ni la persuasión universal en todo hombre normal de que la perfección y la
nobleza del hombre exigen este salir de sí mismo» [7].
La necesidad del amor, del amor de benevolencia y del amor de caridad, revela
la de la voluntad en la determinación del fin último, la perfección última y la
plena y verdadera felicidad del hombre.
346. ––En el sistema intelectualista descrito en el que el fin último se pone
en la contemplación intelectual de Dios, ¿el
logro del mismo no implica el amor al mismo y el goce al conseguirlo?
––El conocimiento de Dios, y
que proporciona deleite o fruición como algo que meramente acompaña o sigue al
acto del entendimiento: «supone y entraña un amor;
y que no es sino la expresión de un amor que ha alcanzado la posesión de su
objeto» [8].
Sin embargo, advertía Orlandis, «este amor no es el
de caridad, no es sino un afecto egocéntrico, un amor de la perfección propia y
de sus complementos, un amor que ansiaba la adquisición de la verdad y que una
vez adquirida, descansa en ella, como en su propiedad y riqueza» [9].
El amor de caridad es
necesario para la bienaventuranza y el goce que le acompaña. Explícitamente
afirma Santo Tomás su necesidad esencial, al responder a una impugnación a la
siguiente tesis: «el hombre tiene la plenitud
completa de su perfección en Dios», y, por ello: «no se requiere por necesidad la compañía de los amigos» [10],
o con todos los que se mantiene amor de amistad o de caridad, desde los
familiares a los que se denominan amigos en distintos grados.
En la objeción se razona: «La caridad obtiene su perfección en la beatitud. Mas la
caridad comprende al amor de Dios y del prójimo. Luego, requiere la compañía de
amigos» [11].
A ella, responde Santo Tomás: «La perfección de la caridad
es esencial a la bienaventuranza en lo que concierne al amor de Dios». En
cambio: «no lo es por lo que toca al amor al
prójimo». De tal manera, añade, que: «si
sólo hubiera un alma que gozase de Dios, sería bienaventurada, aunque no
tuviese prójimo a quien amar».
Precisa que: «no obstante, la compañía de los amigos contribuye al
bien ser de la bienaventuranza» [12].
Cita a continuación estas palabras de San Agustín: «La
criatura espiritual, para ser feliz, solamente necesita de la ayuda intrínseca
de la eternidad, verdad y caridad del Creador. Exteriormente, si cabe decir que
es ayudada, esta ayuda quizá sólo consista en que los bienaventurados se ven
unos a otros y se gozan de su mutua compañía» [13].
Más adelante, después de
recordar el principio «la gloria no destruye la naturaleza,
sino que la perfecciona» [14],
concluirá que, en ella: «en el ánimo del
bienaventurado perseveran las causas de todo honesto amor» [15].
Se continuará amando a los allegados y a los amigos y se conservará el mismo
oren del amor.
En el intelectualismo
exclusivo, indica Orlandis se olvida el amor de caridad. El amor que implica es
de posesión al que sigue un goce intelectual, por ser: «una
mera secuela del perfeccionamiento intelectual, un descanso en el hallazgo y
visión de la verdad; y, aunque inmensamente superior, análogo al placer que
tiene el investigador al descubrir alguna verdad».
Hay que recordar que: «esencialmente egocéntrica es la tendencia del
entendimiento; ya que éste esencialmente tiende a asimilarse lo inteligible,
traérselo a sí, a enriquecerse con la posesión de la verdad conocida y
asimilada».
La bienaventuranza o plena
felicidad no puede estar en este egocentrismo, que es antihumano. La teoría
intelectualista que lo mantuviera: «desconocería u
olvidaría las tendencias más íntimas e insuperables del corazón humano y los
juicios de valor más universales e indiscutidos sobre la honestidad, la
nobleza, la perfección de los afectos y de las acciones del hombre».
Se pregunta Orlandis: «¿Quién habrá que pueda sentirse en el colmo de la
felicidad sólo por conocer la verdad, sin tener satisfecha la necesidad de amar
y de ser amado? Y si se hallara un hombre que con esto se satisficiera, ¿sería
acaso tenido por las personas sensatas por el ideal del hombre? ¿No sería más
bien verdad que el tal hombre no era hombre?» [16].
347. –– ¿Cómo interviene esencialmente el amor de caridad
en la contemplación intelectiva de Dios?
––Explica Orlandis, en su
estudio sobre el fin último en Santo Tomás, que: «La
contemplación beatificante, como tal, mira y considera a Dios no tan sólo como
Verdad suprema, como bien supremo de la inteligencia, sino también como en sí
mismo y por sí mismo amable, como en sí mismo y por sí mismo bueno, como en sí
mismo y por sí mismo acreedor al amor de benevolencia».
Si solamente se considerará a
Dios como suprema Verdad, como bien de la inteligencia: «la contemplación beatificante como tal sería puramente especulativa y
no tendría virtualidad para mover al amor de benevolencia, y, por tanto, menos
al de caridad» [17].
Se descubre la naturaleza de
la auténtica contemplación, si se examina su objeto, Dios como primera causa. «A primera vista, esta visión no pasará de ser
intelectual, no mirará su objeto de tal manera que pueda satisfacer las demás
tendencias y aspiraciones del hombre». Será un objeto que podrá mover al
amor de benevolencia hacia Dios, a satisfacer el deseo natural de amar a Dios
más que a sí mismo.
Esta visión: «no pasa de ser una concepción limitada incomprensiva de
la primera causa. Dios no es primera causa solamente por su omnipotencia, lo es
por su infinita perfección y ejemplaridad, lo es por su arte divino, lo es por
su bondad infinita, y por su amor comunicativo; luego, conocer perfectamente la
esencia de la primera causa es conocer su infinita perfección e inmutabilidad,
es conocerlo como arquetipo y ejemplar de lo creado y de lo creable, es
conocerlo como causa final de todo lo reproducible y como centro a donde han de
converger todos los seres con todas sus tendencias, aspiraciones y actividades» [18].
Dios entonces atrae el afecto
del hombre. Por ello: «La contemplación
beatificante, según santo Tomás, es Dios, no solamente en cuanto es verdad o
belleza o bondad absoluta, sino también en cuanto se nos revela ofreciéndonos
su divina amistad y pidiéndonos la nuestra» [19].
La caridad, o el amor que da
Dios y que merece correspondencia, es amor de amistad, que: «es el amor mutuo de benevolencia entre dos personas,
fundado en la posesión o aprecio común de un mismo bien (…) y completado y
fomentado por la convivencia y el trato».
El amor de amistad entre Dios
y el hombre se basa en: «La comunicación que Dios
hace o promete hacer al hombre de su propia bienaventuranza divina, para que el
hombre, en cuanto es posible, sea copartícipe de ella, para que el hombre la
posea junto con Dios; y al entregarle o prometerle su bienaventuranza le
entrega o le promete toda su perfección infinita, su verdad, su belleza, su
bondad amabilísima su amor infinito» [20].
El amor de caridad del hombre
es el amor de correspondencia al amor de Dios, y su fundamento es: «no tan sólo la bondad de Dios en sí misma considerada,
sino el amor mismo de Dios, por el cual nos promete y nos entrega su propia
bienaventuranza perfecta» [21].
Concluye, por ello, Orlandis
que: «según Santo Tomás, el objeto de la
contemplación beatificante es el mismo del amor de caridad; es así que el
objeto del amor de caridad es el amor mismo de Dios al modo dicho. Luego el
objeto de la contemplación beatificante es el amor de caridad de Dios al
hombre» [22].
348. ––En el logro del fin último, además del entendimiento, interviene la
voluntad, porque no sólo se conoce sino que también se ama con amor de caridad,
¿Cómo interviene el amor en el acto intelectual del
fin último?
––No es extraño que en un acto
intelectual, en el que consiste «substancial y
principalmente» [23]
la contemplación, porque, como puso de relieve Jaime Bofill, discípulo de
Orlandis, enseña Santo Tomás que es un proceso de cuatro fases.
En esta compleja sucesión
unitiva, el comienzo se da cuando, en una primera fase: «una facultad de conocimiento introduce en nuestra conciencia, para
empezar, la “forma” de un objeto externo». De manera que el conocimiento
intelectivo capta la esencia abstracta y universal de todo objeto, e igual
ocurre cuando es otro ser intelectual.
En la segunda, también la
inteligencia valora la bondad o participación en el ser del objeto entendido,
porque: «a este primer momento se seguirá una
actitud activa, de naturaleza todavía intelectual en sentido estricto,
consistente en la valoración de ese objeto según la plenitud de ser que posea
en sí, Valorar a un objeto-cosa según la plenitud de ser no es, en definitiva, sino
juzgar sobre su perfección o bondad» [24].
En la tercera fase: «Un nuevo mecanismo se dispara en el alma, a saber, una
determinada reacción afectiva o volitiva, por la cual el sujeto tomará posición
con respecto al objeto, no ya solamente en un orden intencional interno, sino
realmente, pónticamente, en el orden mismo de la realidad al que uno y otro
pertenecen» [25].
La voluntad quiere al objeto entendido si es bueno o lo rechaza si es malo.
Ello implica que el sujeto
toma posición ante el objeto, no sólo en el orden cognoscitivo, sino en el
real. En este momento: «el sujeto se habrá definido
personalmente con respecto al objeto –cosa o persona– que ha atraído su
atención». Se define él mismo ante el objeto.
En esta fase, se da también
una unión entre el sujeto y el objeto de la facultad de manera parecida como se
dio en el entendimiento. Por medio del conocimiento intelectual hay una unión a
lo esencial del ente, y ahora, con la voluntad, hay una unión a lo singular y
existencial del objeto, pero es una unión afectuosa con lo amado.
Sin embargo, hay una
diferencia entre la unión por el conocimiento intelectual y la unión afectuosa,
o por la voluntad, además de su distinto objeto, lo universal la primera y lo
singular la segunda, porque en la unión intelectual el objeto entendido está en
el entendimiento como una semejanza del mismo producida por el mismo
entendimiento; en cambio, el objeto querido está en la voluntad como
inclinación o tendencia de la misma voluntad hacia el objeto querido.
349. ––Si el objeto entendido ha sido juzgado como bueno y, por ello, ha hecho
que la voluntad lo ame, ¿No queda ya terminado
el proceso de unión o posesión?
–– A la cuestión, responde
Bofill negativamente, porque añade: «Hará falta que
un nuevo tipo de facultades, las de traslación o de “ejecución”, me permiten
llegar a la presencia del bien amado y apoderarme de él. Pies, manos, dientes,
cualesquiera de estos instrumentos materiales de que me ha dotado la naturaleza,
podrán servirme para llegar a la posesión de este objeto real, cuando él, a su
vez, es material y sensible». Cuando el objeto conocido, valorado y
querido, es material y sensible, se necesitarán las facultades locomotrices
para conseguir una tercera unión. Tales facultades permitirán conseguir la unión
real, fin y efecto de todo amor.
Advierte seguidamente Bofill
que: «Si se trata, en cambio, de un ser espiritual,
si este ser es, en sentido propio de la palabra, un inteligible, la facultad
aprehensiva será entonces de nuevo la inteligencia; de arte que ella (en quien
se había iniciado e movimiento del sujeto hacia el objeto: uno y otro,
necesariamente personas) estará encargada de dar cumplimiento final a este
movimiento, asegurando a la voluntad la presencia de su bien. El acto
intelectual será aquel por el cual el sujeto primo apprehendit finem»..
Las facultades locomotrices,
cuando el objeto es espiritual, no sirven para conseguir la unión efectiva, que
completará la unión afectiva. La facultad que permite, en este caso, la unión
volverá a ser la inteligencia. Será ella la que proporcionará a la voluntad la
presencia real de su bien querido. Lo espiritual no deja poseerse sino por el
entendimiento.
Concluye Bofill que: «Este conocimiento “terminativo”, beatificante, si es
especulativo en el sentido de no estar ordenado a hacer alguno ulterior, ya se
ve que deberá reunir caracteres muy particulares, la filosofía cristiana le ha
reservado por esto un nombre propio, y este nombre es la contemplación» [26].
Este tercer acto unitivo, que
es del entendimiento y que realiza la unión efectiva, no es del mismo tipo que
la primera unión intelectiva y, por ello, se le denomina ahora contemplación. El
conocimiento intelectual, que se d a en la primera fase, implica una posesión
real de lo conocido, pero sólo en la esencia abstracta y universal de la
realidad, que se está conociendo. Después la voluntad, posibilitada por este
acto intelectivo, se refiere a lo individual y concreto de lo conocido en su
propio ser, en el ser que está en la realidad. La unión que consigue es
meramente afectiva. Para unirse al objeto conocido y querido de una manera real, ya se no puede utilizar ni el
primer acto de la inteligencia ni la facultad volitiva. Necesita de un nuevo
acto intelectual, un acto contemplativo, que cierra el círculo de toda la
contemplación.
Eudaldo Forment
[5] RAMÓN ORLANDIS, «El último fin del hombre en Santo
Tomás», en Manresa (Madrid); I 14 (1942), pp. 7-25; 15 (1942), pp.
107-117; y 19 (1943), pp. 34-53; I, pp. 10-11.
[24] JAIME BOFILL,
«Contemplación y caridad», en ÍDEM, Obra filosófica, Barcelona,
Ediciones Ariel, 1967, pp. 89-97, p. 94.
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